Gaddafi, de la esperanza al crimen

Juan Claudio Lechín

el_escritor_juan_claudio_lechin En sus discursos, Gaddafi se ufana de haber dado muerte a cientos de manifestantes. Fidel Castro y Evo Morales lo apoyan. Chávez es “su hermano revolucionario”. Hay, sin duda, consanguinidad ideológica entre ellos.

En 1969, el coronel Muamar Gadafi no pudo soportar ver a su rey, Idris I, despilfarrar groseramente el dinero del pueblo en un casino, y lo derrocó. Resultaba esperanzador que un joven militar, con conciencia social y seguidor de Nasser, tomara el poder en el desértico país norafricano.



En 1973, ayudó a promover el alza de los precios del petróleo, cosa que benefició a los países productores y golpeó a las trasnacionales. Pero el petróleo es un territorio de cuidado. Los colmillos más afilados del planeta se nutren de él. Los republicanos, tan cercanos a este negocio, durante la administración Reagan, lo detectaron financiando movimientos políticos subversivos y el director de la CIA, Max Hogel, presentó un plan para derrocarlo y asesinarlo (Newsweek, 3/08/1981). Había indudables motivos para hostigar a Gaddafi, pero también existían, como recientemente en Iraq, intereses privados norteamericanos involucrados. Aviones de Estados Unidos derribaron aviones libios y vino el bloqueo económico.

La ira del caudillo bereber se desahogo contra inocentes. A través de Abu Nidal realizó atentados en los aeropuertos de Viena y Roma, la discoteca La Belle de Berlín, e hizo estallar en pleno vuelo a los aviones de Panam 103 y UTA 772, sin sobrevivientes. Fuera de muchas otras bajezas.

En Libia, instauró un régimen fascista. El fascismo —no como insulto sino como fenómeno histórico—, considero que es la instauración de una monarquía absolutista por parte de un caudillo plebeyo, generalmente militar o militarista. Destruye toda institución liberal, democrática y ciudadana, y retorna al pueblo a una dependencia feudal del caudillo (dueño del Estado). Suelen disfrazar este proceso pragmático de toma del poder absoluto, con una fantasía redentora. Mao escribió el libro rojo como catecismo político. Gaddafi hizo el verde.

En el modelo está la consanguinidad con los caudillos absolutistas latinoamericanos. Fidel Castro, camufló su autocracia con una Asamblea Nacional elegida brumosamente, Gadafi hizo el Consejo y el Comité General Popular, afluentes todos de la misma farsa congresal que fue el Gran Consejo del Fascismo de Mussolini. Detrás de la palabrería, con nombres populares y democráticos, está el mando omnímodo del caudillo.

Tan fuertemente monárquicos son estos caudillos plebeyos —otrora héroes de la juventud—, que cuando finalmente deben armar sucesión para sus gobiernos vitalicios, jamás piensan en elecciones libres sino en herencia de sangre, como los Habsburgo o los Capeto. Castro nombró a su hermano, Gadaffi a su hijo.

Y como monarcas, viajan con séquito de quinientas personas y cocinero propio pues llamándose “revolucionarios”, sus paladares solo soportan dietas de celebrities.

Gadaffi adereza su terrorífico mandato con un harem, una guardia amazónica compuesta por 200 vírgenes entrenadas en artes marciales y manejo de armas. ¿Socialistas? ¿De izquierda? Lo cierto es que los pueblos ya no soportan sus tiranías.

El Comercio – Lima