La revolución árabe

Álvaro Vargas Llosa

AlvaroVargasLlosa1 La rapidez y la amplitud de los acontecimientos que se desarrollan en el mundo árabe han descolocado por completo a los servicios de inteligencia, las cancillerías y los estamentos militares de los países occidentales, lo mismo que a Israel. Nadie previó que una protesta por la inmolación de un tunecino, Mohamed Buazizi, de los tantos que llevaban semanas manifestándose contra el dictador Zine el-Abidine Ben Ali desencadenaría una revolución en Túnez, que daría al traste con una dictadura de tres décadas. Nadie previó, tampoco, que esa revolución ocurrida en un país pequeño, que era considerado una anomalía por su alto grado de secularización, provocaría un efecto dominó que está al borde de desalojar del poder a Hosni Mubarak, el gobernante de Egipto, el país árabe más importante desde el punto de vista cultural y estratégico, y tiene en jaque a la monarquía jordana y a la autocracia militar yemení, bajo fuerte presión al genocida de Sudán y a la defensiva a la dictadura argelina.

Lo que sucede no es difícil de entender, aunque sea de pronóstico muy reservado el desenlace final. El mundo árabe sólo contaba con una democracia, la del Líbano, que sin embargo, está fuertemente influida por la milicia radical de Hezbollah y arrastra una historia de guerra civil no del todo resuelta. Se pensaba que en el resto del mundo árabe la disyuntiva era simplemente la dictadura militar pro occidental o el islamismo integrista. De allí que Estados Unidos y Europa se contentaran con hacer invocaciones democráticas rituales, pero mantuvieran un férreo apoyo a Egipto, Jordania, Argelia, Marruecos e incluso Yemen, donde el gobierno colabora en la lucha contra Al Qaeda, así como los países del Golfo, cuyas monarquías aseguran el suministro de petróleo. Mientras tanto, sin embargo, las noticias de los cambios que tenían lugar en el nuevo milenio fueron llegando a millones de personas, especialmente los jóvenes, en todo el mundo árabe a través de las redes sociales, el comercio y otras vías. El lento ascenso de un gran número de árabes a la clase media baja por efecto de la globalización -que esas autocracias no pudieron evitar que se les colara por las rendijas- fue mucho más importante de lo que se percataron los observadores del exterior. Una generación de árabes que entendía claramente que la estabilidad que garantizaban las dictaduras era falsa y que no era cierto que la única alternativa fuera el califato medieval, esperaba su oportunidad.



Ellos vieron con frustración cómo las naciones más libres y modernas apuntalaban a sus dictadores, porque las proclamas de libertad para el mundo árabe sonaban ingenuas frente a las prioridades mucho más urgentes del orden internacional. Pero ellos sabían mejor que nadie que la estabilidad era engañosa, porque la aparente aquiescencia social que décadas de brutal represión habían conseguido se debía mayormente al miedo. La revolución que está en marcha en el mundo árabe era cuestión de tiempo. Al igual que las sociedades de Europa Central y Rusia, que se rebelaron contra el comunismo, y los chinos de Tiananmen, los árabes están hartos de ser gobernados por satrapías.

Lo que sucede, sin embargo, plantea dos graves problemas: el futuro de Egipto, país neurálgico en la región, y la actitud que deben adoptar Estados Unidos, Europa e Israel.

Egipto ha sido el país clave desde los años 70 por su importancia estratégica. Al firmar la paz con Israel, en 1979, Cairo dio un giro radical a la situación del Medio Oriente. Hasta entonces se habían producido tres grandes guerras entre árabes e israelíes, desde 1948; por su tradición cultural, posición geográfica, tamaño e influencia en la zona, Egipto era la nación más peligrosa para Tel Aviv. Al firmar la paz, provocó un vuelco en el mundo árabe. Jordania acabó firmando su propia paz con Israel, otros mantuvieron una convivencia incómoda pero real con Tel Aviv y desde entonces, Irán pasó a ser el gran enemigo, que sin embargo estaba también enfrentado a los árabes y por tanto, no suponía un peligro de aislamiento para los israelíes.

Con alguna excepción como la Libia de Gadafi y la dinastía siria, los regímenes árabes por lo general llevaban la fiesta en paz con Israel, aun si retóricamente condenaban el sionismo y defendían a los palestinos. Incluso, el Irak de Saddam Hussein servía a los intereses de Israel antes de la ruptura con Occidente, pues era quien mantenía a Irán a raya.

Israel se preciaba, en todo este tiempo, de ser la única democracia de la región y de representar en soledad los valores liberales en el Medio Oriente. Y Estados Unidos usaba el mismo argumento para mantener el apoyo ingente a Israel. Hasta que, por fin, estalló la revolución democrática en el mundo árabe. Ahora Estados Unidos, Israel y Europa enfrentan el dilema angustioso: ¿ayudar a los revolucionarios a deshacerse de estas dictaduras putrefactas y correr el riesgo de que suceda lo mismo que en Irán, cuando el Sha fue reemplazado por los fanáticos antioccidentales del Ayatola Jomeini, o sostener a Mubarak y compañía y correr el riesgo de quedar desbordados por los acontecimientos, expuestos como hipócritas ante el resto del mundo y sin ascendiente sobre los regímenes que surjan en el futuro? Porque una cosa está clara: nadie, en Estados Unidos o Israel, cree que aun si los regímenes de fuerza sobreviven al embate por ahora, se sostendrán indefinidamente en el tiempo.

La forma en que están actuando las potencias extranjeras revela mucho acerca de su manera de procesar el dilema antes señalado. Israel ha apostado claramente por Mubarak. Muy vivo en el recuerdo de Tel Aviv está el hecho de que, tras retirarse su ejército del Líbano, Hezbollah pasó a ser la fuerza más poderosa de ese país (al punto que acaban de reemplazar al moderado Saad Hariri por un aliado, el empresario Najib Makiti). También, que en 2005, al abandonar Gaza, dejaron el terreno libre a los islamistas fanáticos de Hamas, que hoy dominan la franja. El riesgo de que Egipto, que tiene frontera con Israel, quede en manos de los Hermanos Musulmanes, la más poderosa organización islamista del Medio Oriente, tiene hoy un peso mayor en su ánimo que cualquier consideración democrática.

Turquía, la otra gran potencia de la zona, ha reaccionado de forma radicalmente distinta. Allí gobierna un partido islamista, el de la Justicia y el Desarrollo, que intenta demostrar desde hace unos años que se puede ser fiel a los valores del Islam y, al mismo tiempo, democrático. El primer ministro Recep Tayyip Erdogan, quien lleva unos años posicionándose como aliado y líder de la conciencia musulmana en el mundo árabe, ha respaldado sin ambages a los egipcios que intentan desalojar a Mubarak.

Estados Unidos, por su parte, empezó con una actitud muy ambigua, pero ha ido fortaleciendo su presión contra Mubarak y poniéndose del lado de los demócratas a medida que los acontecimientos en Egipto indicaban que el régimen está pendiendo de un hilo y es masivamente impopular, y que los líderes visibles, incluido el moderado Mohamed El Baradei, critican a Washington y sugieren que los norteamericanos podrían acabar perdiendo toda influencia en la zona.

Al interior de la propia administración Obama hay matices de diferencia. Desde el primer momento quedó muy claro que el vicepresidente Joe Biden apoyaba a Mubarak, a quien llamó "gran aliado" y de quien dijo que "no se puede decir que sea un dictador". En cambio, la secretaria de Estado, Hillary Clinton, ha ejercido presión contra Mubarak en varias ocasiones y ha pedido una transición "inmediata", denunciando los "inaceptables" incidentes contra periodistas y activistas de derechos humanos. Obama, que pareció muy vacilante al comienzo de las manifestaciones en Egipto, endureció su tono y su administración empezó a filtrar informaciones al New York Times, indicando que negociaba con parte del gobierno egipcio la salida de Mubarak y una transición ordenada.

El plan supone dar una salida digna a Mubarak y dejar en el poder al vicepresidente Omar Suleiman, ex jefe de los servicios secretos y aliado de Occidente, además de muy respetado por la calle egipcia. El conduciría el proceso electoral que en septiembre próximo desembocaría en la elección de un nuevo gobierno. También permanecerían en su lugar el teniente coronel Sami Enan, jefe de las Fuerzas Armadas, y el mariscal de campo Mohamed Tanwati, ministro de Defensa. Sin Mubarak al mando, cree Washington, esta fórmula permitiría evitar el vacío de poder que abriera puertas a una revolución islamista, al estilo de la iraní en 1979.

Sin embargo, varios elementos indican que no será posible excluir del proceso a los grupos de oposición islamistas, empezando por los Hermanos Musulmanes, cuya labor social, en muchos casos más eficiente que la del Estado, les ha dado gran arraigo en ciertos sectores. Además de que representan la fuerza mejor organizada y más antigua (fundada en 1928, la organización ha sobrevivido a pesar de estar proscrita), los actores moderados del conflicto carecen de base de sustentación propia para garantizar que haya una transición. El Baradei, Premio Nobel de La Paz y ex jefe de la Agencia Internacional para la Energía Atómica, ha pedido explícitamente que sean incluidos en un gobierno de unidad nacional o cualquiera que sea la fórmula empleada para la transición.

Desde otros lados de la zona, se mira con angustia lo que pueda suceder. El Rey Abdullah II de Jordania, otro gran aliado de Occidente, ha reemplazado al Primer Ministro Samín Rifai por el respetado Marouf al-Bakhit, con el expreso encargo de preparar una "reforma política", pero la presión de la calle continúa. En Argelia, Abdelaziz Buteflika ha levantado el estado de emergencia que imperaba desde hace 19 años y que había servido de pretexto para la persecución de la oposición. Recuérdese que la última vez que hubo un proceso electoral digno de ese nombre ganaron los comicios los radicales del Frente Islámico de Salvación y fueron anulados. En Yemen, el dictador Ali Abdullah Saleh ya ha anunciado que no irá a la reelección y no colocará a nadie de su familia en el poder para sucederlo, mientras que en Sudán -especialmente en Jartúm, la capital- ha habido manifestaciones contra Omar al-Bashir, aunque hasta ahora el régimen ha aguantado a pie firme. Y así sucesivamente.

Es prematuro concluir que estamos ante la versión árabe de la caída del Muro de Berlín, porque todavía les queda a algunos de estos regímenes mucho margen de maniobra y la unidad del aparato militar no acaba de resquebrajarse, como sucedió en Túnez. Pero una cosa aprendió el mundo de aquella transición: las revoluciones democráticas no siempre producen democracias. Hoy, son democracias las naciones de Europa central que estaban bajo el yugo soviético, mientras Rusia y las ex repúblicas soviéticas del Asia central son dictaduras con diverso grado de intensidad y apariencias distintas. Habrá que ver la inteligencia y visión con la que los nuevos líderes egipcios, si ese país logra liberarse de Mubarak, conducen el proceso de transición, y si Israel y Estados Unidos actúan de un modo que logre afianzar a las tendencias democráticas o más bien consiguen, por efecto de sus errores, impulsar a las corrientes del fanatismo anti-occidental.

En todo caso, la tiranía de Mubarak está en su cuenta regresiva y con ella es posible que la de medio mundo árabe. A Obama le toca hoy vivir acontecimientos tal vez no menos históricos que los que vivió Nixon con la apertura a China, Carter con la caída del Sha y Bush padre con el desmoronamiento del comunismo. Todavía hoy se debate si todos ellos estuvieron a la altura de sus respectivas circunstancias. Obama aborda las épicas jornadas del mundo árabe consciente de que a él le sucederá lo mismo.

La Tercera – Santiago de Chile