La megalomanía latinoamericana

Fernando Molina

fernando_molina Latinoamérica vive un momento económico tan extraordinario que los humos se han subido a las cabezas de sus líderes. Ahora éstos se dan el lujo de mirar desde arriba a las mismas grandes potencias que en el pasado trataban de cortejar. El embajador de Venezuela en la OEA, por ejemplo, atribuyó el interés que Europa tiene en su inminente reunión con la Comunidad de Estados Latinoamericanos y del Caribe (a la que asistirán los más importantes líderes del viejo continente) al hecho de que en esta región “está la plata” que en cambio falta en la zona euro.

Pero éste no es más que un caso entre muchos. He leído a académicos brasileños y argentinos concebir las relaciones de Latinoamérica con Estados Unidos y Europa como una graciosa concesión, porque a esta altura los latinoamericanos sólo deberíamos estar concentrados en los países emergentes.



Esta ridiculez es un síntoma del rebrote de la tradicional tendencia latinoamericana de sentirse “elegida” y a mirarse el ombligo. Las causas de tal rebrote están bien identificadas: por un lado, como hemos dicho, el insólito avance de los indicadores macroeconómicos de la región, los superávit en las distintas “balanzas” nacionales y en las cuentas fiscales, la liquidez interna y la poca necesidad de crédito externo, etc. Por el otro, el que los gobiernos presenten estos resultados como un mérito propio (“lo estamos haciendo bien”, “hemos aprendido las lecciones del pasado”), a fin de poder jactarse de ellos y sacarles rédito político.

Pocos reparan en que el crecimiento actual de Latinoamérica no es tanto el resultado de cambios internos (aunque quizá pueda llegar a impulsarlos en el futuro), como de que el mundo ha cambiado. Y lo ha hecho de una forma que, por cierto, ha refutado las antiguas teorías latinoamericanas sobre el desarrollo. Hoy nos estamos beneficiando de un proceso que nuestros teóricos no sólo no pronosticaron, sino que consideraban imposible. Con un poco de sabiduría, deberíamos tomar esto como una enseñanza.

La teoría latinoamericana de la dependencia, que era la última palabra del pensamiento social en los 60, decía que los países “periféricos” no iban a industrializarse de ninguna forma, porque se los impediría el imperialismo de los países “centrales”. Cincuenta años después, la novedad fundamental de la economía mundial es la industrialización asiática, la cual hala a las economías proveedoras de materias primas y, de paso, refuta un segundo postulado de la teoría dependentista, esto es, que toda crisis económica se zanja mediante la caída de los precios de las exportaciones tercermundistas (los ricos se resarcen de las pérdidas pasándoselas, por el vía de los precios, a los pobres). Esto, como se sabe, tampoco ha ocurrido.

Más aún, el tipo de desarrollo contemporáneo ha hecho naufragar al credo fundamental, básico, de los años 60, según el cual lo que Latinoamérica vendiera siempre sería menos valioso que lo que los países “centrales” le vendieran a ella; en otras palabras, que los “términos de intercambio” comercial entre materias primas y bienes industriales necesariamente desfavorecerían a las primeras.

No exagero si digo que éste era el cimiento sobre el que se apoyaba toda la teoría. Por él se suponía que el éxito de los países industriales constituía un obstáculo para el desarrollo de los países no industriales, es decir que la culpa del subdesarrollo se encontraba en el desarrollo, como quedó inmortalizado en Las venas abiertas de América Latina; y por esto también se consideraba que la gran receta para salir de la pobreza era romper las relaciones comerciales con el primer mundo, aislarse de éste y lanzarse, desde el Estado, a la industrialización, a fin de “sustituir importaciones”.

Caído el principal pilar de la doctrina, lo lógico sería que con él se hubiera derrumbado el edificio completo, pero esto no ha ocurrido. El antiimperialismo sigue teniendo una gran utilidad política, así que pervivirá, incluso si su fundamento económico ya no puede verificarse en la práctica.

Hoy, como resultado de su propio fracaso teórico, la región está volviendo, podría decirse que con desfachatez, a su tradicional papel de proveedora de materias primas, puestas al servicio de la industrialización de otros (antes fueron los estadounidenses, ahora son los asiáticos). En contra de las predicciones económicas y políticas, esto parece ser lo que ahora “le conviene”.

¿No nos queda, entonces, más que componer un canto a la producción agropecuaria? ¿Debemos dejar de lado el ideal de una industria más avanzada? Algunos así lo dicen, pero yo no estaría tan seguro. El hecho de que las predicciones en las que tanto confió Latinoamérica se hayan probado falsas tendría que ser, como ya he dicho, una llamada de alerta. El futuro siempre es incierto. Suponer que la bonanza actual se extenderá eternamente, que ya nunca más Europa y Estados Unidos recuperarán la potencia que tuvieron, etc., puede resultar tan erróneo como lo era creer que el subdesarrollo duraría para siempre.

Página Siete – La Paz