Apología de los asesinos en serie

Álvaro Riveros Tejada

riveros_thumb Entre los misterios más inescrutables de nuestra existencia, están indiscutiblemente el nacer y el morir. El primero, por desconocer de dónde venimos y el otro, por ignorar hacia dónde vamos. Es decir: un pasado y un futuro eternos que enmarcan la vida, como un presente intangible, precioso, pero relativamente fugaz.

De ahí que en nuestro circunstancial paso por la vida, todos aquellos complementos generadores de ella, como las relaciones de amor a nuestros padres o progenitores, sean sinónimo de gratitud y veneración (salvo deshonrosas excepciones), afecto que se hace extensivo al prójimo y a la naturaleza. Por el contrario, todo aquello que tenga que ver con la muerte, despierta en nosotros sentimientos de temor, aversión y pesadumbre.



Este preámbulo se sustenta en los recientes hechos acaecidos en Pakistán, donde comandos de la marina estadounidense abatieron a Osama Bin Laden, uno de los asesinos en serie más crueles y demoniacos que ha existido en la historia de la humanidad. En su relativamente corta carrera criminal, más de 4000 personas inocentes murieron en atentados perpetrados por él, junto a las imágenes de terror y sangre que conmovieron al mundo y permanecen latentes en nuestra memoria, como los atentados en Nigeria, Tanzania, Yemen y las torres gemelas de Nueva York.

Mentes morbosas han querido que el presidente de los EE.UU. muestre el cadáver de este bribón, al igual que lo hicieron con el del Che Guevara en Bolivia, otro asesino que se había henchido de fusilar cubanos en la cárcel de La Cabaña, lo cual le mereció el apodo de “El carnicero de la Cabaña”, para luego ir a asesinar en Angola y rematar en Bolivia, donde más de 70 soldados fueron fríamente ejecutados por él, bajo su siniestra teoría de que: “Un pueblo sin odio no puede triunfar. El odio como factor de lucha; intransigente al enemigo, que impulsa más allá de las limitaciones naturales del ser humano y lo convierte en una efectiva, violenta, selectiva y fría máquina de matar…”.

Lo curioso del caso es que la imagen de esta suerte de anticristos, que se ceban con la sangre de sus víctimas indefensas, está dotada de un carisma y un semblante de inocencia, casi similar al que la iconografía religiosa utiliza para caracterizar a Cristo. Aún siendo estos bellacos: ateos, comunistas o fundamentalistas islámicos, se regodean al afirmar que Cristo era socialista y jamás convienen en que quizás el judío Marx deseaba ser cristiano.

Existe un común denominador entre estos criminales que raya con la típica cobardía del matón, matan y mandan a matar sin miramiento alguno, sin embargo, a tiempo de caer en manos de sus enemigos, siempre manifiestan que valen más vivos que muertos, fórmula que jamás aplicaron a sus víctimas cautivas. De ahí que querer reivindicar la muerte o la existencia de cualquiera de ellos es simplemente caer en una apología de los asesinos en serie.