Fernando Salazar Paredes*
Uno de los primeros acuerdos a los que se llegó en la primera reunión de gabinete del presidente Ollanta Humala fue la ratificación del embajador Allan Wagner como agente del Estado peruano ante la Corte Internacional de Justicia de La Haya, junto con todo el equipo que está a cargo de la demanda.
Adicionalmente, el canciller Rafael Roncagliolo anunció que el hasta la semana pasada ministro de Relaciones Exteriores de Perú, José Antonio Belaunde, fue designado como co-agente del Estado peruano para la demanda planteada en La Haya.
Esto es continuidad.
Posteriormente, el presidente Humala, a través de un mensaje dirigido con motivo del Día del Diplomático Peruano, consideró que su país necesita un servicio exterior activo en el compromiso de su Gobierno de llevar adelante una gran transformación social. Añadió que si la década pasada fue de fortalecimiento de la democracia con crecimiento económico, la presente década será la de inclusión social en beneficio de las mayorías postergadas. “Mi Gobierno está comprometido con llevar adelante esa transformación en nuestro país, en democracia. La política exterior no puede estar ajena a este gran reto”, expresó, dejando sentado que a su criterio, la diplomacia debe ser activa y contribuir a la redistribución del bienestar. Esto es cambio.
El mensaje que el nuevo Gobierno peruano está dando al mundo es de cambio, pero con continuidad. Es un mensaje de un Gobierno serio que refleja la madurez de un país en una gestión que se inicia.
En contraposición a ello, la estrategia de destruir todo para construir todo de nuevo evidencia, a su vez, la adolescencia de un Gobierno que carece de capacidad de reconocer que la continuidad es esencial para el cambio, especialmente en un contexto de pluralismo político donde la política exterior está, quiérase o no, condicionada por factores externos.
La madurez es el momento en que se alcanza el máximo desarrollo en una gestión pública. Se la logra no sólo por el transcurso del tiempo sino teniendo la habilidad –que sólo se la consigue con el dominio del conocimiento– de reconocer y fortalecer las cosas buenas del pasado, desechando –sin alharacas– lo malo. Ésa es la continuidad que hace que el cambio no sólo tenga credibilidad, sino que sirva, en efecto, a los intereses permanentes del país.
La adolescencia en una gestión pública refleja una etapa en que todo parece gris y en la que se tiene una suerte de sicosis que todo el mundo nos ataca y, para protegernos, también arremetemos, sin son ni ton. Lo subjetivo –que todos nos atacan– puede ser imaginario y lo objetivo –que nosotros retaliamos– es una realidad. De ahí la característica de la confrontación permanente que origina la discontinuidad que, consecuentemente, desacredita el cambio.
Antes nuestra política exterior, evidentemente, tenía muchas fallas, especialmente atribuibles a una dependencia extrema del poder hegemónico. Sin embargo, se habían logrado dos cosas que eran más fuertes que las coyunturas ya sea en dictadura o en democracia: había una doctrina internacional –buena o mala, es un tema abierto a la discusión– y una incipiente carrera diplomática, criticable desde varios aspectos, pero carrera al fin.
Hoy no tenemos doctrina ni carrera diplomática. Recorremos, en materia internacional, un camino poblado de improvisaciones, reacciones casi hepáticas y una soberana falta de recursos humanos que conozcan y practiquen el arte de la negociación.
Ello explica los circunloquios de nuestra política exterior. Hoy estamos bien, con uno, nos peleamos, luego queremos volver. Con el otro no estamos bien, pero voceamos que queremos estar bien, pero, en los hechos, hacemos todo lo posible para que estemos mal. Es una inequívoca adolescencia que afecta nuestros intereses.
Al haber borrado todo, porque subjetivamente se consideraba que todo lo anterior era malo, seis años después no se evidencia la capacidad necesaria ni los cuadros adecuados para hacer una gestión de política exterior. Navegamos a la deriva, sin continuidad y sin cambio. Es una especie de vacío donde se ha perdido la brújula.
Qué diferente hubiera sido que al inicio de este Gobierno, nuestra política exterior, y su instrumento la diplomacia, se hubiera asemejado en algo a lo que está haciendo Humala en Perú, es decir, hacer cambio con continuidad.
Dicen que la vida se divide en tres tiempos: el presente, pasado y futuro. De estos tres, el más breve es el presente. No obstante, el optimista en mí quiere creer que todavía tenemos tiempo en el presente para cambiar en el sentido de reencauzar nuestra política exterior superando la adolescencia y obrando con madurez.
Página Siete – La Paz