Eichmann en Bolivia

Enrique Fernández García*

 

Estamos encerrados en nuestra propia biografía; la persona es su propio marco. No obstante, dentro de este marco las variaciones son perfectamente posibles.



Richard David Precht

 

La madurez implica que los individuos asuman las consecuencias de sus decisiones. Partimos de una premisa según la cual somos libres; por ende, no estamos condenados a obrar conforme al dictado del prójimo. No desconozco de diferentes factores que pueden afectar nuestra soberanía. Pasa que, en el transcurso de la existencia, encontramos situaciones en donde no parecería tener cabida el libre albedrío. Así, debido a diversos elementos, tanto internos como externos, la capacidad de tomar determinaciones por sí mismo resultaría menoscabada. Incluso el cerebro, de acuerdo con la neurociencia, se convertiría en un obstáculo para sostener que somos autónomos, a carta cabal, cuando elegimos entre las distintas alternativas ofrecidas por este mundo. Con todo, aun cuando reconozcamos la importancia de las circunstancias que nos rodean, cabe reivindicar el libre albedrío, aunque, en especial, desde una perspectiva ética. A fin de cuentas, sin libertad, no habría ninguna moralidad.

En política, sin embargo, la historia nos regala cuantiosos ejemplos de inmadurez. Gente que no afronta los efectos provocados por su propio actuar, sea mintiendo o huyendo, ha tenido presencia en todas las épocas. Más, si se trata de brindar una muestra significativa, debemos pensar en Adolf Eichmann. Como es sabido, fue un funcionario del régimen nazi que, merced al trabajo administrativo, contribuyó a la eliminación de innumerables personas. Se ocupó de hacer efectiva la maquinaria que alimentase los campos de concentración, debiendo cargar con abundantes víctimas sobre sus hombros. Empero, cuando se lo sometió a juicio, cuyo desarrollo fue analizado por Hannah Arendt, su defensa fue invariable: solamente cumplía órdenes. En su criterio, como subordinado, no le correspondía reflexionar sobre la justicia de un mandato ni, menos aún, oponerse a su ejecución. Por suerte, su alegato fue desechado, siendo condenado a muerte.

Al caer el régimen de Morales Ayma, recordar a Eichmann se volvió inevitable. Ocurre que, con el paso del tiempo, sujetos que prestaron sus servicios al anterior Gobierno se decantaron por denunciar irregularidades. En efecto, mediante cartas y otros medios, esos empleados revelaron que fueron obligados a participar en mitines, marchar, bloquear, apoyar al proceso de cambio. Desde su óptica, por consiguiente, habrían sido víctimas que, en síntesis, merecen nuestra indulgencia. De este modo, atendiendo a sus argumentos, tendríamos que evitar toda condena en su contra. No importa qué hayan realizado; era solo el cumplimiento de órdenes impartidas por sus jefes. No podían hacer, pues, nada frente a tales abusos. No parece la mejor forma de facilitar su exculpación.

El problema es que las órdenes no se habrían limitado a disfrazarse de originarios y gritar en favor del entonces oficialismo. En relevantes casos, las labores que se pidieron consumar conllevaban la violación de los derechos fundamentales. No eran faltas menores, ni mucho menos. Aludo a la pérdida de libertad, el menoscabo del patrimonio, entre otros ataques que se dirigieron contra opositores. Varios de aquellos empleados fueron quienes ayudaron a perpetrar barbaridades. Los mandatos que cumplían no fueron innocuos; tuvieron víctimas, algunas letales, como José María Bakovic. ¿Podían ayudarlas? Yo creo que, aunque sea, salvo excepciones, percatándose de la injusticia, se pudo haber optado por renunciar. ¿Que se quedaban sin trabajo? Tal vez haya sido mejor que anular su propia conciencia moral.

 

*Escritor, filósofo y abogado