Borrachera de poder

Álvaro Riveros Tejada

Riveros Un caro amigo me hizo llegar un correo electrónico que contenía una descripción extraordinaria acerca del “Mal de Hybris”, una lacra que se atribuía en la antigua Grecia al héroe que alcanzaba la gloria y, poseído por el éxito, su desmedido ego le brindaba la sensación de poseer dones especiales que lo hacían comportarse como un dios, capaz de realizar cualquier emprendimiento, hasta el de enfrentarse con los propios dioses. Un fenómeno que posteriormente el eminente neurólogo David Owen calificó como: “la locura” que provoca el poder, llegando a la conclusión de que: “…éste intoxica tanto, que termina corrompiendo el juicio de los dirigentes”.

Ante el advenimiento simultaneo de líderes latinoamericanos que en épocas recientes asumieron el poder por la vía que señalaba Talleyrand: “Los mediocres entran en la historia por el solo hecho de que estaban ahí”: como es el caso de Venezuela, la Argentina, Cuba y otros, pareciera que esa antigua sabiduría griega cobra todo su valor. Personajes que por su ignorancia al asumir el mando supremo tenían un principio de duda sobre su capacidad para ejercer dichas funciones, empiezan a pensar que son predestinados y están en ese alto sitial por mérito propio, gracias a esa enorme legión de obsecuentes chupamedias que suelen integrar su entorno presidencial.



Una banda de zalameros que están dispuestos a todo, con tal de no perder sus canonjías, lo primero que hacen es erigir una muralla impenetrable en torno al gobernante, donde su tarea consiste en enaltecer los méritos y valores de los que éste carece; reír de sus chistes aunque éstos carezcan de humor; llorar como plañideras por la más mínima aflicción que le aqueje; justificar cualquier error o falla que éste cometa, desde un cuesco hasta un ataque de furia inmotivado y estar dotados de una espina dorsal de goma capaz de doblarse hasta los 90°, para permitir sus hábiles genuflexiones; todo ello, hasta que el monstruo aflora y se siente llamado por el destino para librar grandes hazañas y empieza a pensar que él es un ser divino e insubstituible, sin reparar en ese famoso proverbio antiguo que reza: “Aquel a quien los dioses quieren destruir, primero lo vuelven loco”.

Lo único que este séquito de alcauciles no quiere ni se atreve advertir al soberano, por el riesgo de perder ellos mismos la cabeza al instante mismo de formularle su advertencia, es la posibilidad de que cualquier día ese poder se acaba y la magia concluye. Así como en el cuento de la cenicienta, cuando el carruaje maravilloso se convierte en calabaza. Es pues importante estar preparados para tal eventualidad, ya que en nuestro modesto entender, la sabiduría de un político se mide más que en su habilidad para subir al poder, en su destreza para saber caer de él. En ese cruel momento cuando cesa en sus funciones o pierde las elecciones, viene el desastre y entonces los aduladores huyen como de la peste y sólo lo acompaña un cuadro depresivo que no puede comprender y que a su vez se convierte en el “chaki” que sobreviene a la borrachera de poder.