Más allá de una novela negra

manfredo-kempff-2Manfredo Kempff Suárez

Cuando en la madrugada del 16 de abril del 2009 un grupo de hombres embozados rompió puertas escandalosamente y abatió a balazos a Eduardo Rozsa, Árpad Magyarosi y Michael Dwyer, que dormían cada uno en su habitación en el hotel Las Américas, comenzó a escribirse en Bolivia una novela negra que algún día tendrá autor. Empezaba un drama producido en Santa Cruz de la Sierra, que no relataba un hecho policial de bandidos y delincuentes, sino que era parte de un maléfico plan político ajustado hasta el último detalle.

Los que dispararon a mansalva con sus armas modernas pertenecían a la UTARC de la Policía boliviana y los masacrados eran tres aventureros, crédulos, violentos, e irreflexivos, reclutados con engaño para crear la intriga más canalla que jamás pudimos imaginar en Bolivia. El jefe, Eduardo Rozsa, boliviano-húngaro, ex combatiente en las guerras balcánicas, fue la ficha más importante del tablero que armó el gobierno del MAS en su afán de destruir la “inteligentzia” cruceña, es decir su elite política, cívica y empresarial. No la destruyó hasta ahora, pero persiste en su intención y la humilla con enfermizo encono.



El gobierno masista, jurado enemigo de Santa Cruz, construyó una trampa para atrapar a su dirigencia. Sabía el gobierno andino-centrista que los cruceños le tenían mucha resistencia, hasta el extremo que le resultaba riesgoso, al propio presidente de la República, poner sus pies en Santa Cruz. Los masistas merodeaban lejos del centro de la ciudad, acobardados, y así era imposible consolidar el “cambio”. Resultaba vital despejar el camino y hacer que S.E. y sus seguidores tuvieran las puertas abiertas en el reducto más indómito.

¿En qué forma se podía doblegar a esta gente terca, orgullosa, que no comulgaba con el racismo aimara ni con la supremacía andina? Acusarlos de conspirar era una posibilidad. Denunciarlos de pretender matar a S.E. era otra. Pero ni lo uno ni lo otro iba a conmover a un pueblo como el boliviano acostumbrado a los levantamientos y las conjuras. ¿Qué más podía conmover al país? Ahí fue cuando se pensó en que lo único inaceptable, lo que llenaría de desprestigio a los cruceños, lo que uniría al resto de Bolivia en su contra, sería el separatismo. Desenterrar del pasado viejas ideas federalistas. Y ése era el momento apropiado, cuando Santa Cruz resistía sola e inerme el avasallamiento que bajaba de la cordillera y los valles.

Entonces se empezó a escribir apresuradamente la novela negra que culminó con tres muertos en el hotel Las Américas y con un centenar de personajes cruceños perseguidos y encarcelados. Se urdió un argumento magistral para el novelón, hay que reconocer. El Gobierno contactó astutamente a varios mercenarios inactivos, dispuestos a cualquier cosa, para que vinieran a Bolivia con el cebo de defender a Santa Cruz del acoso gubernamental, o en su defecto, encabezar un movimiento separatista. Ante la amenaza que se cernía sobre la ciudad, no fue difícil que el grupo tomara contacto con algunos cruceños dispuestos a no dejarse avasallar. Lo que no sabían ni los mercenarios ni quienes se les plegaron, era que el grupo estaba infiltrado desde antes de arribar a Bolivia porque, sin saberlo, eran marionetas del Ministerio de Gobierno.

Si los grupos represores del régimen sólo hubieran asesinado a sangre fría a Rozsa, Magyarosi y Dwyer, habría existido material para una novela negra de tipo policial. Pero la cosa fue mucho más allá. Matar a tres personas era lo de menos. Había que joder a los cruceños. Criminalizar a Santa Cruz era el plan central. Paralogizar a sus habitantes, sorprenderlos, atemorizarlos, culpando a sus cooperativas más representativas, citando a declarar, acusando y secuestrando a través de denuncias de esbirros pagados, a dirigentes cívicos, empresariales, militares, y al propio Gobernador, era el fin. Al mismo tiempo que se armaba un tinglado internacional donde se denunciaba que un grupo racista y oligárquico quería dividir a la República.

La movida del Gobierno tuvo éxito. Evo Morales dio la primicia de un fallido magnicidio e intento separatista, en Caracas, a Chávez y Raúl Castro, cuando los cuerpos de los acribillados estaban todavía tibios. Pese a que S.E. dijo que había ordenado actuar contra los tres mercenarios, quedó como una víctima. ¿Qué país iba a apoyar a un presunto grupo separatista? ¿Quiénes iban a poner en duda públicamente lo que decía el presidente de Bolivia que aún tenía credibilidad? El obediente perraje judicial inició, implacable, su tarea destructiva.

Ahora, con lo de El Viejo, Andrade, Clavijo, Núñez del Prado, los miles de dólares de gastos reservados para sobornar, por fin nos damos cuenta de que el Gobierno no sólo estaba dispuesto a asesinar a tres individuos, sino a muchos más si es que el plan les fallaba. El Gobierno llegó a tal irresponsabilidad que pudo provocar una represión sangrienta en Santa Cruz. Pero la farsa ya está a la vista. El montaje es tenebroso. Sin embargo, el poder que todavía ostenta S.E. hace que la humillación prosiga y que el fiscal Sosa continúe anatemizando a los cruceños. ¿Hasta cuándo?