Despotismo ilustrado en la ONU: el príncipe de los derechos humanos

Javier El-Hage / Roberto González*

Zeid El pasado lunes, la Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) eligió al príncipe Zeid Ra’ad Zeid Al-Hussein, primo del Rey Abdalá II bin Al-Hussein de Jordania, como nuevo Alto Comisionado para los Derechos Humanos de la ONU, en sustitución de la sudafricana Navi Pillay, que ha ocupado ese puesto por los últimos seis años. Aunque los objetivos de este órgano de la ONU son nobles y positivamente ambiciosos, la realidad es que poco pueden esperar de él —no obstante sus 1,131 funcionarios y 184 millones de dólares (2012) de presupuesto anual— las personas alrededor del mundo cuyos derechos humanos son más brutalmente reprimidos o sencillamente negados.

La Oficina del Alto Comisionado para los Derechos Humanos (OACDH) fue creada mediante la resolución 48/141, aprobada por la Asamblea General el 20 de diciembre de 1993. Entre las funciones confiadas a la OACDH están: 1) asegurar el respeto de todos los derechos humanos; 2) prevenir casos de violaciones de derechos humanos; 3) promover la cooperación internacional para proteger los derechos humanos; 4) coordinar actividades relacionadas con el respeto y la promoción de los derechos humanos en la ONU; y 5) fortalecer y hacer más eficiente el respeto por los derechos humanos en el concierto de naciones de la ONU.



Sin embargo, hasta ahora las acciones del alto comisionado han sido en el mejor de los casos tímidas, por lo general carentes de norte democrático y a veces incluso reñidas con los ideales que persigue. Esto se debe a que la OACDH sufre, aunque en menor medida, del mismo problema estructural que padecen otros órganos de la ONU como el Consejo de Seguridad y el Consejo de Derechos Humanos, cuyos pronunciamientos y acciones concretas están altamente influenciados por dictaduras con poder de veto y membresía mayoritaria.

Por ejemplo, al inicio de su mandato (2008-2010), la alta comisionada saliente no emitió condena pública alguna sobre varios de los regímenes más represivos del planeta, como Corea del Norte, Eritrea, Guinea Ecuatorial, Kazajistán, Laos, Siria, Turkmenistán y Uzbekistán.

Más adelante, en 2011, Pillay fue justamente criticada por orientar el activismo de la ONU desproporcionalmente a las violaciones de derechos humanos a cargo de Israel —en el marco de su largo conflicto con Palestina—, y premiar con la impunidad de su silencio a los gobernantes del resto del Medio Oriente acostumbrados a gobernar despóticamente y negar de manera sistemática y brutal los derechos humanos de sus ciudadanos. En especial, se criticó a Pillay por promover en 2009 y 2011 las Conferencias de Examen de Durban, conocidas como Durban II y Durban III, que consistieron en reuniones de notorios dictadores, liderados por Mahmud Ahmadineyad, que se dedicaron a fustigar a Israel como “xenófobo” y “racista”, ante la incredulidad de los gobiernos democráticos de Alemania, Australia, Canadá, Estados Unidos, Italia, Nueva Zelanda, Países Bajos, Polonia y República Checa, que terminaron abandonando el bochornoso evento y rechazándolo en términos categóricos.

A lo largo de su mandato, Pillay no perdió oportunidad de condenar firmemente violaciones de derechos humanos dentro de democracias, pero dedicó declaraciones muy tibias contra unos cuantos regímenes autoritarios y calló frente a otros. Por ejemplo, en América Latina, Pillay fustigó a los gobiernos democráticos de Argentina, Brasil, Colombia, Guatemala, México, Panamá, Paraguay, Perú y República Dominicana, mientras que no dedicó una sola crítica a Cuba, una dictadura de corte estalinista con 55 años en el poder, a quien recién en 2012 le dedicó unas líneas, pero de aliento: “Es bienvenida la decisión del régimen de Cuba de levantar parcialmente las restricciones a sus ciudadanos para viajar al exterior, porque supone un mayor respeto para los derechos de la gente”.

El problema con esta perspectiva carente de proporción y norte democrático, es que transmite al público en democracias como la española, la chilena, la colombiana o la brasileña, la percepción equivocada de que en aquellos sistemas donde se permite a la prensa independiente y a los opositores criticar y competir por el poder, y a tribunales independientes juzgar los abusos de los agentes del Estado, se producirían más y peores violaciones a los derechos humanos que bajo los sistemas dictatoriales donde la más mínima disidencia pacífica y cualquier crítica hacia el gobierno es considerada un acto subversivo castigable con cárcel, a cargo de aparatos represivos gobernados por un partido único, que además no tienen ningún dilema moral con torturar y asesinar extrajudicialmente a sus ciudadanos, y que se dan el lujo de impedir el ingreso a sus territorios a los propios órganos de la ONU o a instituciones humanitarias como la Cruz Roja.

Y estas percepciones equivocadas aunadas al prestigio que mantiene la ONU en los países hispanoparlantes, son las que informan al liderazgo en estos países democráticos, y terminan tornándolos cada vez más cínicos, insensibles y dispuestos a relativizar hasta las peores violaciones —aquellas que son “sistemáticas”— a los derechos humanos en el mundo.

A pesar de estos magros antecedentes, quienes nos dedicamos a la promoción de la democracia y los derechos humanos en los países que niegan estos derechos básicos, todavía creemos en la misión altruista de la ONU y, con espíritu constructivo, abrigamos un cauteloso optimismo de que el futuro desempeño del príncipe Al-Hussein al frente de la OACDH será mejor que el de su antecesora Pillay.

Entre los antecedentes positivos de Al-Hussein está el hecho de que jugó un rol importante en las negociaciones que llevaron al establecimiento de la Corte Penal Internacional (CPI), en especial, por haber presidido durante dos años las negociaciones que permitieron determinar los “elementos” de conducta personal para los delitos bajo su jurisdicción: genocidio, crímenes de lesa humanidad y crímenes de guerra. Así mismo, en el año 2004, Al-Hussein lideró un procedimiento de revisión interno orientado a erradicar pasados escándalos de abuso sexual y delincuencia común por parte de los cascos azules y otros funcionarios de la ONU, especialmente durante operaciones de mantenimiento de la paz en Bosnia, Camboya, Haití, Kosovo, Liberia, Mozambique, República Democrática del Congo, Sierra Leona, Sudán y Timor Oriental.

Una señal más positiva aún es que recientemente Al-Hussein apoyó un proyecto de resolución, redactado por la representación francesa en el Consejo de Seguridad, en la cual se requería al fiscal de la Corte Penal Internacional iniciar una investigación por violaciones masivas a los derechos humanos en Siria. Esta fue una posición valiente y muy significativa al provenir de un político miembro de la Organización de la Conferencia Islámica, cuyos colegas por lo general evitan criticar las atrocidades que ocurren bajo sus gobiernos y, en su lugar, dedican todos sus esfuerzos a arremeter demagógicamente contra las democracias del mundo y, especialmente, contra la de Israel —única democracia en esa región— debido a que esto les garantiza un alto rédito político frente a la mayoría de sus súbditos, que a fuerza de propaganda, censura y represión, se mantienen condenados a las tinieblas del fanatismo religioso y un odio a Occidente que es incitado desde las instituciones del Estado.

Lo que nos obliga a reducir las expectativas sobre el nuevo alto comisionado, es el hecho de que el príncipe Al-Hussein pertenece al liderazgo de una monarquía autoritaria que si bien permite altos niveles de libertad económica y de libertad religiosa a sus ciudadanos, es implacable en negarles el resto de las libertades civiles y políticas; es decir, la libertad de fiscalizar y criticar al gobierno sin miedo a represalias, y de participar de las decisiones de política pública, incluida la elección democrática de sus gobernantes.

El Gobierno jordano del que proviene el príncipe es, no obstante, un régimen moderado —una especie de despotismo ilustrado— en comparación con la inmensa mayoría de los regímenes antidemocráticos del Medio Oriente, que incluye dictaduras ferozmente represivas como las teocráticas de Arabia Saudita, donde a las mujeres se les prohíbe siquiera conducir un coche, e Irán, donde homosexuales son colgados en la plaza pública; o como la de Siria, cuyo presidente el año pasado bombardeó con armas químicas a sus propios ciudadanos, asesinando al menos 1.429 personas que incluyen 426 niños inocentes.

Pero con todo lo moderado que pueda ser el gobierno de la familia del nuevo alto comisionado, debe subrayarse el asunto fundamental de que Al-Hussein no alcanzó esta cúspide diplomática por méritos propios, como es el caso de la mayoría de los representantes de Europa, Oceanía y de gran parte del continente americano, sino que debe su puesto y carrera al linaje real que se le atribuye por ser primo del monarca de su país. Entre las cosas positivas de Al-Hussein debe destacarse su formación en universidades de alto prestigio internacional como Johns Hopkins University de Estados Unidos y la University of Cambridge del Reino Unido, y aunque esto no sea garantía de ilustración entre personas que provienen de la élite de regímenes despóticos —como se constató con el escándalo que desató el plagio doctoral del hijo de Muamar el Gadafi apadrinado por el London School of Economics—, este pedigrí hace presumir un auténtico interés de Al-Hussein por educarse bajo el paraguas de instituciones con vocación universal y con una tradición de libertad, pluralidad y tolerancia en asuntos religiosos, de política, de economía y de relaciones internacionales.

La prueba principal del nuevo alto comisionado desde el primer día de su mandato será la condena pública de la atroz situación de derechos humanos en la que se encuentra la oposición política, las mujeres y las minorías de todo tipo bajo la inmensa mayoría de los gobiernos del Medio Oriente. Si Al-Hussein logra hacer esto, podrá esperarse con mayor optimismo que sea coherente condenando a todas las otras dictaduras en el mundo, que suelen forman bloques contra las democracias para concentrar toda la artillería de las instituciones de la ONU contra estas, desviando así la atención de las atrocidades que se producen en sus propios territorios.

Estaremos expectantes de que el nuevo alto comisionado cumpla a rectitud con su mandato, y no baile simplemente al son que le tocan las dictaduras, como lo hizo en gran medida Navi Pillay, la alta comisionada saliente cuya gestión brilló por sus desaciertos.

*Javier El-Hage (en Twitter @JavierElHage) es director jurídico y Roberto González (@RobCGonzalez) abogado asociado de Human Rights Foundation.

El País – Madrid