Un abrazo, un beso y una firma ponen fin a 39 años de reinado

Don Juan Carlos cedió su silla, muy emocionado, a Felipe VI. Desde esta medianoche, el nuevo Monarca empieza su reinado. Admira a su padre pero no pretende imitarlo. Sus grandes preocupaciones son Cataluña y la crisis institucional.

EL PAÍS, Madrid

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El rey Juan Carlos abraza al príncipe de Asturias, Felipe de Borbón, tras firmar la ley orgánica que hará efectiva a medianoche su abdicación. Juan Carlos Hidalgo (EFE)

El padre abrazó al hijo en un gesto familiar y emocionado. Y a continuación, el Rey le cedió el trono —en ese momento, su silla en el salón de columnas del Palacio Real— al nuevo Monarca, Felipe VI. Con esos dos gestos y una firma, don Juan Carlos, de 76 años, dejó ayer la primera línea a la nueva generación, de 46, tras casi cuatro décadas de reinado. Eran las 18.15 de la tarde y los dos estaban muy emocionados.

Fue una ceremonia solemne, sobria y muy corta, en la que no hubo discursos, pero en la que cupieron muchos gestos cargados de simbolismo. Tras la lectura de la ley de abdicación y de las palabras con las que el propio Rey explicó a los españoles por qué había tomado esa decisión, don Juan Carlos se dirigió a la mesa de las esfinges caminando con su inseparable bastón y firmó su última ley como Monarca, la de su renuncia al trono. Y lo hizo en la misma sala de columnas del Palacio Real y sobre la misma mesa en la que en 1985 vio firmar, orgulloso, a Felipe González el Tratado de Adhesión de España a la Comunidad Económica Europea.

El presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, le estrechó la mano. La Reina dio un beso a su marido y le frotó cariñosamente el brazo, intentando aplacar su emoción. Don Juan Carlos, con ojos llorosos, se fundió entonces en un abrazo con su hijo, y le cedió el lugar de la presidencia del acto, su silla, antes de escuchar un largo aplauso de los nuevos Reyes y de los más de 150 invitados.

La infanta Elena, en primera fila, con las pequeñas Leonor y Sofía, apenas podía contener las lágrimas. La nueva princesa de Asturias y la hija más pequeña de los nuevos Reyes, respondieron a un gesto de don Felipe y saltaron de su silla para besar al abuelo. Sonó, por tercera vez en la ceremonia, el himno nacional.

imageLa reina Sofía besa al rey Juan Carlos, ante la mirada de los Príncipes de Asturias, Felipe y Letizia. / Alberto Martín (EFE)

Antes de firmar, don Juan Carlos había escuchado al subsecretario del Ministerio de la Presidencia, Jaime Pérez Renovales, repetir las mismas palabras con las que él mismo, cuando nadie lo esperaba, cuando parecía haber alejado el debate de la abdicación con un esfuerzo de viajes, kilómetros y una agenda multiplicada, explicó el pasado 2 de junio que había decidido ceder la primera línea a una nueva generación.

Al principio de la ceremonia, don Juan Carlos y don Felipe habían intercambiado comentarios, que interrumpieron solo en cuanto Pérez Renovales repitió el mensaje televisado del Monarca del pasado 2 de junio, concentrados en cada palabra y en su histórico significado.

En primera línea estaban los tres poderes del Estado: Mariano Rajoy (ejecutivo), Jesús Posada y Pío García-Escudero (legislativo) y Carlos Lesmes y Francisco Pérez de los Cobos (judicial).

Entre los invitados institucionales, hubo dos notables ausencias: la del presidente catalán, Artur Mas, que envió a su número dos, Joana Ortega, y la del vasco, Iñigo Urkullu. En los asientos reservados para la familia destacaba una: la de la infanta Cristina, apartada de la vida oficial de la familia real desde el estallido del caso Nóos. Desde hoy deja de formar parte, como su hermana, de la familia real y pasará a tener el mismo estatus que las hermanas de don Juan Carlos, doña Pilar y doña Margarita, que sí estaban en la ceremonia.

Entre los más de 150 invitados estaban los miembros del Gobierno, representantes de todos los partidos con representación parlamentaria; los tres expresidentes del Gobierno vivos —Felipe González, José María Aznar y José Luis Rodríguez Zapatero—; los padres de la Constitución Miquel Roca, José Pedro Pérez Llorca y Miguel Herrero y Rodríguez de Miñón; el presidente de la CEOE, Juan Rosell; el de UGT, Cándido Méndez —CC OO envió a su secretario de comunicación, Fernando Lezcano—; y, en representación del cuerpo diplomático en España, el nuncio de la santa Sede, Renzo Fratini.

La ceremonia terminó como había comenzado, con un largo aplauso. A partir de hoy será Felipe VI quien decida las tareas que encomienda a su padre, “la mejor agenda del mundo”, según su mano derecha, Rafael Spottorno. También decidirá el nuevo Monarca la asignación económica que dará a su padre.

Desde las 00.00 de este 19 de junio, don Felipe es Felipe VI; doña Letizia, la nueva Reina; y la infanta Leonor, Princesa de Asturias, de Girona y de Viana. Don Juan Carlos no asistirá hoy a la ceremonia de proclamación de su hijo en el Congreso, que seguirá por televisión. No quiere restarle protagonismo, es probable que le pudiera la emoción y su ausencia refuerza que la española es una Monarquía parlamentaria además de una institución en la que la corona pasa de padres a hijos.

La Casa del Rey ha renovado esta pasada madrugada su web con un especial sobre la abdicación, todos los cambios y un apartado para que los ciudadanos envíen comentarios o mensajes de despedida.          

Felipe VI, el Borbón más preparado

El nuevo Monarca admira a su padre pero no pretende imitarlo. Sus grandes preocupaciones son Cataluña, la crisis institucional y la frustración de los jóvenes.

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Los Príncipes de Asturias, hoy a su llegada a la firma, de la ley orgánica de abdicación del Rey Juan Carlos.  Alberto Martin (EFE)

  “El Rey se ganó dos veces los garbanzos: en la Transición, siendo el motor del cambio, y en el 23-F”. La frase corresponde al teniente general Andrés Cassinello, director de los servicios secretos aquel día en que España contuvo la respiración y don Juan Carlos legitimó con un mensaje televisado casi 39 años de reinado. El día que muchos demócratas se hicieron juancarlistas. “Felipe no lo va a tener tan difícil como su padre, porque los enemigos de su padre tenían tanques y los de Felipe son compartidos con el resto de instituciones”, augura un veterano político que conoce bien a ambos. Pero tampoco será fácil, porque a las 00.00 de este 19 de junio de 2014 ha subido al trono el primer rey de España que tendrá que ganarse el puesto y la confianza de los ciudadanos cada día.

Sin la épica de los tanques, sin las amortizadas rentas de haber sido el salvador de la democracia, don Felipe, de 46 años, inicia hoy una batalla contra el desencanto de una población escéptica con las instituciones, que no han sabido dar solución a sus problemas y que ha agotado su margen para la indulgencia harta de escándalos y corruptelas. A ellos, a los parados, los jóvenes expatriados, los más castigados por la crisis, se dirigió en su discurso la pasada edición de los premios Príncipe de Asturias, el único que no le escribía el Gobierno. Aseguró que comprendía “la frustración, el pesimismo y la desconfianza”, pero pidió a los españoles ayuda para superar ese estado de ánimo. “Lo que de verdad necesitamos”, dijo, “es recuperar la ilusión y la confianza”.

Las enormes expectativas que ha generado en esa otra parte de la sociedad española que hoy saldrá a saludar a los nuevos Reyes en su recorrido por Madrid pueden volverse también en su contra. En España, el nuevo Rey no tiene poderes —su padre los cedió al subir al trono y la Constitución únicamente le permite ejercer el papel de árbitro o moderador—. No puede obligar a Mariano Rajoy y Artur Mas a sentarse a hablar y resolver una de sus grandes preocupaciones, el desafío soberanista catalán y la consulta programada para el próximo 9 de noviembre. Puede, como hará desde hoy, llamar a la unidad, rebajar la tensión, repetir las ventajas e insistir en la necesidad de que en tiempos difíciles, todos antepongan el interés general. Puede demostrar que se ha preocupado de hablar bien catalán y dejarse ver en Cataluña —este año ha ido seis veces y volverá el 26—. Pero si el resto de instituciones, como pidió don Juan Carlos en el mensaje en el que explicó su abdicación, no emprenden “las transformaciones y reformas que la coyuntura actual está demandando”, cada vez será más difícil dar la vuelta a ese estado de ánimo.

El nuevo Rey es consciente de esa situación. Devora la prensa. Lee incluso los comentarios de los lectores en las páginas web de los principales medios de comunicación. Cada 15 días ha sido informado, como don Juan Carlos, doña Sofía y doña Letizia, de la nota que le ponen los ciudadanos en los sondeos privados que encarga La Zarzuela. La institución, antes la mejor valorada, ha suspendido (3,72) por tercera vez en confianza, según el CIS, que la sitúa ahora en el sexto puesto, por delante de la Iglesia y el Poder Judicial, y a mucha distancia del Gobierno (2,45) y los partidos políticos (1,8), a la cola del ranking.

 

“Le duelen mucho los casos de corrupción. Le duelen y le cabrean”, asegura un exempleado de La Zarzuela. Incluido el que más daño ha hecho a la Corona, el caso Nóos. Don Felipe, antes muy unido a su hermana Cristina y su cuñado, Iñaki Urdangarin, cortó por lo sano. Tanto él como doña Letizia han evitado cualquier encuentro público con el matrimonio que erosiona sin freno el prestigio de la Corona desde 2011. Doña Sofía, a quien más le ha costado mantener la distancia entre la familia y la institución, entre la madre y la Reina, logró juntarles el pasado marzo en Atenas en el homenaje por el 50 aniversario de la muerte de su abuelo. Pero apenas hablaron, y cuando al final del acto hubo que posar para la foto, los Príncipes se colocaron en un extremo, separados por 17 personas de la infanta Cristina. El juez Castro decidirá en los próximos días si mantiene la imputación contra su hermana, pero es seguro que a Felipe VI le tocará vivir el juicio y la posibilidad de que su cuñado entre en prisión. “El martirio”, como se refirió al caso Nóos el jefe de la Casa del Rey, Rafael Spottorno, continúa.

Don Felipe sabe que para él ya no queda margen de error e intentará contrarrestar el desgaste del caso Nóos fomentando la transparencia en la institución. Le preocupa cómo levantar ese desapego, que no solo conoce por las encuestas. Su padre es más de teléfono. Al nuevo Rey le gusta citar en La Zarzuela a políticos de distinta ideología —muchos catalanes—, empresarios, periodistas, catedráticos, actores, o cantantes, como Joaquín Sabina. Quiere tener información y opinión de primera mano. En eso nunca ha delegado. Confía plenamente en Jaime Alfonsín, el abogado del Estado que se convirtió en su sombra hace casi 19 años, pero quiere tener oídos también fuera de Palacio.

Felipe VI afrontará los desafíos —la amenaza independentista en Cataluña, la crisis institucional, social y económica…— con un carácter muy distinto al de su padre, al que admira y respeta, pero al que no pretende imitar. “Prefiero ser yo mismo y que se me enjuicie por mi”, declaró con solo 21 años, en una entrevista a Tiempo, a punto de terminar el primer curso de Derecho en la Universidad Autónoma de Madrid.

Don Felipe completó su formación con asignaturas de Económicas y un master en relaciones internacionales en Georgetown (Washington), los dos únicos años de su vida en los que, lejos de Palacio, disfrutó de algo muy parecido a la libertad. Ha comentado que, de no haber sido preparado desde niño para “el oficio” de rey, habría sido astrofísico. Empleados de La Zarzuela le recuerdan comentando documentales del Discovery channel. Es, como le gusta repetir a su padre, “el mejor formado de la historia de los Borbones”, pero carece del “instinto” que atribuyen a don Juan Carlos los políticos de su generación.

Tampoco cuenta con la célebre campechanía del Monarca. Don Felipe sería incapaz de decirle a nadie: “¿Por qué no te callas?”, esa frase a Hugo Chávez de la que se hicieron hasta politonos. Felipe VI es como su madre: disciplinado, reflexivo. A su padre le gusta romper el hielo con una broma, quitar hierro a lo grave con un eufemismo: “Vuelvo al taller…”. Donde don Juan Carlos tiene un chiste, don Felipe siempre ha tenido una pregunta. “El Rey conquista por simpático y el Príncipe por su interés en todo”, resume un miembro del Gobierno.

Antes de un acto o un viaje oficial, lee todo cuanto ha caído en sus manos, y cuanto más sabe, más quiere saber. En muchas ocasiones conmueve con su interés, que demuestra acribillando a preguntas al mandatario, empresario o académico que tiene delante. Así se ha ganado la simpatía de muchos líderes latinoamericanos en los 69 viajes que ha hecho para asistir a sus tomas de posesión.

Estos últimos días, don Felipe ha pensado mucho en lo que un poeta le dijo hace 33 años, cuando él tenía solo 13 y pronunciaba su primer discurso en público en los premios Príncipe de Asturias. “En medio de tantos y tan mezclados sentimientos”, comentó a los patronos de la Fundación el pasado 10 de junio, “una imagen se repetía como ninguna otra en mi mente, la de José Hierro leyendo en 1981 su discurso de recepción del Premio de las Letras. Un hermoso discurso que reconozco que entonces no llegué a entender del todo, pues era un niño”, admitió. “Habló de la alegría de la libertad, tanto tiempo anhelada, y lo hizo agradeciendo a mi padre la trascendencia histórica de su actitud en aquellos difíciles momentos cuando no permitió avanzar un paso hacia la tiranía…”.

Don Felipe admira a su padre por su papel en aquellos complicados años, que culminaron el 23-F, cuando don Juan Carlos le obligó a no separarse de él en toda la noche para ser testigo. Pero sabe que hoy uno de sus retos es acercarse a esa generación que no oyó el ruido de sables, la única franja de edad que en una encuesta publicada por EL PAÍS contestó mayoritariamente que preferiría una república presidida por una figura relevante a una monarquía con él como Rey.

Juan Carlos I concluye su reinado

Felipe VI hereda la Corona con la que España recuperó su democracia. El Monarca es proclamado hoy ante las Cortes en un país duramente golpeado por la crisis

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Doña Sofía, don Felipe, don Juan Carlos y doña Letizia, durante la sanción de la ley de abdicación. / gorka lejarcegi  

Con la cesión simbólica de su sillón a don Felipe y la promulgación de la ley de abdicación, don Juan Carlos dio por finalizados casi 39 años de reinado y transfirió definitivamente a su hijo la Corona que ha participado en la recuperación de la democracia en España, pero que también ha vivido graves escándalos en los últimos años. La emoción alumbró en el rostro de quien vivía su último día como rey y que cede a su hijo el legado de recuperar el prestigio de la monarquía.

A lo largo de la jornada de este jueves, la figura del nuevo rey eclipsará a la de don Juan Carlos, gran ausente de la ceremonia de proclamación prevista en el Congreso y de la recepción posterior en el palacio real. Una decisión que fuentes de la Casa del Rey aseguran que ha tomado el propio don Juan Carlos para dar todo el protagonismo a quien ya es rey de España, con todas las consecuencias.

Empujado en solitario al primer plano del escenario, Felipe VI tiene por delante el reto de ganarse a las generaciones que desconocen cuál fue la contribución de su padre a la democracia, y también a los que, aun sabiéndolo, discuten ese balance o lo ven tan manchado por los desbarajustes políticos y económicos del último decenio que defienden un cambio de régimen para abrirse a la opción republicana.

De Isabel II dicen en su país que es el mascarón de proa, la encarnación humana de la nación. No puede decirse tanto de los reyes españoles, pero sí que una tarea esencial del nuevo monarca es la de trabajar para mantener la unión de los españoles. También de aquellos —que no son pocos— que se apuntan a la recuperación de la República. Sin embargo, el hecho indiscutible es que fue un rey el que impulsó la transformación de la dictadura en democracia.

No es cuestión de que el nuevo monarca se cale el casco y tome lanza y adarga para continuar librando el combate de la democracia, como hizo su padre. Porque la democracia, aun deteriorada, existe, tiene sus reglas y se mantiene en pleno funcionamiento. Es verdad que la sociedad española duda de sus instituciones, cuestiona el sistema que le ha llevado a ver interrumpida su prosperidad económica y se ha instalado una crisis de caballo entre lo que —por resumir—, se puede describir como el pueblo y la élite. Este es el peligroso filo en que don Felipe inicia sus funciones, y también lo que resta emoción popular a un acto doblemente histórico, porque no solo es el primer cambio de jefe de Estado bajo la Constitución de 1978, sino la transferencia de la Corona en vida del monarca precedente. Por eso se escrutarán todos los detalles del primer discurso de Felipe VI, sabiendo que el rey no es el portavoz del Gobierno pero, también, que las palabras del monarca tampoco reflejarán necesariamente opiniones personales.

Aunque la situación heredada por don Felipe no sea la mejor, nadie puede negar que el nuevo reinado comienza en una situación económica, social y política mucho mejor que la del tiempo en que don Juan Carlos inició su trabajo, cuando se reprimía el ejercicio de todas las libertades cívicas y solo estaba permitido un partido único, el Movimiento Nacional; de forma que se torturaba y encarcelaba a ciudadanos por formar parte de cualquier otro, tanto si era cierto como si se trataba de meras sospechas de la policía de la época. Tampoco la riqueza de los españoles tiene un remoto parecido con la del final de los años setenta, pese a la reducción que ha sufrido en tiempos recientes. España es hoy un país completamente integrado en Europa y por más que se discuta el papel de la UE en la gestión de la crisis económica, la España de finales de los años setenta era un país políticamente aislado del viejo continente. Tampoco son comparables las amenazas terroristas de hogaño con los asesinatos y matanzas de ETA a lo largo de tantos años.

Nada de cuanto ocurrió ayer y sucederá hoy cambia el sistema político. Los que esperan mucho más se han quedado en la nostalgia del tiempo en que don Juan Carlos disponía de poderes absolutos, se arriesgaba a destituir al presidente del Gobierno (Carlos Arias Navarro) y nombraba a un desconocido (Adolfo Suárez) prácticamente de un día para otro. Eso fue cuando el Rey usaba sus poderes para, precisamente, renunciar a ellos, tal como establecieron las Cortes al elaborar la Constitución.

Al Rey no se le puede presionar en cualquier sentido, menos aún provocarle para que abra una crisis con el Gobierno emanado de las urnas, como Artur Mas sugiere que debería hacer para inclinar la balanza hacia el referéndum soberanista del 9 de noviembre. Tampoco tiene sentido la tentación de descargar sobre Felipe VI la responsabilidad de encauzar el independentismo. Todo eso es ignorar que la Constitución atribuye al rey la capacidad de arbitrar y moderar.

El problema de fondo es que los resultados de los últimos ejercicios políticos han sido malos. Millones de personas se han ido al paro en cinco años, se ha desahuciado de sus casas a cientos de miles y se ha interrumpido bruscamente la prosperidad económica de las clases medias. Mucha gente ha empezado a dudar de todo, incluidas las instituciones del sistema político por el que se rige este país. Ya no hay riesgo de que su descrédito aliente el surgimiento de movimientos de contestación popular a las instituciones, porque ya están aquí, como lo evidencia el fenómeno político de Podemos y otras iniciativas sociales todavía no traducidas en fuerza política. Es el mismo clima deletéreo que ha atizado las voluntades separatistas en Cataluña y en el País Vasco, siempre latentes, pero acentuadas por la convicción de que lo mejor es apartarse del proyecto de España para evitar hundirse con él.

Reformar el sistema político, encauzar el problema independentista, lograr que la economía cree empleo: todo no está al alcance de una sola persona, por elevada que sea su posición teórica. Ni dispone de poderes para tomar iniciativas en esos terrenos, ni los políticos deberían ponerle en el disparadero de colocarle frente a los separatismos mientras ellos observan los toros desde la barrera. Tiene facultades arbitrales en un Estado controlado esencialmente por partidos políticos, pero el sistema estable en el que se apoyaba el reinado del padre (alternancia PP-PSOE en el gobierno del Estado) se ha cuarteado de tal modo que nadie puede garantizar hoy cuáles serán los partidos sobre los que don Felipe podría ejercer el papel de moderador. Todo eso depende de los electores y no del rey. Con todo, es evidente la estabilidad constitucional que preside el tránsito de un rey a otro.

Hay algunos desafíos a los que el monarca sí puede enfrentarse por sí mismo. El primero, reformar la Casa del Rey para que no vuelvan a cometerse los graves errores que colocaron a don Juan Carlos en la necesidad de pedir perdón públicamente. El segundo, asegurar la transparencia completa sobre las finanzas de la Casa del Rey. Y el tercero, gestionar con cuidado a su familia. Poco se sabe del papel que va a desempeñar don Juan Carlos, salvo el rango militar de capitán general en la reserva: y nadie puede pensar que 39 años en el vértice del Estado van a rendirse a una jubilación completa. Además, Felipe VI tendrá que vivir pronto las vicisitudes judiciales de familiares implicados en el escándalo Nóos, por apartado que haya estado de ese asunto y de sus protagonistas.

Y deberá ocuparse aún más de la preparación de la princesa de Asturias, y no necesariamente en el sentido sugerido recientemente por el ministro de Defensa, Pedro Morenés, de incluir la formación militar entre las capacidades de la princesa. ¿Acaso no se puede ser el jefe de las Fuerzas Armadas de una democracia sin ese requisito?