«Papá, me voy a vivir con vos»: por qué es la frase más temida por los hombres separados

Tras años de vivir solos, descubren que sus hijos adolescentes quieren mudarse con ellos en forma permanente; en esa transición, varios padres admiten sentirse invadidos y abrumados por volver a asumir las tareas del día a día

«Me voy a vivir con vos», le comunicó Manuel, su hijo adolescente de 16 años, un fin de semana que se empacharon viendo Netflix en un raid que empezó conStranger Things y terminó, vaya a saber cómo, en House. Con un vaso de cerveza en una mano y un pedazo de pizza en la otra, Darío, su papá, lo miró algo serio: «Pensé que estabas bien en casa de mamá», dijo sin disimular su sorpresa. Por supuesto, sentía felicidad por la decisión de su hijo, pero también algo de miedo: a perder la libertad que le daba vivir solo, a volver a hacerse cargo del día a día (horarios, colegio, comidas) e incluso a tener que acondicionar un lugar para Manuel porque el estudio, donde hay un sofá cama, alcanzaba para que durmiera ahí los fines de semana, pero resultó insuficiente ahora que su hijo se fue a vivir ahí con él.

Desde que el Código Civil insta no sólo a escuchar, sino a tener muy en cuenta la opinión de los hijos ya maduros acerca de con quién quieren vivir en caso de que sus padres estén separados, el modelo de organización tradicional (que marcaba que era la madre la que quedaba al cuidado de los hijos la mayor parte de la semana y el padre compartía con ellos algún día del fin de semana) ha cambiado. Y con estos cambios surge una tendencia que muchos bautizaron el «síndrome del nido lleno» en relación con los hijos, ya adultos, que siguen viviendo con sus padres. Sin embargo, en los últimos tiempos, este término también se usa para referirse a los casos de adolescentes que deciden vivir en forma permanente con el progenitor con el que no convivieron por años y por lo general suele ser el padre. En esa transición son varios los hombres que dicen sentirse «invadidos» por la vuelta de los hijos. Algo que muchos deslizan por lo bajo, aunque jamás se atreven a confesarlo abiertamente.



«Muchas veces estos hombres estuvieron en un lugar de amigos, compinches, y cuando se tienen que hacer cargo se les dificulta poner límites -opina Graciela Moreschi, médica psiquiatra y autora del libro Adolescentes eternos-. Tampoco pueden seguir haciendo la misma vida que hacían cuando veían a su hijo una o dos veces a la semana. Y llevar un hogar adelante (la ropa, comida, horarios del hijo) no es cosa fácil para nadie, y menos para quien no está acostumbrado. Algunos hombres se manejan muy bien con lo doméstico, y en esos casos lo que les molesta es el desorden que significa un adolescente. Otras veces lo que incomoda es tener que montar una organización que no tenían. Y siempre la pérdida de libertad e intimidad está presente.»

Romina Leardi, terapeuta y profesora de la Carrera de Psicología de la Universidad Abierta Interamericana (UAI), amplía: «Lo que se consciente o tolera con mayor amplitud cuando los hijos son una presencia esporádica, puede ya no ser aceptado cuando se pasa a convivir. Entonces, pueden producirse dificultades en la convivencia y los padres puede acusar el peso de tener que compartir los espacios y supervisar en el día a día las actividades del hijo. Es un cambio que produce nuevos desafíos y que modifica las condiciones o el marco en el que se desarrollaba la relación».

Aunque la mayor parte del tiempo Darío disfruta de la compañía de su hijo, admite que extraña un poco esa libertad que tenía antes de la mudanza de Manuel. «Para mí es un tema tabú, que hablo sólo entre hombres que estamos en la misma», asegura Darío, un arquitecto de 44 años que después de 8 de vivir solo -salvo por algunos períodos en los que estuvo en pareja viviendo bajo el mismo techo- reconoce que tuvo que reconfigurar toda su vida. «De pronto tuve que volver a acomodarme a sus horarios. Lo que más me costó fue volver a pensar en la comida de todos los días. En la semana yo picaba algo o salía a comer, pero no cocinaba. Ahora hay que cocinar todas las noches y si no estoy, dejar algo preparado -plantea-. Y traer a una mujer a casa se complica. Al principio me costó, pero ahora estamos un poco más acomodados», relata Darío, que cedió espacios no sólo personales, sino también físicos: el estudio en el que pasaba horas se redujo a un escritorio en el living.

Por su parte, Juan Eduardo Tesone, médico psicoanalista y miembro permanente de la Asociación Psicoanalítica Argentina (APA), plantea que «retomar una convivencia con los hijos en la adolescencia es una experiencia compleja, pues implica conocerse en la proximidad -sostiene-. Como toda convivencia habrá que adaptar cercanías y distancias para cuidar la intimidad de cada uno. Es crucial que los espacios de intimidad de los hijos y de los padres sean respetados. Convivir con adolescentes no es fácil para nadie. El hecho de que sean hijos o hijas no evita que sean un otro. Muchos vínculos familiares con los hijos se ven facilitados cuando se admite que el amor filial o de los padres y la convivencia no siguen necesariamente el mismo carril».

En este sentido, Leardi sostiene que como adultos que son -a pesar de la asimetría que siempre tiene la relación parental- deben y pueden pautar esa convivencia. «Si bien está claro que el vínculo padre-hijo es indisoluble la convivencia no lo es, sino que, por el contrario, ocurrirá durante un período del ciclo vital del hijo en pos de un proyecto que debe contemplar más temprano o más tarde la autonomía y la independencia».

Walter, un abogado de 48 años, volvió a vivir con su hijo cuando Tomás empezó la facultad y dejó Azul, su ciudad natal, para venir a estudiar a Buenos Aires. Después de años de vivir solo y tener un vínculo de padre e hijo «distante», para Walter significó una pequeña revancha. Eso sí: al principio ambos tuvieron que adaptarse a toda una nueva vida. «Cuando Tomi me dijo que se venía a vivir a casa me puse feliz, pensé que era la oportunidad de recuperar el tiempo perdido -sostiene Walter-. Pero no fue fácil, al no tener el día a día típico de un padre con su hijo chocábamos un poco y hubo algún que otro roce. Pero ahora estamos supercompañeros. Es un placer tenerlo. Para mí fue todo ganancia, la verdad no sentí que perdí espacios o intimidad», asegura Walter.

Tesone sostiene que el error pasa por asociar la calidad de vínculo a una convivencia: «No me parece que la convivencia defina la buena o mala calidad de una relación. Convivir con hijos adolescentes puede ser también vivido como la libertad de elegir compartir la cercanía de la vida cotidiana. De acercarse a ese otro que es un hijo, para conocerse, comprenderse y acompañarse mutuamente -sostiene-. En numerosas ocasiones esto reconstituye un vínculo que estuvo un poco distanciado o sirve incluso para enriquecerlo. Pero no hay que idealizar, seguramente no será sin conflictos. Pero esos conflictos, cuando se pueden hablar y superar, son estructurantes tanto para los hijos como para los padres».

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Fuente: lanacion.com.ar