Crece la impaciencia por la tierra en Pando

Tensión. Los cientos de campesinos chapareños que fueron a esa región están ansiosos por trabajar las 44.000 hectáreas prometidas y que aún no fueron divididas.

Campesinos y profesionales en el grupo. Villa Fátima muestra otra cara de la colonización

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Zona. Decenas de carpas están levantadas en medio de una zona boscosa. Los colonos utilizarán la madera que quedó en el aserradero para construir sus casas

El Deber

Pablo Ortiz. Pando

Vine a sentar soberanía, dice Nicolás Ojeda, un potosino sonriente que se cubre del sol inclemente del mediodía con una gorra azul. Hasta hace una semana vivía en Yapacaní, donde recolectaba mandarina en los chacos de otros colonos y el resto del año se ganaba la vida como podía. Por eso, a sus 34 años, se mantiene soltero. Le ofrecieron un pedazo de tierra en Pando y dice que está feliz, pero también ansioso, porque le dijeron que tendría tierra en cuanto llegue a la comunidad Bernardino Racua, el nuevo asentamiento del Gobierno en Pando.

Como él, muchos de los 350 colonos que llegaron hace una semana hasta el municipio de Santa Rosa del Abuná creen que han venido a cultivar la tierra y quieren que de una vez le den su chaco para empezar a sembrar. Sin embargo, su actividad principal será, según el Gobierno, preservar el bosque, recolectar castaña y otros frutos silvestres, y, sobre todo, sentar presencia del Estado aquí, literalmente en medio de la nada.

“Vinimos a sentar soberanía”, dice Víctor Adrián Rivera, el coordinador de dirigentes del nuevo asentamiento que no se despegó del equipo de EL DEBER en las dos horas que permitieron hablar con la gente. Para entrar en Bernardino Racua, primero se debe sortear una tranca improvisada por los colonos y los soldados. La policía sindical y los conscriptos llevados por el Ministerio de Defensa desde Puerto Rico se encargan de la seguridad del lugar. Les han dicho que estén alertas y temen que los cívicos de la oposición o los ‘empresarios brasileños depredadores de los recursos naturales de Bolivia’ los ataquen. Rivera repite una especie de manual de dirigencia sindical. Dice que tiene que servir a la comunidad, que aquí la vida es buena y pronto verán los frutos de su trabajo. Pero, en cuanto ubica a Carlos, un taxista paceño que vive hace 12 años en Cobija, le pregunta cuánto le costaría un viaje expreso hasta la capital de Pando. “1.200”, le responde Carlos, tratando de desanimarlos y les aconseja contratar un micro que venga cada tanto a sacarlos del lugar.

La dirección de Bernardino Racua se dice fácil: de Cobija se toma la carretera hacia Puerto Rico hasta llegar a Santa Elena. De ahí se desvía hacia San Pedro y se sigue hasta 1° de Mayo. Desde este punto son 15 km al sur hasta la entrada a las concesiones forestales, desde donde se debe avanzar 50 km. Sin embargo, llegar toma seis horas por un camino que comienza en una carretera de doble carril de asfalto y termina en una senda de cuatro metros.

Carlos es pesimista. Considera que los colonos no van a aguantar, que cuando llegue la época de lluvia quedarán aislados y se lo insinúa a Rivera. “Ahora tardamos seis horas, pero cuando llueva podemos tardar tres días”, le dice, para justificar su tarifa de Bs 1.200.

La temporada de lluvia en esta región puede darse entre noviembre y marzo. Es justamente en esa época en la que los colonos necesitarán mayor contacto con el ‘mundo exterior’, ya que es el periodo de recolección de castaña, lo único que les puede dar ingresos económicos por ahora.

En la mayor parte de Pando esto se suple con la navegación, pero eso no es posible en Bernardino Racua. Tienen un pequeño arroyo de no más de tres metros de ancho que pasa por la comunidad. De ahí obtienen el agua que es llevada a un tanque de fibra de vidrio que era propiedad del aserradero. En el mismo lugar, los colonos lavan su ropa y se bañan. El río navegable más cercano es el Abuná, que está a unos 50 kilómetros del asentamiento, sobre la línea fronteriza con Brasil.

Hay otra encargada del campamento. Se trata de Silvia Mejía, una ingeniera forestal que trabaja para el Viceministerio de Tierras. Ella insiste en que este asentamiento no es sólo responsabilidad del Gobierno, sino que es un trabajo coordinado con el municipio de Santa Rosa del Abuná y la Prefectura de Pando, y que mantendrán transitable el camino. Consultada sobre cuándo le entregarán la tierra para que comiencen a trabajar, explica que se encuentran en una fase de desarrollo habitacional de la zona y cuando ésta concluya, se les explicará cómo se repartirán las 44.000 hectáreas entre las siete comunidades. “Nos guiaremos con el calendario agrícola”, dice. Eso implica que comenzarán a recolectar castaña desde finales de octubre y así conseguirán sus primeros ingresos. Ya para ese entonces deberá estar concluida la fase habitacional, que implica la fundación de siete comunidades con nombres como Villa Oriente, Las Castañas, Bolívar, Sucre y Mamoré.

No será una tarea fácil, deberán escoger los cuadrantes adecuados para asentarlas en un área equivalente a casi tres veces la mancha urbana de Santa Cruz de la Sierra y para lograrlo deberán tumbar algunas hectáreas de monte alto. Luego, tendrán que construir 50 casas de madera en cada una de ellas, antes de finales de octubre. Después, recién podrán volver al trópico de Cochabamba y traer a su familia. 

En Bernardino Racua, la mayoría son hombres, pero hay unas 30 mujeres que se dedican a cocinar y lavar la ropa mientras los hombres construyen las casas. Cuando las mujeres hunden sus cucharones en la sopa de arroz y fideo, cortesía del Gobierno y cocinada en enormes ollas tiznadas por el humo de la leña verde, los hombres se acurrucan en la mínima sombra del escampado de Bernardino Racua. Ha llegado el momento de irnos, no porque no haya más con quien hablar, sino porque Rivera se cansó de vigilarnos. Eso sí, antes pide que lo llevemos hasta la tranca, donde ordena que se anoten los datos de Carlos. No sabe cuándo lo podrá necesitar.

  Detalles 

Localización. Se encuentra a 245 km de Cobija, en la comunidad Bienvenido del municipio Santa Rosa del Abuná.

Agua. La recolectan con una motobomba desde un arroyo que está a 50 metros del asentamiento. Va hacia un tanque de fibra de vidrio que era propiedad del aserradero. La tratan con cloro.

Alimentación. Desayunan buñuelos o pito (ración seca a base de maíz). Almuerzan y cenan una sopa de arroz con fideo. Pescan para aumentar la dosis de proteínas. Tienen prohibido cazar.

Salud. Cuentan con cuatro médicos del Sistema de Salud Comunitaria Intercultural y una posta con un botiquín básico. Separan su basura entre orgánica e inorgánica, y la entierran.

Enfermedades. Se han disparado las infecciones respiratorias agudas, así como las atenciones por accidentes laborales. Están tratando de frenar las infecciones intestinales. Los médicos están preocupados por las infecciones urinarias, producto de dormir en el suelo.

Educación. El Gobierno quiere que las siete comunidades no se dispersen para ofrecerles servicios básicos. Las escuelas, según les han dicho, comenzarán a funcionar en febrero.

Seguridad. Cuentan con una compañía de 50 conscriptos, con relevos quincenales, llevados desde Puerto Rico. Además, ya tienen policía sindical, que vigila el perímetro. Para estar seguros de qué información levanta un equipo periodístico, dan un tiempo determinado y hacen seguimiento estricto a cada paso de los visitantes en la zona.

Campesinos y profesionales en el grupo

Pando. Los colonos extrañan la familia que dejaron y la señal de televisión que ya tenían en Chapare, pero la esperanza de que aquí tendrán tierra los hace soportar el intenso calor y la falta de condiciones

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Recurso. El río les provee el agua para beber y para bañarse. Algunos también tratan de pescar

No sólo hay campesinos sin tierra y migrantes de segunda generación, que pasaron de las minas a Chapare y de Chapare a Pando. También hay aquéllos que han escuchado el llamado de la selva y la necesidad de ‘sentar soberanía’ y han cambiado la ciudad, el título universitario y la Internet por un machete y el monte que parece infinito.

Uno de ellos es Sergio Joaquín Poma, un abogado que vivía en la circunvalación norte de Cochabamba y que asegura que está aquí porque sabe que el país ha perdido mucho territorio por tener despoblada sus fronteras. Mientras se saca una polera manga larga de tela sintética para quedarse en camiseta, dice, con animosidad de boy scout, que siempre le gustó el monte y que incluso ya ha entrado a él. Niega que haya tigres en la zona y se apura a aclarar que no les han dado armas y que lo único que tienen son machetes, picos y palas para construir su comunidad.

Junto a él está Javier Ugarte, un odontólogo, que asegura que hay otra abogada que ha dejado un sueldo de Bs 6.000 en la Fiscalía de Cochabamba para ‘sentar soberanía’. Dice que ya se han comunicado con vecinos de la zona, que la mayoría son brasileños que han llegado hasta la comunidad preocupados porque creen que serán echados por ellos.

“No venimos a sacar a nadie”, asegura. Es una frase como muchas otras que repiten casi todos los recién asentados en esas tierras calurosas de Pando.

Los días pueden hacerse muy largos

Demetrio Pillco es todo sonrisa y amabilidad. Acaba de dejar su puesto en la guardia de la tranca para ir hasta su carpa y buscar su plato metálico para comer. Tiene 25 años, luce una polera del Manchester United e invita a pasar a lo que hoy por hoy es su casa. Se trata de una carpa de campaña de tres por tres que comparte con otras cinco personas. Hay 70 como éstas en el campamento y al mediodía bien podrían funcionar como sauna. Es por eso que Demetrio se levanta a las 5:00 y se pone a trabajar. Durante el día hay mucho que hacer: se deben levantar chapapas para organizar los comedores, construir mesas y sillas con la gran cantidad de madera bien cortada que quedó en el aserradero. Pillco gasta el tiempo tratando de pescar algo para alegrar la austera sopa de arroz y fideos. Demetrio dice que hay poco con qué entretenerse. Extraña el sonido de la radio, su celular o la señal de la televisión por las noches. Todo eso tenía en Villa Tunari, pero acá tendrá tierra. Le han prometido que en uno o dos meses podrá volver a Chapare. Allí buscará una mujer para que lo acompañe, porque reconoce que en Bernardino Racua será difícil formar familia.

Villa Fátima muestra otra cara de la colonización

Pando. Los 20 miembros de la familia Ramírez dejaron Riberalta por ofrecimientos de tierras de una OTB cerca de Cobija. Fueron engañados y ahora sobreviven recolectando basura

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Realidad. La familia Ramírez dejó Riberalta para buscar mejores días en Pando, pero los desalojaron en poco tiempo.Hoy busca sobrevivir en la pobreza

Eusebio Ramírez tiene 68 años y no sabe qué es la renta Dignidad y mucho menos la jubilación. Hace ocho meses decidió dejar Riberalta para venirse a Pando, porque un hombre le dijo que aquí había tierra para trabajar, que el frejol se daba tan grande como los granos de maní y que los racimos de plátano daban para alimentar a un regimiento. Eusebio tomó sus cosas, a los 20 miembros de su familia y se vino a trabajar a Barsola, un chaco a unos 20 km de Cobija, que creía suyo.

Junto a sus hijos Freddy y Ronaldo, sembró yuca, plátano, arroz, palmito, frejol y maíz, pero cuando estaban a punto de levantar la cosecha, el mismo hombre que les ofreció tierra les dijo que el terreno en realidad era de su hermano y los botó con las manos vacías. Él cosechó lo sembrado por los Ramírez en Barsola (así se llama el chaco), que no encontraron otra solución que arrimarse a la comunidad Villa Fátima.

Freddy cuenta que los dejaron quedarse porque sus hijos estaban en la escuela. Les dieron un lugar para que armen sus casas, pero nada más. “Cuando uno entra a una comunidad, los otros le ayudan. Pero acá es a vivir con lo que uno pueda hacer por sí mismo”, se queja.

Con 20 bocas que alimentar, el hambre no espera a que los jocos que sembró en su patio crezcan para poder hacer sopa, así que Eusebio, Freddy y Ronaldo decidieron recolectar metales del basurero de Cobija que la Alcaldía ha instalado justo frente al ingreso de la estancia de Leopoldo Fernández.

Con una temperatura que supera los 35 grados, las moscas persiguen con insistencia el rostro y los brazos de Feddy y su familia, que hurga entre la basura buscando latas de cerveza, baterías de plomo o cables de cobre para poder vender. Cada vez que llega un camión el griterío comienza. “Corré hijo, cogé ese cartón de una vez. Apartate vos Lillo, no estorbés, dejá a tu hermano”, ordena la mujer de Freddy.

¿Venden también cartón?, se le pregunta. “No, es para poner paredes a nuestras casas”, dice Freddy, que viste una camisa manga larga para cuidarse de las moscas y un crucifijo dorado con piedras de imitación que sacó de la basura.

Mientras sus hijos y nietos lidian con los suchas en busca de metales, Eusebio cuenta que hace unos años le dieron unas cuantas hectáreas en la carretera entre Riberalta y Cachuela Esperanza, pero que esa tierra estaba tan cansada que el frejol crecía chiquitito y los racimos de plátano eran más pequeños que los de guineo. Cuando lo que producía la tierra no alcanzó para alimentar a su familia, decidieron irse a Riberalta para trabajar como zafreros de castaña en alguna beneficiadora.

La crisis de este año los dejó sin trabajo, por lo que decidieron mudarse a Pando.  Ronaldo cuenta que no tienen día de descanso, que la familia recolecta latas domingos, feriados y a veces hasta de noche. Le pagan Bs 1 por el kilo de plomo, Bs 1,50 por el de aluminio y Bs 5 por el de cobre. “Sacamos dos, tres, hasta ocho kilos por día, pero eso no alcanza para hacer estudiar a los pelaos. Esto no es vida. Los niños se enferman y el otro día creí que mi mujer se había muerto. Tuvo un desmayo de hora y media”, se queja Freddy, que asegura que sólo espera a que sus hijos terminen la escuela para volverse a Riberalta.

Hay tres miembros de la familia que no participan de la recolección. Una es doña Irma, esposa de Eusebio y madre de Freddy y Ronaldo, que se queda en su casa lavando la ropa de toda la familia y de alguna gente de la comunidad. Las otras dos son Patricia y Alelí, hijas de Freddy. Patricia está tendida en una enorme chapapa de tres plazas en la que duerme casi toda la familia. Tiene 12 años, está en 5° de primaria y lee su texto mientras Alelí, de nueve meses, duerme sobre una hamaca. Su casa es una choza con paredes de hule, colchas y cartones. Aquí, al igual que en la comunidad del Gobierno, también flamea la bandera boliviana. La diferencia es que los Ramírez no han venido a “sentar soberanía”, sino a buscar un pedazo de tierra para no morirse de hambre.

Demandan tierras para 1.500 familias

Los zafreros de Riberalta que retornaron de Pando el viernes pasado, exigen al Gobierno la dotación de tierras para 1.500 familias benianas y apoyo financiero para solventar las condiciones mínimas de supervivencia en la Amazonia boliviana. Ayer, luego de una reunión entre los 156 zafreros que volvieron a Riberalta, determinaron que, por el momento, no volverán a Pando y que esperarán una respuesta del Gobierno a su demanda.

El dirigente zafrero Alfredo Rodríguez informó que hoy se reunirán con una comitiva del Ministerio de Trabajo para delinear las condiciones contractuales para la recolección de castaña. En la oportunidad, entregarán su pedido de tierras para 1.500 familias a fin de que sea canalizado al Ministerio de Desarrollo Rural.

Mientras el director nacional del INRA, Juan Carlos Rojas, aclaró que para atender la demanda de los riberalteños es preciso hacer un estudio previo sobre las necesidades de la gente, ayer, el viceministro de Tierras, Alejandro Almaraz, señaló que no hay agrupación social alguna que se oponga al plan de asentamientos que desarrolla el Gobierno en Pando. /HU

El Gobierno sabe que están allí

Cuando a Freddy se le pregunta si ellos aceptarían un pedazo de monte propio para recolectar castaña, se le iluminan los ojos y Ronaldo salta. “¿Un pedazo de monte junto a los ríos para sacar castaña?, ¡claro! Nosotros ya hemos ido a Manuripi y por el Orthon”, dice el joven, de 17 años.

A Freddy le importa muy poco la política o que el Gobierno esté trayendo gente de Chapare a Pando. Está agradecido con el quintal de arroz, los 40 kilos de azúcar y los ocho tarros de aceite que una vez le trajeron soldados de la Naval, pero se enoja cuando recuerda que el único contacto que en estos ocho meses ha tenido con la Prefectura fue cuando vinieron a preguntarle si estaban en Pando para tomar tierras. “Lo que queremos es un poco de tierra para volvernos estables. Vamos donde nos digan”, implora Freddy, de 49 años y siete hijos por educar.