Apogeo y decadencia de Occidente

Mario Vargas Llosa

mario Vargas Llosa 2 En su ambicioso libro Civilización: Occidente y el resto, Niall Ferguson expone las razones por las que, a su juicio, la cultura occidental aventajó a todas las otras y durante 500 años tuvo un papel hegemónico en el mundo, contagiando a las demás con parte de sus usos, métodos de producir riqueza, instituciones y costumbres. Y, también, por qué ha ido luego perdiendo liderazgo de manera paulatina al punto de que no se puede descartar que en un futuro previsible sea desplazada por la pujante Asia de nuestros días, encabezada por China.

Seis son, según el profesor de Harvard, las razones que instauraron aquel predominio: la competencia que atizó la fragmentación de Europa en tantos países independientes; la revolución científica; el imperio de la ley y el gobierno representativo basado en el derecho de propiedad surgido en el mundo anglosajón; la medicina moderna y su prodigioso avance en Europa y Estados Unidos; la sociedad de consumo y la irresistible demanda de bienes que aceleró el desarrollo industrial, y, sobre todo, la ética del trabajo que, tal como lo describió Max Weber, dio al capitalismo en el ámbito protestante unas normas severas, estables y eficientes que combinaban tesón, disciplina y austeridad con ahorro, práctica religiosa y ejercicio de la libertad.



El libro es erudito y a la vez ameno, aunque no excesivamente imparcial, pues privilegia los aportes anglosajones, ningunea los franceses y, acaso, sobrevalora los efectos positivos de la reforma protestante sobre los católicos y los laicos en el progreso económico y cívico del Occidente. Pero tiene aspectos originales, como su tesis según la cual la difusión de la forma de vestir occidental por todo el mundo fue inseparable de la expansión de un modo de vida y de unos valores y modas que han ido homogenizando al planeta y propulsando la globalización. Por eso, con argumentos muy convincentes, Ferguson sostiene que la promoción del pañuelo y del velo islámicos no es una moda más, sino forma parte de una agenda cuyo objetivo último es limitar los derechos de la mujer y conquistar una cabecera de playa para la instauración de la sharía. Así ocurrió en Irán cuando los ayatolás emprendieron la campaña indumentaria contra lo que llamaban la occidentoxicación y así comienza a ocurrir hoy en Turquía, aunque de forma más lenta y solapada.

Ferguson defiende la civilización occidental sin complejos ni reticencias, pero es consciente del legado siniestro que también constituye parte de ella -la Inquisición, el nazismo, el fascismo, el comunismo y el antisemitismo, por ejemplo-, pero algunas de sus convicciones son difíciles de compartir. Entre ellas la de que el imperialismo y el colonialismo, sin atenuar matanzas, saqueos, atropellos y destrucción que causaron, fueron más positivos que negativos pues hicieron retroceder la superstición, prácticas y creencias bárbaras e impulsaron procesos de modernización. Tal vez valga para algunas regiones y ciertos tipos de colonización, como la de la India, pero difícilmente sería válido en el caso de otros países.

El libro dedica muchas páginas a describir la fascinante transformación de la China colectivista y maoísta del Gran Salto Adelante y la Revolución Cultural de Mao Tse-tung a la de un capitalismo a marchas forzadas, abriendo mercados, estimulando inversiones extranjeras y competencia industrial, permitiendo el crecimiento de un sector económico no público y de la propiedad privada, pero conservando el autoritarismo político. Ferguson destaca el poco conocido papel que ha desempeñado también en China, a la vez que su economía se disparaba y batía todos los récords históricos de progreso estadístico, el desarrollo del cristianismo, en especial el protestante. Las cifras que muestra en el caso concreto de la ciudad de Wenzhou, provincia de Zhejiang, la más emprendedora de China, son impresionantes. Hace 30 años había una treintena de iglesias protestantes y ahora hay 1.339 aprobadas por el gobierno (y muchas otras no reconocidas). Llamada la Jerusalén china, en Wenzhou buen número de empresarios asumen abiertamente su condición de cristianos reformados y la asocian estrechamente a su trabajo.

Aunque no lo dice explícitamente, deja entrever la idea de que el formidable progreso económico de China irá abriendo el camino a la democracia política, pues, sin la diversidad, la libre investigación científica y técnica y la permanente renovación de equipos que estimula, su crecimiento se estancaría y, como ha ocurrido con todos los grandes imperios no occidentales del pasado, se desplomaría. Si eso ocurre, el liderazgo que la civilización occidental ha tenido por cinco siglos habrá terminado y en lo sucesivo serán China y un puñado de países asiáticos quienes asumirán el papel de naves insignias de la marcha del mundo del futuro.

Las críticas al mundo occidental de nuestros días son muy válidas. El capitalismo se ha corrompido por la codicia desenfrenada de los banqueros y las élites económicas, cuya voracidad, como demuestra la crisis financiera actual, los ha llevado incluso a operaciones suicidas, que atentaban contra los fundamentos mismos del sistema. Y el hedonismo, hoy día valor incontestado, ha pasado a ser la única religión respetada y practicada, pues las otras, sobre todo el cristianismo, se encogen en toda Europa y cada vez ejercen menos influencia en la vida pública de sus naciones. Por eso la corrupción cunde como un azogue y se infiltra en todas sus instituciones. El apoliticismo, la frivolidad, el cinismo, reinan por doquier en un mundo en el que la vida espiritual y los valores éticos conciernen solo a minorías.

Todo esto tal vez sea cierto, pero en el libro hay una ausencia que, me parece, contrarrestaría su elegante pesimismo. Me refiero al espíritu crítico, que, en mi opinión, es el rasgo principal de la cultura occidental, la única que, a lo largo de su historia, ha tenido en su seno acaso tantos detractores como valedores y, entre aquellos, a buen número de sus pensadores y artistas más lúcidos y creativos. Gracias a esta capacidad de despellejarse a sí misma de manera continua e implacable, la cultura occidental ha sido capaz de renovarse sin tregua, de corregirse a sí misma cada vez que los errores y taras crecidos en su seno amenazaban con hundirla. A diferencia de los persas, los otomanos, los chinos, que, como muestra Ferguson, pese a haber alcanzado altísimas cuotas de progreso y poderío, entraron en decadencia irremediable por su ensimismamiento e impermeabilidad a la crítica, Occidente —mejor dicho, los espacios de libertad que su cultura permitía— tuvo siempre en sus filósofos, en sus poetas, en sus científicos y, desde luego, en sus políticos a feroces impugnadores de sus leyes y de sus instituciones, de sus creencias y de sus modas. Y esta contradicción permanente, en vez de debilitarla, ha sido el arma secreta que le permitía ganar batallas que parecían ya perdidas.

¿Desapareció el espíritu crítico en la frívola y desbaratada cultura occidental de nuestros días? Yo terminé de leer el libro de Ferguson el mismo día que fui al cine a ver la película Zero Dark Thirty, de Kathryn Bigelow, extraordinaria obra maestra que narra con minuciosa precisión y gran talento artístico la búsqueda, localización y ejecución de Osama bin Laden por la CIA. Todo está allí: las torturas terribles a los terroristas para arrancarles una confesión; las intrigas, las estupideces y la pequeñez mental de muchos funcionarios del gobierno; y también, claro, la valentía y el idealismo con que otros, pese a los obstáculos burocráticos, llevaron a cabo esa tarea. Al terminar este filme genial y atrozmente autocrítico, los centenares de neoyorquinos que repletaban la sala se pusieron de pie y aplaudieron a rabiar; a mi lado había algunos espectadores que lloraban. Allí mismo pensé que Niall Ferguson se equivocaba, que la cultura occidental tiene todavía fuelle para mucho rato.

El Deber – Santa Cruz