De procedimientos y coacciones abreviadas

Arturo Yáñez CorteszorroUno de los más prestigiosos penalistas contemporáneos, el alemán Klaus Roxin sostiene que: “Un Estado de Derecho debe proteger al individuo no sólo mediante el Derecho Penal, sino también del Derecho Penal”. Esa su celebérrima sentencia me viene a la cabeza a propósito de la oleada de procedimientos abreviados que en últimos días se han producido en casos penales de trascendencia (terrorismo, 24 de mayo) y las saludables polémicas instaladas al respecto.El procedimiento abreviado fue introducido a nuestra legislación en 1999 como una de las salidas alternativas para simplificar los procedimientos y lograr –condenas- en lapsos relativamente cortos. Una suerte, discutible por cierto, de presentarle a la sociedad resultados “efectivos” de la justicia penal, que tanto los reclama.Intentando no sonar muy abogado, consiste en que el acusado admite su participación en los hechos, obteniendo a cambio algún beneficio, que usualmente se traduce en la rebaja de la pena que le esperaría de realizarse el juicio ordinario y especialmente, si fuera posible un beneficio post condena, mejor si es inmediato o próximo en el tiempo. Para ello es imprescindible –aunque suene feo- que haya una negociación entre Fiscal acusador y abogado defensor, naturalmente con el consentimiento del acusado. La receta de la academia enseña que al Fiscal no le quedara más remedio que acordar esta vía, cuando sabe que su prueba no es suficiente para lograr la condena o adolece de algún vicio que podría causar la absolución.No obstante, así como se identifican esas ventajas, la misma doctrina del movimiento de reforma procesal –entre varios, recomiendo el trabajo “Del preso sin condena al condenado sin juicio” del mismísimo Alberto Binder, el gurú de la reforma procesal latinoamericana -ya alertó claramente de sus riesgos, pues en la práctica se ha visto que puede favorecer a que algunos acusadores cómodos, kellas o abusivos (sin alusiones personales) presionen a los imputados y/o defensores, para aceptar nomás ese procedimiento y ahorrarse así un juicio, con la oferta de una condena mínima como ganga.Ese riesgo adquiere mayor probabilidad de ocurrencia, cuando –como ha ocurrido con los casos referidos- los procesos han durado mucho más de los lapsos que la propia legislación fija como límite, cuando parte o alguno de los acusados están privados de su libertad, cuando no se tiene confianza en lo que finalmente vayan a resolver los jueces luego del juicio peor cuando se tienen fundadas dudas que sean independientes y puedan juzgar imparcialmente en esos casos de interés del gobierno o, cuando la vida y economía de los acusados y de sus familiares, ya ha sido prácticamente destruida por el larguísimo trámite (separaciones, gastos, abusos, etc., que se multiplican dado el estado de nuestra justicia penal). De ahí que la probabilidad de coacción adquiere relevancia, si consideramos que cualquier diccionario jurídico, define la coacción no sólo como aquella que se ejerce para torcer la voluntad de una persona mediante el uso de la fuerza, sino también a través de la amenaza de un mal inminente (una sentencia condenatoria, aunque sea sin pruebas ni debido proceso, se me ocurre…).A la vista del actual estado de la administración de justicia y recurriendo al sentido común de cualquier persona promedio, fuera ingenuo no sospechar que las sorpresivas incriminaciones emergentes con motivo de esos procedimientos, facilitadas además por la última reforma introducida por la Ley No. 586 y traducidas en cambios radicales de posturas orientadas –vaya casualidad- a incriminar a algunos personajes y ¿otra casualidad? en plena campaña electoral, más la inmediata reacción del perseguidor oficial(ista), huelen además de procedimientos a coacciones abreviadas; aunque el decirlo públicamente, parece confirmar aquella otra sentencia de Voltaire: “Es peligroso tener razón, cuando el gobierno está equivocado”.Correo del Sur – Sucre