El afán de disgustar

Enrique Fernández García*

El examen de los hechos y de las ideas solo es temible a la impostura y a la mala fe; la discusión suministra nuevas luces al sabio, en tanto que enfada y molesta al obstinado, al impostor, o al que vive apegado a sus errores, y teme que llegue el momento del desengaño.

Barón de Holbach



Iniciando sus Pensamientos filosóficos, obra de 1746, Diderot revela cómo valorará el éxito del libro. Así, con claridad, este pensador de la Ilustración, fundamental para su Enciclopedia, reconoce que quiere una recepción parcialmente negativa. Pasa que, si sus páginas gustaban a todo el mundo, debían considerarse detestables. No se deseaba que nadie disfrutara del contenido, desde luego. Como cualquier otro autor, él tenía la intención de ser leído. Confiaba en que, gracias al contacto con sus textos, los hombres hallarían una fuente de ideas provechosas, facilitando la comprensión sobre diversos temas. En este sentido, si sus apuntes no agradaban a ninguna persona, correspondía admitir el fracaso. Sin embargo, tal como se precisó, deberíamos concluir lo mismo en caso de que todos estuvieran conformes con su contenido. Causar esta suerte de complacencia generalizada no tenía, pues, que convertirse en una cruzada digna del respaldo.

Más Diderot no es el primero que, recurriendo al pensamiento, busca contrariar al prójimo, incomodarlo para provocar su reflexión. En la Edad Antigua, Sócrates lo hizo de tal modo que sus conciudadanos lo asociaban con un tábano. Sucede que, con sus preguntas, aparentemente muy elementales, pero capaces de revelar nuestra ignorancia, puso en aprietos a numerosos individuos. Sus razonamientos eran como aguijones que incomodaban a quienes, antes del contacto con el maestro de Platón, se creían diestros para enfrentar desafíos intelectuales. Cada contestación era observada por un hombre que, sin arrogancia, despertaba el interés requerido para reconocer las insuficiencias propias. No cabe sino destacar lo extraordinario del acontecimiento, puesto que admitir los errores cometidos por uno mismo suele ser una rareza. Más aún, en varios casos, conseguirlo es una notable hazaña.

Conviene aclarar que, idealmente, no se debe perseguir la incomodidad del semejante como fin en sí misma. El tema no es adoptar, de manera forzosa, una posición que sea rechazada por los otros individuos. La molestia tiene que surgir como consecuencia de un legítimo impulso en favor del conocimiento verdadero. Si se opta por cuestionar los fundamentos de las creencias ajenas, la meta nunca debe ser que nuestro interlocutor, cuando hay diálogo, pase del asombro a un enojo tan creciente cuanto violento. La pretensión es, en resumen, invitarlo a revisar los argumentos que sustentan su postura. Además, cuando hay buena fe, estas inquietudes son expuestas sin tono profesoral ni paternalismo alguno. Se constituye una relación horizontal, un vínculo donde los sujetos plantean sus dudas sin mirar por encima del hombro al interpelado.

No obstante, a veces, aquella puesta en práctica del pensamiento crítico es solamente una impostura. En efecto, podemos toparnos con mortales que, por afán de figuración, griten su disconformidad a los cuatro vientos. Aludo a quienes consideran meritorio el hecho de colocarse frente a las mayorías y, desde allí, se proclaman superiores. Cuando estos se decantan por formular preguntas, persiguen, en rigor, la ocasión para exhibirse, haciendo gala de sus saberes, experiencias, destrezas e inagotable brillantez. No tienen humildad ni, por otro lado, tampoco desean el progreso del que los escucha. Su fin se agota en la multiplicación del número de gente que los debe apreciar, cuando no venerar. Fingen que no pueden doblegar a su naturaleza siempre indócil. De forma patética, es el incómodo papel que han escogido desempeñar.

*Escritor, filósofo y abogado