No videntes sufren porque la ciudad no los quiere ver

EL DEBER se puso bajo la piel de las personas ciegas. Una de ellas guió con el bastón por delante y se metió en las calles, los mercados y los micros. El IBC registró a 1.100 no videntes en la ciudad

No videntes

Eliseo Quispe dejó de ver por última vez cuando tenía 10 años. En ese corto tiempo conoció algunos objetos y colores: la pizarra verde, la tiza blanca, los portones rojos, las camionetas amarillas que circulaban por la ciudad de tierra que él descubría con asombro, el Sol redondo clavado en lo alto como una brasa caliente, la Luna meciéndose en un cielo limpio y el color de su piel.

“Era medio amarilla como la Luna”, dice, y se agarra el brazo derecho, a riesgo de caerse, porque ahora está dentro de un micro y está parado. Nadie le cede el asiento.“Esto es normal. Lo malo de ser ciego no es solo que uno no vea, sino que la ciudad se niega a vernos”, sentencia con una voz iluminada.Hoy he decidido que Eliseo sea mi lazarillo, que me lleve por la ciudad que él y por lo menos 1.100 personas en la urbe de Santa Cruz (según datos del Instituto Boliviano de la Ceguera) tienen que desenvolverse cada día en un mundo a oscuras, mirando por el oído, por las manos, por un bastón metálico, para no chocarse, para no caerse, para no ser atropellados ni por motorizados ni por peatones. Al final del día sabré que nunca se ve tanto como cuando no se puede ver.Eliseo se levanta a las 5:30 para llegar sin prisa a su trabajo en la sección de consultas de una compañía telefónica de Santa Cruz. Tiene 25 años de edad y es autónomo para desplazarse por la ciudad.En la espalda lleva una mochila donde carga una botella de dos litros con agua hervida con hiervas naturales que le prepara su mamá, para que tome en sus momentos de sed.También carga una chamarra por si llueve, un sombrero y parlantes pequeños que ofrece por el camino. “A mí me conocen por tener buen oído, saben que los aparatos que vendo son de buena calidad”, dice.Es ese oído fino que tiene lo que le permite moverse con autonomía, es decir, sin la necesidad de una persona vidente que siempre tenga que estar a su lado.El bastón brinca como un cabrito, tanteando aquí, tanteando allá. Es su instrumento de avanzada que detecta el peligro. Eliseo camina por el centro de la ciudad y no se choca con los horcones que soportan los corredores del casco viejo. Cuando se presenta un obstáculo al frente, explica, el bastón que golpea el piso emite un sonido diferente a que cuando la vía está expedita. A medida que sale del centro neurálgico las imperfecciones de la ciudad revelan que no es una urbe para ciegos.Eliseo pone mayor esfuerzo para detectar las aceras que no son uniformes, algunas o son más altas que otras o tienen pozos o hay restos de material de construcción o alguna motocicleta parqueada.Y cuando tiene que cruzar de una cuadra a otra, Eliseo se para, escucha la bulla de los vehículos y cuando siente que el ruido se desplaza a otro lado, agiliza el paso hasta ponerse a buen recaudo.Eliseo ya lleva dos accidentes en su haber. Fue atropellado y la última vez estuvo internado una semana.Eliseo está en el micro y está parado. Pero antes tuvo que soportar el desaire de varios choferes que se escaparon de él. Cuando lo vieron que llegaba a la parada, aceleraron la marcha. Y cuando hubo uno que le abrió la puerta, una vez adentro, no encontró la solidaridad de ninguna persona que le ceda el asiento. Los micros, para Eliseo, han sido un problema desde pequeño, pero también, la gran posibilidad, aunque sea incómodo, de moverse en tramos largos.Desde que tiene uso de razón recuerda que tuvo problemas de visión. Cuando tenía siete años perdió el ojo derecho cuando se golpeó al jugar con un alzabasura. A las 7:45 de 1994, se cayó de un micro de la línea 74. Ese mismo día le operaron del ojo izquierdo, pero fue en vano. La luz y los colores del mundo exterior se apagaron para siempre.Eliseo pide al chofer del micro que pare. “Ya hemos llegado a la calle Murillo y Caballero, de la zona Los Pozos”, asegura y no se equivoca.A media cuadra está el restaurante El Majadito, que las personas ciegas le llaman la Sede, porque ahí les atienden con cordialidad y les permiten cargar sus parlantes con los que muchos se ganan la vida cantando.Silvia Molina Chávez perdió la vista a los dos años, después de que le dio meningitis y ahora tiene 23 y es madre de un niño de nueve años. Está sentada y escuchando música a través de unos audífonos conectados a su celular.“La ciudad es demasiado complicada. Lo que más me cuesta, para empezar, que las aceras son demasiado feas y los micros”, dice, después de sacarse los auriculares.Ella vive en El Retoño, en las afueras de la ciudad y todos los días debe llegar hasta Los Pozos para ganarse la vida cantando los temas de Selena.Antes cantaba dentro de los micros y dejó ese escenario porque le resultaba cansador y peligroso, ya sea porque podía caerse en los barquinazos o ser asaltada.Magdalena Zeballos trabaja en El Majadito. Hace 10 años su hermano, que es el propietario, empezó a rebajarles el precio de la comida y así fueron llegando cada vez más personas no videntes. “Se llegan a juntar más de 20. Se sienten como en casa, aquí conversan en voz alta, chacotean, ríen”, explica.Silvia debe ir a trabajar y Eliseo se ofrece en acompañarla. Ducho como es para moverse entre laberintos, camina adelante y la muchacha de 23 años lo toma del hombro y caminan los dos como si estuvieran jugando al trencito. El peligro constante son los toldos de los comerciantes que están en las aceras y que salen hasta la calle.En una calle de Los Pozos, Silvia se para a cantar. Pero un comerciante le dice que se vaya más allá, que le molesta la bulla. Entonces camina y una mujer que vende artículos de limpieza le anima invitándola a que ahí se quede.Eliseo continúa camino y llega hasta la calle Charcas. En una esquina está Luci Ruiz, al que los ciegos la llaman el ángel de la guarda. Ella ahí vende pan desde las 8:30 hasta las 21:00 y es la que amenaza a los micreros que se niegan a embarcar a personas no videntes. “Yo ayudo a toditos. Hay micreros que no quieren parar, son malos, disparan”, reniega.Eliseo ahora viaja hasta la calle 6 de la avenida Busch. Ahí está Rinat Chavarría. “Aunque usted no lo crea, soy el director departamental del Instituto Boliviano de la Ceguera”, dice este hombre que perdió la vista a causa de un desprendimiento de retina.Rinat revela que cuando llegaron los oculistas cubanos hace 10 años, se hizo un registro y se detectaron que había más de 30.000 personas en el país ciegas y que en el IBC de Santa Cruz están registradas 1.300 en el departamento y 1.000 en la ciudad.Él sabe que son pocos los que se mueven sin ayuda de un vidente, porque hay que ser muy diestro, valiente y osado para andar con bastón por la ciudad que no es amigable con los ciegos. A él le llevó meses lanzarse a las calles apoyado en su bastón y lo hizo porque quedó solo , obligado por las circunstancias.Rinat se fue guiando por la experiencia, la prueba y error, por los consejos de otros. Así fue aprendiendo a vivir y moverse en una ciudad que hace más oscuro el mundo de los que no ven con los ojosFuente: eldeber.com.bo