Lector de periódicos

Desde muy joven fui un empedernido lector de periódicos y jamás dejé de leerlos estuviera donde estuviese. Por lo general los leo, calmadamente, antes de desayunar o poco después a lo largo de la mañana. Nada me apura ahora que soy un jubilado, pero no puedo pasar el día sin haber hojeado un diario. Cuando no leo la prensa siento como si no hubiera terminado de vestirme, como si no me hubiera bañado. Y no exagero.

Así que ahora, durante esta larga cuarentena, cuando ni la edición extraordinaria de El Deber ha llegado a mis manos, me siento muy mal, a medio vestir, porque hace más de un mes que mis dedos no palpan el papel ni huelo la tinta, ni doblo las páginas, recostado o sentado, tomando una taza de café. Ingreso a través de mi laptop al El País de Madrid o La Nación de Buenos Aires o La Tercera de Santiago, pero no es lo mismo. No hay nada que hacer: me falta el papel. Me falta el papel y las noticias nuestras, que las puedo ver en la televisión o escuchar en la radio, pero sin siquiera intercambiar comentarios porque respetamos el encierro a que nos ha sometido la peste china.

En mis años de juventud, cuando tenía que marcar tarjeta en la Cancillería a las ocho, leía los periódicos en la oficina. Había dos o tres diarios distintos pero varios lectores. De todas maneras, uno de los periódicos llegaba a mis manos. Es que, fuera del encanto de la lectura, los funcionarios teníamos que estar enterados de lo que acontecía en el país y en el mundo, cuando estábamos a años luz que aparecieran los celulares y el Internet.



Y en mis destinos en el exterior leía, naturalmente, los diarios locales, pero vivía pendiente de la llegada de la valija diplomática, donde venían, ensobrados en papel Manila y atados con pita, los periódicos de Bolivia. Eran 10 o 15 diarios fechados correlativamente, pero con dos o tres semanas de atraso, que era lo que demoraba una valija diplomática en llegar desde La Paz. Obviamente que el embajador era el primero en ver los periódicos, pero yo me los llevaba a mi casa para tenerlos el fin de semana y me quedaba recostado leyendo uno por uno, los 15 o 20 ejemplares, lo que era poco menos que leerme una novela. Solo así, leyendo los periódicos, estaba enterado de todo y me sentía más cerca a Bolivia.

Eran épocas de revueltas, golpes de estado, huelgas indefinidas, discursos políticos y nombres de nuevos ministros, destinos de comandantes militares, y de nuevos embajadores, que aparecían en las páginas con olorcillo mohoso cuya tinta negra pringaba las manos. Por entonces los anuncios necrológicos los pasaba de largo, porque mis amigos no se morían. Ni los amigos de mis padres se morían por aquellos años. No como ahora que ya nos toca a nosotros torear, ojalá con templanza y garbo, las embestidas de la Parca. En suma, no existía nada que pudiera reemplazar a esos preciosos diarios desguañangados y quien no los leía hacía sus cábalas lejos del tiesto.

Escribir en la prensa, como hago desde hace casi 40 años, es otro asunto que provoca sensaciones intensas, buenas y malas. Leerse a sí mismo asusta, porque las más de las veces uno queda satisfecho de lo que ha escrito, pero hay alguna en que desearía pegarse un tiro. Además, cualquiera puede decir lo que le plazca entre amigos o en una charla culta, y no pasa nada fuera de alguna discusión, pero si lo escribe, no se borra nunca. Antes, la letra solo se borraba con sangre, en un duelo. Y hoy mismo vemos cómo la profesión más peligrosa, la que más víctimas mortales muestra, es el periodismo, pese a lo que dijera nuestro extrañado García Márquez, sobre “el mejor oficio del mundo”.

En estos tiempos de peste, ahora que la inmensa mayoría de los bolivianos estamos encerrados en nuestras casas, los periódicos deberían circular más que en tiempos normales. No solo porque serán leídos con mayor detenimiento e interés, sino porque tener amplia información, elegir lo que se desea leer, es parte esencial de una vida en libertad.