El arte de simular

 Álvaro Riveros Tejada

Como están yendo las cosas, no deja de sorprendernos las caprichosas relaciones entre el gobierno de los EE. UU. y el de Venezuela pues, como si de un enlace mal avenido se tratara discurren, desde hace dos décadas, entre declaraciones de amor y hostiles disputas cercanas al feminicidio, donde inclusive el amante ha sido oficialmente presentado y aceptado por más de 55 amigos y rechazado por los “padrinos” rusos, cubanos, mexicanos, nicaragüenses y capos del narcotráfico internacional, que son los encargados de la marcha de ese connubio.

Estas incestuosas relaciones se remontan al gobierno del expresidente George Bush, cuando éste creó el eje del mal entre Caracas y la Habana. En reciprocidad, su archienemigo, el micomandante Hugo Chávez, lo acusó ante las Naciones Unidas de emanar un olor a azufre y otras múltiples ofensas verbales inferidas al Imperio, que más parecían el libreto de un drama pasional mal resuelto.



En lo que a nosotros atañe, pese a tener la misma línea política venezolana, los hechos mostraron lo contrario. El entonces embajador norteamericano, Philip Goldberg, apareció elogiando la tarea de erradicación de cocales del gobierno de Evo Morales, como una hazaña superior al esfuerzo banzerista de “coca cero”; desmintió que Bolivia hubiese salido de la lista de beneficiarios de la Cuenta del Milenio y anunció el significativo logro de postergaciones en el acuerdo del ATPDA. Finalmente, fue tan benigno y solícito con el régimen, que supuso una relación con Evo, aún más estrecha que la que los gringos lograron con Banzer, Goni o Mesa juntos. Sin embargo, su final fue previsible y penoso, al ser expulsado de Bolivia con el consabido rodillazo en la cristalería.

Tal cual novela de suspenso, un lunes 7 de mayo de 2007 fue capturado en Santa Cruz, bajo los cargos de terrorismo y narcotráfico, el ciudadano colombiano Eduardo Hormaza Londoño, junto a una pareja de bolivianos que oficiaba de cómplice del delincuente. A pocas horas del hecho, la DEA sacó al narco fuera del país en un avión privado, con la encubierta venia del gobierno, y el agrado de la embajada de los EE. UU., que se deshizo en felicitaciones al régimen.

Curiosamente, a la misma hora en que se capturaba al colombiano, en una calle de Lima era ajusticiado Emigdio Alejandro Pineda, un mejicano residente en la ciudad de La Paz; sindicado de organizar las enormes fábricas de cocaína que existen en El Alto y el Altiplano. Extrañamente, nadie se apiadó por el difunto.

A trece años de estos hechos, nos preguntamos ¿Qué habría pasado, estando Evo en la oposición, y otro al mando del Estado? Con seguridad el recorte de la ayuda habría sido inmediato; algunos oficiales estarían camino a Miami, más esposados que un Jeque árabe; unos diez militantes del partido oficialista habrían perdido su visa y la ocasión de volver a visitar al Pato Donald.

A la luz de lo expuesto y, ante la inminencia de acabar al estilo Noriega, con la narcodictadura de Nicolás Maduro, utilizando el concurso de las fuerzas armadas colombianas y brasileñas, esperamos fervientemente que esta cruzada no quede en una simple amenaza, y menos, en sólo el arte de simular.