Roger Cortéz Hurtado
De los conflictos que caen sobre la espalda del Gobierno, o los que el mismo se afán en atizar, el de mayor capacidad para afectar los cimientos y horizontes de los cambios realizados es el que compromete la unidad de los sujetos principales de este proceso histórico, indígenas y campesinos.
El inicial entusiasmo con que el proceso se identificaba con lo indígena y comunitario se ha ido desflecando, primero de a poco y luego a saltos, sin que la mayoría de los dirigentes del MAS parezca reparar en ello, dando paso a un viraje ideológico hacia lo práctico, comercial, estatista y con ilusiones industrialistas; estas últimas no por ineficaces menos vehementes.
La pugna sobre la construcción de una carretera que dividirá en dos el Territorio Indígena del Parque Isiboro Securé -TIPNIS– es el último paso de un recorrido, en el cual el Gobierno ha ido favoreciendo el interés de colonizadores, comerciantes, transportistas o de poderes externos, en desmedro de comunidades indígenas y de sus propios principios de “defensa de la madre tierra”.
La manera como defienden los gobernantes este cambio de preferencias y de ofensiva anti indígena rezuma desdén, incluso cuando procura adoptar un tono paciente y pedagógico, porque afirma que las peticiones o resistencias indígenas no serían más que el reflejo de imposiciones y manipulación de perversos ambientalistas que, obedeciendo a pérfidas e inconfesables instrucciones extranjeras, estarían obsesionados con frustrar los planes oficiales para desarrollar aceleradamente el país, para felicidad de todos.
Ese relato oficial no explica cómo así la lucidez y constancia indígena, base del triunfo del proceso constituyente y del ascenso a sus puestos de mando de los dirigentes masistas, se han convertido de improviso en docilidad infantil y estupor colectivo. Es imposible dejar de reparar que esos juicios, similares a los que ha usado contra obreros y trabajadores asalariados, son casi indiferenciables de la arrogancia discriminadora de los grupos dominantes del pasado.
El acierto decisivo y la carta de triunfo del MAS -en sus tiempos de “instrumento”- consistió en comprender el rol de campesinos e indígenas en una formación social como la nuestra y contribuir al rescate de su unidad. Pero, esa unidad trocada luego por una presunta y equívoca identidad (lo indígena-originario-campesino) omitiendo que lo campesino, en tanto fenómeno clasista, tiene raíces indígenas tanto como perfil propio, en tanto fuerza que genera y desarrolla relaciones asalariadas y que nutre la urbanización masiva, con todas sus derivaciones culturales.
Por encima de cualquier doctrina o argumento, el avance de los hechos está probando que indiferenciar a indígenas y campesinos en las palabras no aporta nada y contribuye más bien a que lo comunitario, ya sea como empresa o democracia, se convierta en retórica vacía, útil sólo para disimular la consolidación de un nuevo sector dominante, cada vez más ajeno a sus orígenes.
Negar o disimular contradicciones no las resuelve y termina por extremarlas. Las “tensiones creativas” entre la intangibilidad de los territorios indígenas y la presión por desguazarlos en el mercado de tierras terminarán por llevar a confrontaciones antagónicas, como ahora son combustible de una vorágine de corrupción.
Lo que pasa con el manejo de los problemas internos de lo que resta del bloque social transformador , se refleja también en las tareas incumplidas: la transformación productiva se ha reducido a la expansión del área de influencia económica estatal y a una precaria redistribución, que se estorban entre sí; la reforma estatal a una recomposición de sectores sociales que acceden a los puestos burocráticos del aparato estatal y al diseño de una estructura institucional hipercompleja, contenida ahora bajo un férreo control centralista y, por último, a una reforma moral e intelectual, circunscrita a la visibilización de los pueblos originarios, a algún avance de la equidad y a acciones inconclusas y dispersas contra la discriminación y el racismo.
El estancamiento y el retroceso no tienen por qué asumirse como inevitables. La transformación productiva, con empresas comunitarias que capten, canalicen y se asocien con inversiones para desarrollar agricultura orgánica en las zonas desérticas de las tierras altas, o con uso sostenible de recursos en las selvas tropicales; iniciativas que asocien a cooperativas de actuales beneficiarios de bonos y rentas con emprendimientos estatales, privados o mixtos, como base de una nueva economía con empleos dignos para dar soporte a todas las instancias autonómicas, es tan posible como el auténtico florecimiento de la participación democrática en todas sus variantes y una administración pública cada vez más diáfana y abierta. Si el futuro deja de concebirse como cálculo para apañar la merma de votantes, puede ser fecundo, creativo y estimulante.