Principios… y silencios

Cayetano Llobet T.

cayetanollobet101_thumb1-110x110 Las guerras, además de ser tiempos de muerte, también son tiempos de ingenuidades. La crisis de Libia es uno de esos momentos en los que todos los protagonistas se ven obligados a la desnudez casi impúdica porque contiene todos los elementos posibles para contemplar cinismos, hipocresías, historias con olores fétidos, furias desatadas por déspotas sin límites, represiones, hambres, ansiedades, expectativas nunca satisfechas, hartazgos y rabias que encuentran fácilmente la calle y, con frecuencia, la muerte.

Y es que los pueblos van acumulando todo lo que no pueden sacar durante años, décadas y estallan contagiosamente. Las llamadas “revoluciones árabes” son la figura del volcán que en algún momento tenía que hacer erupción. Kurt Andersen, en Time, sostiene una interpretación que, entre todas las que se han dado, es la que creo más cercana a la realidad histórica: lo que está sucediendo en los países árabes es lo más parecido a las revoluciones democráticas europeas de 1848 contra las monarquías autoritarias. Esas revoluciones que fueron conocidas en su momento como “ La Primavera de los Pueblos”, fueron la suma, la ola de manifestaciones populares en toda Europa. No son movimientos estructurados en torno a una ideología, a una organización, a una religión. Son, simple y sencillamente, el rechazo a regímenes despóticos y corruptos y la exigencia de derechos y libertades… ¡así de sencillo!



Las cosas se complican cuando los fuertes, los grandes, los que han ayudado permanentemente a totalitarios y corruptos, que se han beneficiado de ellos, que los han halagado y mimado, que les han abierto las puertas de palacios y residencias, que han disfrutado de su amistad y de sus regalos, que han presumido siempre de sus valores democráticos y modernos, se encuentran con la rebelión de pueblos furiosos y dispuestos a reconquistar sus derechos mínimos. Es cuando las potencias se vuelven buenas y proceden a “las guerras justas”, Libia hoy.

Es el momento en el que los déspotas, los tiranos, los sátrapas totalitarios, acumuladores de riquezas increíbles, pretender volverse buenos. Los victimarios de sus pueblos se convierten en las víctimas de los fuertes de siempre. Y aparecen los voluntarios del totalitarismo, los amigos de Gadafi. Los que nunca quisieron condenar las dictaduras y más bien las vieron con cierta envidia. Lula da Silva llamando a Gadafi “líder y hermano”, Evo Morales, furioso contra la agresión a su amigo, Hugo Chávez diciendo “me consta que Gadafi no es un asesino” y condenando la intervención de un país en otro. No es por principio, desde luego, porque hay que recordar que fue el mismo Chávez, en 2008, el que, sin ponerse colorado, dijo que iba a enviar contingentes militares a Bolivia y que haría de este país otro Vietnam… ¿Ésos son sus principios de no intervención?

Hay una enorme ingenuidad en aquellos que piensan que las guerras se hacen por principios. Son los intereses los que impulsan los gatillos. La guerra misma es ya en sí un gran negocio. Que las aventuras bélicas se hagan en nombre de los pueblos es otra cosa. Los totalitarios usan el mismo argumento para justificar sus represiones y los aspirantes a dictadores para legitimar sus avances al totalitarismo. En el conjunto de imposturas destacan los silencios: los de aquellos que, de uno y otro lado, malos ayer, hoy buenos y viceversa, vieron y festejaron las tropelías autoritarias sin proferir la mínima protesta.

Silencios que se mantienen ante dictaduras más cercanas que las del mundo árabe. Silencios que, ya sabemos, se convierten en cólera… y en muertos.