El lenguaje

Marcelo Ostria Trigo

MarceloOstriaTrigo1-110x110 Hace poco, Rodrigo Guerrero mencionaba que la mayoría de los estudiosos creen que los humanos comenzaron a utilizar el lenguaje antes de las grandes migraciones africanas hacia Europa, hace 50.000 años, y señalaba que «nadie niega (…) que el lenguaje es característica exclusivamente humana». «Gracias al lenguaje –añade– podemos vivir en sociedad, declarar el amor y también la guerra». («Cuidado con el lenguaje». El Colombiano. Medellín, 21.06.2010).

Es cierto: el don de la palabra, nos distingue. Es el basamento para trasmitir valores culturales y morales, recuerdos y conocimientos, así como sueños, ansiedades, esperanzas, creencias, convicciones, anhelos, querencias y aversiones; todo esto –y más– que la magia de la palabra hace aflorar de nuestro fuero interno. Pero también, como todo, tiene una contracara: es la manera de soltar lo peor de la nuestra naturaleza humana: odio que hiere, venganzas, envidia e intolerancia.



Seguramente lo que Francisco Pina Polo de la Universidad de Zaragoza llama «lenguaje de la invectiva» en un ensayo histórico que debela una perversa aversión de Cicerón contra Clodio, la misma que se encuentra ahora, aunque con mayor frecuencia en las contiendas políticas. El académico y filólogo español Manuel Seco, citado por Enriqueta Antolin (El País, Madrid, 27/01/1981), dice que «los políticos, salvo honrosas excepciones, se expresan con abandono y vulgaridad. Parece que con ello quieren dar la sensación de que están con el pueblo, y de lo que realmente dan sensación es de que son unos ineptos». Por su parte, Antolin afirma: «Con la pedantería, (los políticos) tratan de ocultar, en ocasiones, la vaciedad de los contenidos de sus ideas». Es cierto que lo anterior es una generalización, pero resalta ante la mesura de unos pocos.

Disentir, ahora, es tomado como una blasfemia. No es raro escuchar los denuestos, con el afán de conseguir una dudosa devaluación de la imagen de un ciudadano, que comete el gran «pecado» o la blasfemia de oponerse al «proceso de cambio», como si se tratara de la negación de un dogma religioso o de los valores republicanos –ahora del Estado plurinacional. Pero esto no queda ahí, se usan gruesos insultos, temerarias acusaciones, como armas de la contienda política, sustituyendo así la confrontación democrática de las ideas.

Este estilo de confrontación verbal que se hace cada vez más procaz, lleva a reacciones que se orientan a negar cualquier mérito de quien no comparte las ideas del oficialismo.

Mario Vargas Llosa, Premio Nobel de Literatura 2010, tiene una clara y bien definida concepción política, y la expone. Cree, basado en hechos, que hay regímenes en nuestro continente –y los señala- que no son democráticos, que no respetan la libertad ni los derechos de sus ciudadanos. El escritor laureado, sin embargo, sustenta sus concepciones, sin adjetivos insultantes –no los necesita, pues le basta su dominio de la palabra. No se recuerda que este laureado escritor se haya referido a un boliviano como ignorante ¡y vaya que hay algunos que lo merecen! Pero ya se ha puesto en evidencia la repuesta cerril. Es una de las características de los autócratas. Cuando reclama respeto por la democracia ya desnaturalizada, como lo hizo Mario Vargas Llosa en su soberbio discurso pronunciado en Estocolmo, se despierta la inquina de los aludidos: los que integran los regímenes de algunos países latinoamericanos que van camino al despotismo.

Pero ninguna expresión soberbia y torpe, va a conseguir que se tuerzan los hechos. Es más: lo que enfurece a los autoritarios, es que se les señale errores y desatinos, que los hay y graves. Para ellos, esto es un “delito”, nada menos que de traición o de lesa Patria.

Afortunadamente para la memoria colectiva, quedan registradas las expresiones abusivas que recuerdan el sabio aforismo popular: «Palabra suelta no tiene vuelta».