Cómo caen los tiranos

Jorge Abondanza

ASSAD GADAFI Actuar en política tiene privilegios, pero también contrariedades. Porque ser una figura pública ofrece halagos, , aunque asimismo riesgos, como lo supieron a lo largo del último medio siglo algunos personajes, desde los hermanos Kennedy, Omar Torrijos, Patrice Lumumba y Anwar El-Sadat, hasta Martin Luther King o Isaac Rabin. Esos peligros se multiplican cuando el político figura en el rango de los dictadores, ya que a través de su mandato fomentan sentimientos que suelen llevar a la violencia y una muerte terrible para el implicado.

El recuerdo parece oportuno ahora que el sirio Basher Al-Assad se arriesga a terminar en un holocausto similar al de la horca de Saddam o el linchamiento de Khadafi, enfrentado como está al desastre de una guerra civil comenzada hace 17 meses a raíz de un levantamiento popular contra su régimen. El conflicto ya contabiliza no solo cien mil muertos, el uso de armas químicas contra la población civil o la evacuación a países vecinos de dos millones de sirios, sino además el bombardeo por parte del ejercito de ciudades con un largo pasado histórico, cuyas reliquias están siendo reducidas a escombros.



A pesar de enfrentar una crisis insostenible y de representar una tiranía dinástica que prolonga las dos décadas previas de gobierno de su padre, Al-Assad se niega a entregar el poder o a exiliarse, aferrándose a su centro de poder en un ejemplo de lo que la intransigencia puede alcanzar. Si la memoria del pasado sirviera de algo a los intolerantes, el gobernante sirio podría volverse más flexible (y seguramente más sensato) de lo que ha demostrado hasta hoy. Evocando por ejemplo el final siniestro que tuvieron el rumano Ceaucescu o el nicaragüense Somoza. Pero no es frecuente que los totalitarios muestren sentido común, retenidos por el sesgo pasional del poder que ejercitan y la pérdida de control del terror que practican sobre sus congéneres. Los respalda no solamente la ferocidad que se han complacido en agregar a su estilo de gobierno, sino también la sensación de predestinación en que termina desembocando la encarnación de impunidad con que disponen de la vida o la muerte de su prójimo y la manera en que se apropian de todos los derechos y libertades de su pueblo.

Acaso la obstinación de Al-Assad encuentre estímulos en los casos de tiranos que se dieron el lujo de morir en su cama, revestidos de las ventajas de una muerte natural, como ocurrió con gente temible luego de permanecer décadas en el poder, que fue el caso de Stalin, de Mao y Franco, además del camboyano Pol-Pot, que agonizó plácidamente mucho después de haber masacrado a buena parte de la población de su país.

Esos antecedentes ayudan a entender la actitud casi suicida del porfiado sirio. No piensa sin embargo en el reguero de odios que ha estado cosechando y que explica los episodios de furia colectiva que acabaron con tantos dictadores.

Pero al fin y al cabo el caso de la catástrofe de Siria es una ficha en el tablero de la política mundial, con Estados Unidos y Francia por un lado, frente a Rusia y China por el otro. En eso también conviene pensar cuando un país pequeño se desestabiliza, porque hay intereses que están por encima de él, capaces de determinar si el infierno en que viven se prolongará o se interrumpirá. Por eso debe preservarse cuidadosamente la convivencia. En caso contrario puede repetirse la suerte de Bosnia o de Ruanda, que fue espantosa.

El País – Montevideo