Mario Vargas Llosa, el nobel que no cree en Dios pero sí en la cultura

El escritor fue firme y a la vez amable al momento de responder aEL DEBER. Foto: Hernán Virgo



En un diálogo largo y ameno, el escritor peruano Mario Vargas Llosa habló de diversos aspectos de su vida, desde la creación de sus personajes hasta la religión y la política, pasando por su fobia a las nuevas tecnologías

Nathalie Iriarte V. [email protected]

Después de un día de maratón turístico -misional por Roboré, Santiago y culminando en San José de Chiquitos, Mario Vargas Llosa concedió una entrevista a EL DEBER. Llegamos hasta el hotel Villa Chiquitana a las 18:45. Allí apareció él – con un policromático atardecer cruceño de fondo – de camisa blanca a rayas, impecable, perfumado y dijo: “Estoy listo para nuestra cita”.

Antes de comenzar, dígame ¿me dirijo a usted como don Mario o como ilustrísimo señor? (denominación que se le da por su título nobiliario de marqués, entregado en 2011 por el rey de España)

No, por favor. Tú te puedes dirigir a mí como Mario porque así me haces sentir más joven.

Bueno, Mario, ¿cómo estás?

Muy bien, un poquito cansado, pero contento. Me voy a llevar un recuerdo duradero de este viaje.

Mario Vargas Llosa celebrará 78 años de vida el 28 de marzo próximo y es dueño de un aire juvenil y enérgico del cual hablan asombrados sus amigos íntimos, los tres argentinos con los que recorrió la Chiquitania. Vargas Llosa es dueño también (entre el Nobel y los máximos premios literarios al que un escritor puede aspirar) de algo que mostró durante la entrevista y en los cuatro días de viaje: un exquisito sentido del humor. Varguitas se ríe con su sonrisa de dientes de conejo que en la adolescencia le incomodó mucho pero que cuando se hizo hombre ya no le importó. Se ríe de la vida, se ríe de sí mismo, se ríe de sus creencias ilusas de la juventud, se ríe con sus amigos y con su esposa. Pero también es serio y analítico, y se muestra preocupado de temas como la falta de valores, el uso desmedido y casi monstruoso de la tecnología o las fallas en la democracia.

En su libro El pez en el agua cuenta cómo anhelaba el retorno a Europa después de la candidatura a la Presidencia del 90 para sentirse un poco más anónimo…

Ese anonimato para mí es muy refrescante, es muy rejuvenecedor, porque me dio una libertad que se recorta cuando eres una persona muy conocida. Hay gentes que añoran la fama, creen que eso satisface la vanidad, el ego. En realidad es una pesadilla porque pierdes espontaneidad, esa libertad maravillosa que es poder ir a cualquier parte sin que la gente te mire, te señale, te aborde, te fastidie. Pero lo tomo con espíritu deportivo (risas).

Lo toma bastante bien, por lo que hemos visto en estos cuatro días de recorrido, usted tiene mucha paciencia con la prensa y con la gente…

Tomo con paciencia a los periodistas (aunque pueden ser muy pesados) porque yo he sido periodista toda mi vida. Empecé siendo periodista a los 14 años, entonces comprendo mucho el trabajo. Aunque, debo decir que antes el periodista era mucho más respetuoso de la privacidad. Hoy el periodista cree que tiene derecho a irrumpir en el mundo privado de las gentes de manera irrespetuosa y hasta brutal, porque vivimos en una cultura que lo autoriza a creerlo. Hoy, como el escándalo es la gran materia prima de la información, buscan el escándalo e incluso a veces lo fabrican.

En ese mundo de la información reina la tecnología. ¿Cómo se lleva usted con la tecnología, las redes sociales y los teléfonos inteligentes?

Yo no tengo teléfono, yo no contesto el teléfono, odio el teléfono. El teléfono es un enemigo que quiere destruir mi tiempo, impedirme escribir y leer. Lo contesta Patricia (su esposa) y tengo cuatro secretarias que son como mis parachoques frente al mundo de los teléfonos. No tengo Twitter, me parece terrible perder el tiempo con esos aparatitos que impiden a la gente que lea, que converse. Uno de mis recuerdos más espantosos fue haber ido a comer solo en Nueva York y ver a una pareja de jóvenes almorzando y que durante casi dos horas en ningún momento cambiaron una palabra, a no ser que estuvieran hablando por el celular. Me pareció que las pesadillas de Orwell se estaban materializando ante mis ojos. La tecnología está bien si ayuda a la gente a comunicarse, pero que los incomunique a mí no me parece desarrollo.

Su vida ha quedado plasmada en muchos episodios y personajes de distintos libros. ¿Su vida y los personajes que conoció fueron tan fascinantes o más bien fue la creación literaria suya la que los volvió eso?

En mi caso el punto de partida de todo lo que he inventado han sido siempre experiencias personales. Lo cual no quiere decir que todo lo que he escrito sea una autobiografía disimulada sino que el punto de partida de la creación son siempre recuerdos. Esto hay que entenderlo en un sentido muy ancho. A veces una persona que conocí se queda en mi memoria y poco a poco se va convirtiendo en el origen de un fantaseo, en el embrión de una historia. Pero sí, mi vida ha sido una fuente constante, muy variada y muy rica de materiales para empezar a fantasear historias.

Hay personajes que han maravillado a sus lectores y hace unos días me contaba usted cuál era su personaje favorito…

Pero como eso te lo dije en secreto, espero que no lo vayas a divulgar. (risas)

Ok. Lo mantendremos como un secreto. Pero es imposible no preguntar por dos personajes suyos que son bolivianos. Uno es Pedro Camacho. ¿Fue alguien tan fantástico y descabellado en persona como en La tía Julia y el escribidor?

Es muy interesante lo que me preguntas porque yo no podría decírtelo con seguridad. Este escritor de radioteatros que yo conocí, y que luego fue político y hasta alcalde de La Paz, a mí me fascinó. Era un personaje muy pintoresco y le ocurrió un hecho: que los oyentes de radio central, cuyos radioteatros escribía, dirigía y protagonizaba, empezaron a llamar para decir: hay incongruencias, ¿cómo es posible que la señora Del Solar, que es la protagonista de la radionovela de las cuatro de la tarde de pronto asalte la telenovela de las cinco de la tarde? Él tenía un problema de surmenage, de fatiga, y esa historia fue el punto de partida de La tía Julia y el escribidor. Pero yo he inventado muchas cosas, aunque seguramente algo había en él de lo que yo puse en Pedro Camacho. Eso me pasa con muchísimos personajes que yo tomo de modelos vivos pero nunca respeto el modelo, siempre lo altero en función de las necesidades de la historia. Las personas son de carne y hueso, los personajes de la ficción son hechos de palabras. No son nunca lo mismo.

El otro personaje que tiene mucha importancia para los bolivianos, ya que incluso aquí se publicó un libro de respuesta al suyo, fue por supuesto la tía Julia…

Yo en La tía Julia y el escribidor iba a escribir una novela exclusivamente sobre Pedro Camacho que iba a llamarse El escribidor. Pero yo tengo la manía, o la vocación, realista. Cuando estaba escribiendo sentí que la historia podía dispararse hacia un mundo puramente artificial, delirante, como son las ficciones de Pedro Camacho. Entonces se me ocurrió un experimento y dije: para poner como un ancla a esta historia voy a introducirme yo y voy a contar una historia real, la historia de mi primer matrimonio, que en cierta forma parecía un radioteatro de telenovela. Pero aunque yo quería contar la historia de una manera verídica, me veía constantemente obligado a introducir modificaciones para que no desentonara de su contexto. La novela es un mundo en el que las verdades se dicen a través de mentiras. Si tú quieres decir verdades directamente matas la novela, matas la ficción. Esa es una de las grandes razones por las que fue un fracaso el indigenismo y el regionalismo, esas variantes o escuelas en América Latina que querían decir la verdad, denunciando al gamonalismo y al colonialismo. Las novelas que dicen verdades que son profundas y que duran en la memoria de las gentes, las dicen a través de mentiras, de invenciones.

Una de las cosas que siempre ha confesado es la obsesión que tenía con París en su juventud. No se veía siendo escritor si no se iba de Perú ¿Sigue pensando eso?

París era la capital de la cultura, era el lugar donde se fijaban los grandes patrones estéticos. Yo tenía la ingenua creencia de que si me quedaba en Perú jamás iba a ser escritor. Hoy ya no lo pienso. Hay muchos escritores que se han quedado en sus países y lo han logrado. Hoy en Perú un joven escritor puede ganarse la vida escribiendo, trabajando en editoriales, haciendo reseñas. Eso en los años 50 era imposible.

Uno tenía que ser abogado o profesor y escribir como hobby. Yo no quería que sea un hobby, yo quería ser escritor de lunes a domingo. Cuando llegué a París andaba con la boca abierta, todos los franceses me parecían inteligentes, todos me parecían cultísimos (risas). Pero París también ha cambiado completamente, ya no es el hervidero de ideas y de intelectuales que era.

En ese hervidero de ideas los intelectuales eran, en su gran mayoría, de izquierda. Usted compartía esas ideas en su juventud. ¿En qué momento se da el cambio del idilio con los ideales de izquierda a su despertar en lo liberal?

Así es, fui de ideales de izquierda hasta mediados de los años 60. El primer hecho que a mí me revuelve pasó en Cuba. A mediados de los 60 hubo en Cuba una cosa espantosa que se llamaron las UMAP (Unidades Movilizables para la Producción) que en realidad eran campos de concentración donde metieron mezclados a enemigos de la revolución, a homosexuales y a delincuentes comunes.

Por ese hecho le escribí una carta privada a Fidel Castro diciéndole que no podía creer que la revolución, que se suponía iba a crear una sociedad libre, haga cosas de una sociedad medieval. Esa fue la primera vez que comencé a preguntarme si no me había equivocado.

Después, conocí la Unión Soviética en el 66 o 67 y eso fue quizá la más grande decepción política que he tenido en mi vida. Pero en ese tiempo no me atrevía a publicar nada, todavía, para criticar al socialismo ni al comunismo. Fue cuando hubo la invasión a Checoslovaquia, de los países del pacto de Varsovia, que escribí un artículo que se llama El socialismo y los tanques donde fui muy crítico con Fidel Castro por haber apoyado la invasión. Pero todavía fui una vez más a Cuba, (fui cinco veces). Fue la única vez que hablé largo con Fidel, me invitaron a conversar y no me convenció.

Pero para rematar, poco después vino el caso Padilla, acusándolo de agente de la CIA, y muchos escritores firmamos un manifiesto que yo escribí en protesta de su detención. Desde entonces empecé a criticar lo que me parecía criticable y a experimentar una evolución ideológica y fui descubriendo a los grandes pensadores liberales que hasta entonces había evitado.

Descubrí a Popper, que creo es el gran pensador de la libertad de los tiempos modernos. Desde finales de los años 60 comencé a defender cosas como la democracia y la libertad, cosas que eran muy impopulares en esos tiempos, pero que poco a poco se han ido arraigando en el mundo.

Me llamó la atención que en sus discursos por las misiones resaltó la importancia de la fe y de la espiritualidad, siendo que usted es declaradamente agnóstico…

Soy agnóstico y no practico ninguna religión. Pero creo que la religión es uno de los ingredientes fundamentales de la convivencia humana y del orden humano. Creo que la mayor parte de la gente no puede vivir sin la idea de un más allá, no puede aceptar la idea de que la vida se extingue en esta vida. Eso produce en la gente desasosiego, angustia, inseguridad, locura, entonces la religión es la defensa que tiene el ser humano contra eso y creo que la gran mayoría de seres humanos necesita la religión porque la idea de justicia y de legalidad si no viene acompañada de esa fuerza espiritual pierde arraigo. La pura cultura no les basta. Nos basta a una minoría, la gran mayoría necesita una religión y eso no solo hay que aceptarlo sino fomentarlo.

En ese sentido, ¿cree que la presencia de la iglesia católica es importante para que nuestras sociedades vivan en paz?

La iglesia católica es importante porque es uno de los aglutinantes que tenemos en Latinoamérica, pero al mismo tiempo creo que es importante que haya separación de iglesia y de Estado. Porque si la iglesia se infiltra en el Estado la libertad desaparece. Es importante que el Estado sea laico, pero que también fomente la existencia de una vida religiosa. Fíjate en estos pueblos de la Chiquitania.

Creo que aquí hay una especie de serenidad, de solidez social dada por la música seguramente, pero eso viene en gran parte de la fuerza que tiene todavía la religión en estas comunidades. Esa serenidad y esa vida espiritual deberían darlas la cultura, sobre todo. Pero no es así, la cultura no basta para llenar ese vacío en la gente, y eso hay que aceptarlo

Fuente: El Deber.