La marcha indígena por el territorio se transforma en eterna

Al cumplirse 27 años de la primera marcha indígena, las etnias de tierras bajas siguen peleando por sus derechos ancestrales. Sus pedidos moldearon la Constitución, pero sigue su peregrinación

Pablo Ortiz



Una hora después de que Evo Morales promulgara la Ley 969 que permite construir una carretera a través del Territorio Indígena y Parque Nacional Isiboro Sécure, un puñado de indígenas se sumía en la depresión en el kiosko de la plaza de Trinidad. Contando los activistas que los acompañaban, apenas alcanzaban la media centena. Reinaba un silencio ácido, que solo era interrumpido por discursos apocalípticos que versaban sobre etnicidio, extinción de pueblos y destrucción de hábitat.

Su soledad y tristeza contrastaba con la alegría y los discursos  festivos que emergían del platillo volador. En el acto de promulgación de la ley se hablaba de progreso, de integración con el país, de despegue de la economía beniana. Todos entendían que esa ley era sinónimo de carretera, por más que tuviera como apellido Protección y desarrollo integral del Tipnis. Solo uno de los oradores, el rector de la Universidad Técnica de Beni, se acordó de que, de paso, había un parque que proteger.

Los indígenas del Tipnis permanecieron más o menos tranquilos dentro de su territorio durante siglo y medio hasta que la amenaza de los cocaleros que invadían su parque desde Chapare los obligó a marchar. La primera marcha indígena de tierras bajas, la de 1990 no solo les consiguió un territorio, sino que generó una revolución agraria en Bolivia, desatando el hasta ahora inconcluso saneamiento de tierras e introduciendo el concepto de Tierra Comunitaria de Origen como una propiedad colectiva.  

De cierta forma, esa marcha comenzó a moldear el país que tenemos hoy. De allí surgió el país pluri-multi y ahí también se parió el país plurinacional. En Bolivia no se discutía sobre la necesidad de una nueva Constitución hasta que los indígenas de tierras bajas la exigieron al marchar cientos de kilómetros hasta la sede de un poder que los ignoraba sistemáticamente.

Luego vinieron años de empoderamiento. La Central Indígena del Oriente Boliviano se convirtió en una institución nacional, equipotente a la poderosa Confederación Única de Trabajadores Campesinos de Bolivia. Las etnias de tierras bajas limitaron los intentos de los de tierras altas de cambiar aún más el nombre del país al oponerse en Sucre, un 3 de agosto de 2006, al nombre de Q’ollasuyo Bolivia. Esa fue la antesala de la instalación de la Asamblea Constituyente. Cuando el proceso terminó, los indígenas sintieron sabor a poco. Boaventura de Sousa, el gran sociólogo portugués, los convenció en la Cidob que las constituciones no están escritas en piedra y que solo es el inicio de un camino, no el fin de la marcha. Tenía razón.

Cuando la plurinacionalidad y el derecho a la autodeterminación de los pueblos chocaron contra los intereses del Estado-Nación, la marcha se reactivó. Nunca la Cidob tuvo tanto poder, unidad y representatividad como en la marcha de 2011. El sujeto político aliado del Gobierno se oponía a una carretera que facilitaría el avasallamiento de su territorio por parte de los cocaleros. A medida de que los maltratos del camino se hicieron mayores, la lástima del resto del país se convirtió en solidaridad, volviéndose rugido cuando la serpiente de hombres, mujeres y niños tocó La Paz. Ahí nació la ley 180.

Después, la dirigencia indígena entra en un declive que termina en la soledad del kiosko de Beni. Su principal institución, la Cidob, acaba hecha añicos, con una presidenta en la cárcel y otro en la clandestinidad. La dirigencia del Tipnis termina fragmentada y se comienzan a notar los errores: habían perdido conexión con su base. Se mudaron a la ciudad y se olvidaron de volver a la vida espartana del monte. Mientras tanto, el Estado utilizó su fuerza y su dinero para, por primera vez en la historia, construir escuelas, plantar antenas telefónicas, hacer postas de salud y llevar unas cuantas cabezas de ganado al centro del territorio. Convencieron y cooptaron su propia dirigencia, de acuerdo con la carretera, con una ruta que tiene el mismo trazo lejano a las comunidades y que no mejorará sus vidas.

Ahora el ministro de Obras Públicas, Milton Claros, dice que la distancia más corta entre dos puntos es la línea recta. Eso es cierto solo cuando los puntos son los correctos. El centro del Tipnis es la distancia más cercana entre Villa Tunari y San Ignacio de Moxos, pero no entre Villa Tunari y Trinidad. Allí la mejor forma de integrar es pasar por Camiaco. Este trazo pasaría al lado de la mayoría de las comunidades del Tipnis, pero no por la zona colonizada.

Otras autoridades justifican la ruta mostrando papeles que constanta que fue un anhelo de gobiernos neoliberales, echando por tierra todo el imaginario de que este era un gobierno distinto, indígena. Ni siquiera se ponen a pensar en el avasallamiento de un territorio.

Dicen que el Estado estará allí para impedirlo, pero el Estado no manda en el Tipnis, como tampoco manda en la Reserva Forestal Choré, donde los que se han adueñado de lo que pertenecía a todos los bolivianos controlan el territorio y deciden quién puede entrar y quién no. Además, cada año, la línea roja, el área desafectada del Tipnis, es recorrida. Cada año hay más comunidades indígenas reconvertidas en interculturales, que abandonan el cabildo para unirse al sindicato. 

De cierta forma, ese puñado de personas que compartía su depresión en el centro de la plaza trinitaria simboliza al movimiento indígena: es un fuego que se apaga. Sin la fuerza de la unidad han dejado de ser un sujeto político. Sin la capacidad de movilización, sus demandas vuelven a ser invisibles. Sin legitimidad dirigencial, quedan a merced de la buena fe del Estado, esa misma buena fe que los obligó a marchar en 1990 y que deja convertir a sus territorios en cascarones vacíos de árboles y de indígenas, llenos de agricultura industrial, de proyectos de extracción de madera, petróleo y minerales. Así, los indígenas –como sucede en Guarayos- vuelven a engrosar las filas del movimiento sin tierra, o –como pasa con los ayoreos- enfrentan una vida en las ciudades que no acaban de entender.  

Fuente: eldeber.com.bo