Póker de ases

Juan Goytisolo

Juan-goytisolo Hay un cuarteto de jefes de Estado cuyas disimilitudes no excluyen una secreta afinidad. Actúan en contextos políticos y culturales distintos, pero el hilo invisible que les une es más fuerte que los desacuerdos. Todos ellos han convertido sus Gobiernos en una permanente exhibición de sus egos y talentos. Desempeñan sus respectivos papeles como actores ante un anfiteatro abarrotado. Los medios de comunicación multiplican al infinito su representación cotidiana. El Estado son ellos, y punto final.

El primer miembro del cuarteto ha transmutado su vida conyugal en permanente espectáculo. Tras un periodo de amor y desamor con su primera esposa, a la ruptura de la pareja por esta estrenó una telenovela con una cantante y modelo mimada por las revistas del corazón. La foto de ambos empapela los quioscos de periódicos y, gracias a los consejos de un asesor de imagen, la diferencia de estatura entre ellos se compensa con el tacón del calzado presidencial y las poses en diferentes peldaños de la escalerilla del avión o de los escalones majestuosos de su residencia. Existe un gabinete escogido a dedo, pero quien gobierna es él. En tiempos de crisis, paro e inquietud social reivindica una identidad nacional ajena al anticuado concepto republicano de ciudadanía, establece oportunos distingos entre compatriotas antiguos y nuevos, adopta medidas aplaudidas y rentables contra la población errante con la vista atenta a las encuestas. Cuanto hace y deshace responde a su noble propósito de repetir el mandato. Aunque no se le conocen aficiones literarias ni filosóficas encarna el personaje representativo de la sociedad radiografiada por Guy Débord.



El segundo -el Caballero del peluquín y la cara laboriosamente rehecha, mezcla de los héroes de Saviano y del Gatopardo- asume magistralmente el papel de Padre y Padrino de sus paisanos. Fabula con la naturalidad del que practica este arte a conciencia. Aconseja invertir en su país porque las secretarias tienen las piernas más bellas de la Unión Europea. Es experto en líos de faldas y fiestas con velinas. Pacta por partes iguales con la Camorra y la Iglesia. Sus electores lo saben y le adoran. Quisieran ser como él y lo toman de ejemplo: del rostro que desearían ver reflejado en el espejo. Ha logrado privatizar para sí los medios audiovisuales, la judicatura y, a fin de cuentas, el Estado. Los lances miríficos asociados a su figura, acrecen su fama y fortuna. Sus cuentas bancarias dicen los resentidos, son portentosas. Mas, si la gracia divina blanquea las almas, ¿por qué los bancos asociados con él y a la Silla de Pedro, no podrían blanquear a su vez el dinero?

El tercero tiene mucha afición a los uniformes enmedallados y a la vestimenta tradicional del desierto. Viaja con sus jaimas y se instala en ellas en las capitales europeas que visita. Reúne en la suya congresos con centenares de intelectuales venidos del mundo entero para analizar el libro que condensa su profunda doctrina. Recibe a 800 jóvenes reclutadas por una agencia de servicios y las exhorta a convertirse a la verdadera religión. Justamente indignado por la afrenta a su hijo de la policía ginebrina, propone el razonable desmembramiento de la Confederación suiza -en función de la lengua hablada en sus cantones- entre sus tres Estados vecinos. Prodiga sus sabios consejos a otros líderes y se erige en Jefe natural del Continente. Desmonta conjuras de perversas enfermeras búlgaras y posa ante la nube de fotógrafos y cámaras que cubren sus discursos e inauguraciones. El pueblo entero le ama y se siente orgulloso de él.

El último de la enumeración, pero no en talento, vive en la tele. Su imagen ocupa la pantalla durante horas seguidas. Vestido de camuflaje o con la camiseta roja de su Movimiento, habla y habla de sí en tercera persona, exalta su magna labor social, invoca como una salmodia el nombre sacrosanto del Libertador, denuncia los siniestros complots del Enemigo, convierte su mandato en un plebiscito diario, vive en un perpetuo baño de multitudes, bate todos los récords de arengas sin que le falle la voz. Es el ubicuo por excelencia. Su yo es el de la Nación.

Al cuarteto de ases descrito podría agregarse de coletilla el astro que brilló en las Azores y no se resigna a desaparecer de nuestro firmamento. Es el héroe de la reconquista del islote del Perejil; quien reprochó justamente a los árabes que no le hubieran pedido perdón por haber invadido España hace 13 siglos; el que propuso el ingreso de Israel en la OTAN en cuanto centinela de Occidente ante la estupefacción de sus propios huéspedes; y el que acudió patrióticamente a dar leña al moro, aunque por desdicha con retraso, en la frontera de Melilla. Su ego, como el anillo de Saturno, no cabe en el planeta Tierra, y todo eso provoca entre los suyos entusiasmo y admiración.

Dejo a los lectores poner nombre a los integrantes del cuarteto, y a quien figura en quinto lugar, como un bien calculado estrambote poético.

El País – Madrid