Poder y soberbia

Marcelo Ostria Trigo

MarceloOstriaTrigo_thumb1 Se repite con mucha frecuencia la sentencia de Lord Acton: “El poder corrompe; el poder absoluto corrompe absolutamente”. Se repite menos que ese poder que corrompe, lleva al envanecimiento y al desenfreno. Se trata de la soberbia, el más grave de los siete pecados capitales que, según la Biblia, impulsó a Lucifer a su fallido intento de igualarse a Dios.

Es cierto que hay excepciones, pues algunos no sienten el mareo que suele causar el poder. Pero los que sí creen que están predestinados para llegar a la cima y quedarse allí indefinidamente llevarán a cuestas sus errores, sus excesos y sus tropelías, o sea, las propias del despotismo. Es que ellos caen en la “trampa del amor propio… muy por encima de lo que uno vale. Es falta de humildad y, por tanto, de lucidez. La soberbia es la pasión desenfrenada sobre sí mismo” (Enrique Rojas, catedrático de Psiquiatría. Universidad de Extremadura, El Mundo, 01/03/08). Y así fijan su destino: los “insolentes en la prosperidad” que terminan “abyectos y humildes en la adversidad” (Nicolás Maquiavelo, 1469-1527).



Es probable que esa soberbia sea producto de una deformación de la realidad, la que crea en el ‘jefe’ la convicción de que es infalible e invencible; deformación a la que contribuyen los seguidores dedicados a establecer una suerte de ‘culto a la personalidad’ –expresión de Nikita Khrushov, en su discurso de denuncia a Stalin en el XX Congreso del Partido Comunista de la URSS– que se expresa en la exaltación de las virtudes y la adoración del líder vivo. Este no es un fenómeno nuevo: ya César fue objeto de adoración en el Imperio Romano (46 a.C.) y, luego, muchos monarcas y dictadores, hasta nuestros días.

Es frecuente frenar cualquier duda con un definitivo e inapelable “el jefe ha dicho”; y no hay vuelta, no hay discusión, porque la discrepancia se vuelve, entonces, una herejía. Así va creciendo en el caudillo la soberbia incontenible, insensata, aventurera. Los errores se repiten, los abusos abundan y se exige acatamiento total, aun a la ilegalidad manifiesta.

Lo que precede es la cara externa, es decir, lo que aflora en el caudillo ensoberbecido que proyecta su altanería a sus seguidores. Pero ¿qué siente cuando da órdenes y sabe que en su nombre se abusa, se coarta derechos, se desvirtúa la justicia y se limita la libertad? ¿Qué siente el represor cuando arremete contra ciudadanos a los que ni siquiera conoce, pero que le han le han dicho que debe odiarlos? ¿Y qué piensan quienes, amparados por la arbitrariedad concedida, se valen de las instituciones –en esencia ya desvirtuadas– para acosar? Probablemente nada; la soberbia contagia y pierde a las personas y, finalmente, ocasiona ceguera: creen en la eternidad del poder y se confían en la impunidad. La convicción del soberbio endiosado es que no habrá caídas ni repudio, ni exigencias de justicia. Para él, la caída no es una posibilidad.

El caudillo endiosado, al ordenar persecuciones y limitaciones a la libertad ciudadana, no repara en la advertencia de don Quijote: “La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos, con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre; por la libertad así como por la honra se puede y debe aventurar la vida, y, por el contrario, el cautiverio es el mayor mal que puede venir a los hombres”. Se olvida también que, cuando los hombres se ven acorralados, nace la resistencia y se acrecienta el valor de los pueblos.

El Deber – Santa Cruz