Stalin: el verdugo que amaba a las jovencitas

Bárbara Ayuso

stalinbaner "Eres un verdugo, eso es lo que eres, atormentas a tu mujer, a tu propio hijo, a todo el pueblo ruso". Corre 1932 y Stalin no quiere salir del cuarto de baño. Su segunda esposa, Nadia, vomita su desazón desde el otro lado de la puerta contra el hombre más poderoso del imperio soviético, que huye constantemente del huis clos en el que ha convertido su residencia en el Kremlin. Prefiere las crapulosas y desenfrenadas veladas con jovencitas. Y es que, si algo desvela la trayectoria íntima y sentimental del tirano rojo, es que la única constante en su relación con las mujeres fue la misma que exhibió con sus camaradas: el sometimiento.

Si alguna vez amó con sinceridad, lo hizo cuando aún respondía al apodo de Sosso y su vida era la de un gángster que desvalijaba bancos por todo el Caúcaso para abastecer al partido comunista. En 1906, Iosif Visarionovich Dzhugashvili ha huido de su Georgia natal junto a su primera esposa, Ekaterina Svanidze, Kato. Es una joven fascinada por este bandolero con el rostro picado de viruela que mata a los agentes del Zar y que la conquista con hermosos poemas. Cuando accede a casarse con ella por la iglesia a pesar de su ateísmo, Kato no puede evitar construir castillos en el aire: quizás le espere una vida más plácida de lo esperado. Pero la realidad es tozuda y Stalin siempre antepondría la política a sus familias -a las varias que tuvo- y condena a Ekaterina y a su hija a seguir sus pasos de fugitivo lejos de una Tiflis a la que solo volverá para morir.



Sosso y Kato pasan años escondiéndose en una pequeña cabaña de Bakú, donde ella se pudre de soledad y asfixia mientras Stalin viaja para asistir a las reuniones del partido en el exilio. Siempre abnegada, siempre a merced de Sosso y su revolución, siempre con miedo a ser descubiertos. En 1907, con la salud deteriorada por el clima irrespirable de la ciudad, Stalin le permite regresar a su casa, a la capital georgiana. Pero Kato ya está sentenciada: contrae el tifus en el trayecto y llega agonizante al abrigo de su familia, que solo puede observar como las altísimas fiebres la devoran con rapidez. Stalin regresa a tiempo para que la joven muera en sus brazos, a los 27 años. "No he sabido hacerla feliz", llora en su funeral. "Esta criatura era la única que podía ablandar mi corazón de piedra. Ha muerto, y con ella ha muerto cualquier sentimiento de afecto para los seres humanos", dice. Si lo tuviera, Stalin abandona también cualquier resto de humanidad en ese momento, a la vez que deja atrás la fosa de Kato saltando por la tapia del cementerio, acosado por los agentes de la Okhrana.

Exilio y Nadia

En adelante, casi cualquier jovencita servirá a Stalin para enjugarse las lágrimas. Finalmente arrestado, cumple exilio en Solvy, donde mantiene una relación con Tatiana Sukhova mientras dura su condena. La abandonará con una simple nota y volverá a Bakú, donde disfrutará de noches libertinas rodeado de mujeres que caen fascinadas por el playboy georgiano.

Cuando regresa de su segundo exilio en Siberia, la revolución de 1917 ha triunfado. Llega a San Petesburgo y se refugia en la casa de una familia bolchevique, que le procura techo y también un capricho: la más pequeña de las hijas, Nadia Aliluyev, a la que salvó de morir ahogada cuando tenía 6 años. Ahora cumple los 16, y ha sido criada en los valores comunistas, un arquetipo cercano a lo que Stalin entiende por mujer ideal: joven, maleable y virgen. En 1918 se la lleva con él a sitiar la ciudad de Tsaritsyn, futura Stalingrado, donde termina de deslumbrarla en el tren que establece como cuartel general de la operación. Stalin construye el Imperio Soviético y seduce a la joven Nadia a la vez, o eso parece. En cuanto cumple la mayoría de edad, se casan en Moscú.

Pero este romance no es tan idílico como aparenta. Será su hermana quien años después desvele el reverso oscuro de aquél viaje a Tsaritsyn, recogido en La vida secreta de Joseph Stalin (Roman Brackman). Allí Nadia no acudió como su amante, sino como su camarada, acompañada de su padre, protector del futuro dictador. Una noche, Stalin la violó. Al ser descubierto por los gritos en mitad de la noche, suplicó la mano de la joven, que el progenitor concedió casi como un sacrificio por la revolución.

La familia bolchevique será recompensada, y se trasladará a vivir con él a un apartamento del Kremlin. La atmósfera es asfixiante: el nuevo régimen está bajo el acoso de los ejércitos polaco, ucraniano y los occidentales. Cinco meses después de la boda tienen su primer hijo. Pero Stalin no quiere a Nadia solo como esposa amantísima y anticipa que puede servirle de más provecho: la erige en secretaria de Lenin, con objeto de que le facilite su ascenso al poder cuando él desaparezca. Pronto se ve envuelta en una intriga que atañe a los dos personajes más importantes de la historia contemporánea de Rusia, al futuro y al pasado de la URSS. Ella descubre que Lenin ha escrito una carta al Congreso del Partido Comunista en la que desautoriza a su marido y, aunque al principio duda, termina por contárselo. Él se anticipa y aprovecha la información para tomar posiciones en el Politburó, dándole la vuelta a la situación. Consigue su favor justo a tiempo, antes de la muerte de Lenin en 1924.

Nadia y Stalin también viven momentos más o menos dulces. Al menos, materialmente. Nace su segunda hija, Svetlana, adoptan a Iakov -el hijo que tuvo con Kato- y a Artyom. El trata de colmar todos sus deseos: vacaciones en la costa del Mar Negro, paseos en descapotables por Moscú… Pero nunca deja de frecuentar a otras mujeres ni de regalar a su familia su más absoluto desprecio. "Con su familia, Stalin era un déspota", asegura Brazhanov, según se recoge En las mujeres de los dictadores (Aguilar). Él bebe cada vez más y ella quiere abandonarle. Lo intenta y escapa a San Petesburgo con apenas 25 años, pero la obliga a regresar. Nadia no comprende el encarnizamiento de Stalin con otros camaradas como Trotski o Zinoviev, a los que elimina sin temblarle el pulso.

La joven enloquece. Trata de buscar refugio en la fe, en su hermano…. nada es suficiente. Ha despertado al horror de su marido, gracias a la información que le llega a través de su cuñado, miembro de la policía secreta. Nadia abre los ojos a los crímenes y atrocidades de Iósif: la hambruna en Ucrania, los campos de concentración. Su hermana y su marido son deportados. Ya no hay vuelta atrás.

El último día en la vida de Nadia podría haber sido la escena de una gran tragedia rusa. Es 8 de noviembre de 1932 y en el Kremlin se celebra una gran fiesta, donde el vojd brinda por la "eliminación de los enemigos del estado". Ella no levanta su copa y él entra en cólera: le insulta, le tira colillas de cigarrillo, trata de ridiculizarla delante de todos los invitados. Discuten acaloradamente y el corona la escena flirteando y bailando con todas las mujeres presentes en la sala: la actriz Galia Egorovna, la mujer de Alexander Egorov… Ella sale entre gritos y se refugia en el Palacio Potechny. En algún momento de la noche, reúne valor y acude a una de las dachas de Stalin, donde es informada de que su esposo se encuentra con una de las mujeres del baile.

Regresa a su habitación y le escribe una carta furiosa, llena de reproches. Será la última. A la hora de comer del día siguiente la encuentran muerta sobre un charco de sangre: se ha dado un tiro en el corazón, amortiguando el sonido con una almohada. Junto al cadáver encuentran también un programa antiestalinista redactado por un opositor. Nadia se fue siendo consciente del monstruo con el que se había casado. "Me abandona como un enemigo", musitó Stalin ante su féretro abierto.

El ama de llaves y la purga

La última etapa de Stalin es la más aterradora. El tirano rojo aumenta las purgas entre sus filas, y no solo alimentadas por motivos políticos. Se encapricha de Genia, la mujer del hermano de la difunta Nadia, que fallece misteriosamente. Un día después, Genia recibe el ofrecimiento de convertirse en la mujer oficiosa de Stalin y ella le rechaza. A consecuencia de esto, pasa varios años encarcelada y para cuando es liberada ha perdido completamente la razón. Nadie rechaza a Stalin.

La última mujer de la vida Stalin se llamó Valentina Istomina, su ama de llaves. Era una mujer sencilla, iletrada, que no se mezclaba en asuntos políticos y siempre estaba ahí para el dictador. "Tenía el cabello castaño claro, un poco apagado. No tenía nada especial, ni gorda ni delgada, pero encantadora y siempre con la sonrisa en los labios", diría el hijo de Stalin años después. Valentina estaría junto a él quince años, pero poco más se sabe acerca de esta mujer sencilla, la única que fue capaz de amar, sin morir, al hombre más cruel de la Rusia moderna.

Libertad Digital – Madrid