Un desatinado ajuste de cuentas

Carlos D. Mesa Gisbert*

La Razón

Cuando el 17 de octubre propusimos la Asamblea Constituyente como el camino para el cambio de un modelo histórico agotado, lo que vislumbrábamos era la necesidad de un nuevo pacto social que naciera de la voluntad popular y que nos expresara a todos. Un pacto que no hiciera diferencias por el lugar donde vivimos, nuestra ideología, religión, orientación sexual o visión de mundo, y menos aún por la gradación de derechos y deberes condicionados al tono de color de nuestra piel. Se trataba de redactar un texto que aceptase la innovación de la democracia participativa, sin retórica demagógica ni disfraces.



Pero nada de lo previsto ocurrió. Como siempre, el pueblo votó en junio del 2006 y eligió a sus constituyentes. La Asamblea se posesionó en agosto. Un año y tres meses después, se aprobó ilegalmente un texto espurio en el seno del Liceo Militar «Andrade», en medio de gases, balas y la sangre de tres vidas de compatriotas. Un texto que jamás fue debatido en el plenario, que fue apenas conocido parcialmente y de refilón por los propios asambleístas del MAS, que cayó como un pesado ladrillo tras ser redactado por un oscuro equipo de «constitucionalistas» del MAS. Ese ladrillo se ratificó del mismo modo autoritario, excluyente e ilegal en Oruro. El mismo que sin pudor se corrigió vulnerando una vez más la ley, en el camino entre Oruro y el Palacio de Gobierno. El mismo texto que adornado de retórica antiliberal pretende descubrir un «nuevo constitucionalismo comunitarista de raíz precolonial», que pone en cuestión la idea básica de que todos somos iguales y del concepto: «un ciudadano, un voto» y el respeto a la conciencia individual, con el argumento de que son artilugios de un constitucionalismo occidental que debe ser cuestionado a título de la defensa de los aportes del mundo prehispánico y del reconocimiento «por primera vez» de los derechos indígenas, lo que es una mentira sin matices. La falsificación llega al punto inadmisible de afirmar que la actual Constitución es discriminadora y que la que se pretende aprobar es, «por fin», la panacea de la inclusión.

Una vez más se miente sin rubor. Se miente olvidando intencionalmente que hubo un ’52, que hubo una reforma agraria profunda, que se aprobó el voto universal, que se hizo la reforma educativa (1955) que universalizó la educación integrando a los indígenas a ese derecho, que desde hace más de una década universidades como San Andrés, UPEA, Tomás Frías, UTO y San Simón, tienen mayoría clara de estudiantes de origen indígena. Se miente cuando se olvida que Víctor Hugo Cárdenas fue el primer indígena electo para uno de los dos cargos más importantes de la nación hace más de quince años. Se miente olvidando que la participación popular de 1994 creó más de 300 municipios, más de un centenar de ellos mayoritariamente indígenas con autonomía de gestión, manejo de recursos (20% de todos los ingresos del TGN) y participación real del pueblo. Se miente cuando se pretende afirmar que el concepto de interculturalidad es un invento de Morales, cuando fue una premisa de la reforma educativa intercultural y bilingüe implementada en 1995. Se miente cuando se olvida que en 1996 se aprobó la Ley INRA que reconoce las tierras comunitarias y que otorgó millones de hectáreas a través de las TCO, que estableció la función económica y social de la tierra y el impuesto al latifundio. Se miente cuando se pretende enterrar el Bonosol inventado en 1997 por Sánchez de Lozada y apropiado de modo arbitrario por Morales con el agravante de que se tocó el IDH para pagarlo, un bono que estableció (capitalización mediante) la jubilación universal e integró a los indígenas a ese legítimo beneficio.

Se miente cuando se olvida que el Seguro Universal Materno Infantil se estableció en 2002. Se miente cuando se olvida que el primer Congreso con alta participación indígena fue el elegido el 2002, con casi un 30% de indígenas en ambas cámaras. Se miente cuando se pasa por alto la inserción en la Constitución en la reforma del 2004 de la Asamblea Constituyente, el Referéndum, la Iniciativa Legislativa Ciudadana y la apertura a las agrupaciones ciudadanas y de pueblos indígenas en todo proceso electoral, como instrumentos objetivos de democracia participativa.

Todo este recuento tiene un solo objetivo: demostrar que con la Constitución de 1967, reformada en 1994 y 2004, se aplicó a plenitud un proceso participativo y efectivo de inclusión de los indígenas al ejercicio pleno de gran parte de sus derechos ciudadanos, que la nueva Constitución debía profundizar, no inventar. El aporte de los valores indígenas (justicia y democracia comunitaria, autonomías indígenas y reconocimiento de pueblos —que no naciones—) era una tarea de esta Asamblea, sin romper el principio de oro de la igualdad que ni es una ficción, ni es un principio burgués occidental, pues responde a una cultura de la que somos tan herederos como de la cultura indígena, que si quería insertarse en el nuevo texto debió hacerse no para crear compartimentos estancos y remedos de «reservaciones», sino para convertir los aportes de su tradición y usos en valores universales aplicables a los diez millones de bolivianos. El «plus indígena» del proyecto masista no es otra cosa que un apartheid ampliado. Por si fuera poco, los cinco niveles autonómicos propuestos se diluyen en las atribuciones expresas que se le dan al «órgano ejecutivo». Todo el poder al Presidente y al Vicepresidente (por cierto, Morales haría bien en leer las nuevas atribuciones del Vicepresidente —art. 175—).

Eso y no otra cosa es lo que está en juego en esta negociación. Bastante más que la batalla verbal entre el Presidente, con un evidente toque autoritario, que se siente ganador y los alicaídos prefectos, que tras la cantidad increíble de errores y excesos cometidos en las últimas semanas, caminan sin rumbo.

Que la nueva Constitución sea un pacto social, no un ajuste de cuentas con la historia. Ni más ni menos que eso.