Los escritores —los reconocidos como tales, claro— tienen mucho en común, pero resalta más que les duelan las páginas que escriben, mientras no son publicadas. Pero cuando ya están impresas, sienten alivio; se han sacado un peso de encima, pues lo escrito ya no les pertenece, se convierte en patrimonio —malo o bueno, indeseado o acogido— de todos, amigos y enemigos -que los hay siempre-, conocidos y extraños, críticos y criticones. Y pueden decir: ya está, a olvidar…
Probablemente, esto le sucedió a José Ortega y Gasset, luego de escribir “España invertebrada”. Claro que, con un dejo de rara modestia, en el prólogo de la cuarta edición de ese libro, advierte: “…al escribir estas páginas nada estaba más lejos de mis aspiraciones que conquistar la atención del gran público”. Pero, inmediatamente sigue: “Llegó un momento en que necesitaba libertarme de ellas comunicándolas, y temeroso de no hallar holgada ocasión para proporcionarles el debido desarrollo, no me pareció ilícito que quedasen sucintamente indicadas en unos cuantos pliegos de papel”.
Sinceramente creo que esta urgencia de desprenderse de lo creado —llamémosla incomodidad que abruma— es común (quizá haya excepciones) en todos los escritores.