El arte de divergir

Ignacio Vera de Rada

Hace poco más de tres meses conocí en Santa Cruz a José Rafael Vilar (columnista y analista político), y desde entonces hemos mantenido una correspondencia más o menos fluida. Él me manda lo que escribe y yo le mando lo que escribo. Anota lo que piensa sobre lo que escribo y yo hago lo propio sobre lo que él escribe y publica. Ponemos a consideración de nosotros mismos nuestras palabras y pensamientos.

Como en los libros se halla el conocimiento, en la vida se halla el aprendizaje, que es algo más valioso y profundo que aquél. En verdad lo es. Y es que situaciones fortuitas en nuestro paso por este mundo (que para un fatalista histórico como yo, no son tan fortuitas sino más bien predestinadas) pueden proporcionar circunstancias en las que se aprenden cosas fundamentales para la vida más que las que proporcionan las aulas y los textos de la academia. Una entrevista, una conferencia, una amena charla bajo de los tilos de un prado, un intercambio de dos frases, son para un hombre eventos memorables si es que se los sabe aprovechar para el crecimiento del espíritu y del cuerpo. Así, las situaciones más pequeñas pueden ser las más grandes y significativas.



En la vida y en el periodismo, desde que el hombre piensa, hay debates y polémicas, unos de más alto nivel que otros. Hay infinidad de ejemplos, pero en Bolivia hay algunos memorables como los que se dieron entre Tamayo y Felipe Segundo Guzmán, entre Tamayo y Arguedas, entre Tamayo y Jaimes Freyre, entre Guillermo Bedregal y Lechín, entre Carlos Mesa y Soliz Rada, etc. La mayoría de esos debates fueron librados en las columnas de los periódicos, uno de ellos en el parlamento, otro en el libro publicado y otro, incluso, en las pantallas de la televisión en vivo. Son solo ejemplos de los muchos que hubo. Pero todos ellos tienen un elemento común: en todos se vio esgrimir esa arma que el hombre tiene como su más eficaz instrumento de demolición: la palabra.

Debatir con uñas y dientes no es hacer libelo, ni mucho menos diatriba. Y es que debatir no es ni siquiera tanto como una ciencia sino más bien como un verdadero arte, porque para hacerlo es menester expresar lo más noble del espíritu; debatir es debatir realmente cuando se sabe que el negro es negro y el blanco, blanco; en otras palabras, debatir se hace actividad fina cuando se tiene argumentos y posiciones sustentadas. Cuando, en fin, se piensa.

Después de todo, ¿para qué están las columnas de los periódicos si no es para la polémica? Como siempre me gusta decir, están para remover con ideas ese contenedor de aguas estancadas que son los asuntos públicos. Cosa distinta es que, a lo largo de los años, el editorial periodístico haya degenerado, terminando por parecer o bien plataforma de soporífera opinión, o bien tribuna de maliciosa invectiva.Con Vilar, hombre que no cede fácilmente y que defiende sus ideas con la mayor firmeza, polemizo sobre asuntos de religión y de raza, de democracia y nacionalismo; pero lo más rico de esas reyertas cultas y que se cifran solamente en la palabra, no son las conclusiones a las que llegamos (si es que llegamos), sino la habilidad dialéctica que uno llega a adquirir después de haber razonado para rebatir: el arte de la divergencia.Levanto mi copa para brindar por dos cosas: primero, por que sigamos discrepando, discutiendo y asestándonos los más duros golpes en el marco de nuestra amistosa relación, y, segundo, para que haya en el mundo más debates de la altura de los nuestros.José Rafael e Ignacio no piensan igual en muchas cosas, pero al menos sí coinciden plenamente en el concepto de lo que constituye una disputa elevada y digna. Ignacio Vera de Rada es licenciado en Ciencias Políticas