Entre el miedo y la temeridad

Marcelo Ostria Trigo

MarceloOstriaTrigo_thumb1 “Hay muchos amigos que me han preguntado que si los toreros tienen miedo. La respuesta es que si…” (Luís Flores Moreno, 1918 – 1993). Y es natural que lo sientan, puesto que se trata de “un sentimiento provocado por la percepción de un peligro” y que, desde el punto de vista psicológico, es “un estado afectivo, emocional -necesario para la correcta adaptación del organismo al medio- que provoca angustia en la persona”.

Sin embargo, y pese a que el miedo suele ser una alarma de peligro, hay quienes corren riesgos, dominados por otro sentimiento –quizá más fuerte–, el de alcanzar o conservar el poder. En este caso nace la temeridad, la que lleva a la irresponsabilidad y al error de cálculo, e que impide percibir que se es vulnerable, lo que es tan notorio en los tiranos.



Se dice, con razón que, si bien el miedo es normal, la valentía radica en vencerlo. Esto lleva a preguntarse si los tiranos que fuerzan su permanencia en el poder, están conscientes de que se exponen a trágicas caídas, pagando aun con la vida su terco apego al poder. Es frecuente que los amenazados con ser derrocados, resistan violentamente las demandas de que pongan término a sus autocracias. Es la ansiedad de poder que les hace perder el sentido de la realidad. Siguen en la porfía de seguir como supuestos elegidos para gobernar eternamente. Hace tiempo, recordé un párrafo esclarecedor sobre el síndrome del déspota aferrado al poder: “La diferencia entre un gobernante demócrata y un gobernante con tintes totalitarios es que el primero piensa que es un servidor del pueblo durante unos años y luego debe retirarse, el segundo se cree un Dios griego en la tierra y aspira a morirse sentado sobre el sillón presidencial” (“Opina Sevilla, el blog de todos los sevillanos”, 08.10.2007).

La historia muestra muchos casos de esa extrema terquedad. Algunos de los dictadores tienen el tiempo y la oportunidad de salir del atolladero creado por ellos mismos. Otros, en cambio, pagan con su vida lo que es un enfermizo apego al poder, especialmente cuando es notorio que no tienen ni la confianza ni el respaldo ciudadano.

Hoy, hay ejemplos del delirio por el poder omnímodo, que resulta en miles de muertos. Son los casos de Túnez y Egipto y, para convencer al presidente de Yemen, Ali Abdullah Saleh, que abandone el poder –lo que no se ha concretado aún– fue también necesario que pierdan la vida cientos de ciudadanos. En esta ola de protestas, el extremo de crueldad y obstinación se da en Muamar Gadafi, que ya ha sacrificado a miles de libios y en Bashar al-Assad, el presidente de Siria, que heredó la dictadura de su padre, y que ha causado la muerte de cientos de sirios que buscaban vivir en libertad.

¿Es el miedo a pagar por sus culpas el que impulsa a estos sátrapas a cometer más crímenes? O, simplemente, son tan temerarios que no alcanzan reconocer que su derrota es inevitable.

Cobra trascendencia la observación sobre el convulsionado Medio Oriente de que “hay un elemento central que ni siquiera podemos empezar a captar: el crudo valor de hombres y mujeres -algunos apenas adolescentes- que se arriesgan a padecer torturas, golpizas e incluso la muerte sólo porque quieren una libertad que nosotros damos por sentada”. (Nicholas D. Kristof, columnista de The Times de Nueva York). Es una historia del valor de quienes vencen el miedo.

En verdad, esto no es nuevo; es parte de la historia, como también es cierto que los tiranos siempre caen.

Los de aquí, de nuestra región, deberían poner sus barbas a remojar.