En las puertas del infierno

Los Tiempos

Editorial

Ya que no la sensatez, sólo queda esperar que el miedo al infierno que se abre ante nuestros ojos sea lo suficientemente grande para que las manos fratricidas se detengan antes de que comencemos a contar nuestros muertos.



Después de poco más de 183 años de existencia, nuestro país se enfrenta al que sin duda es el más difícil desafío de su historia. No es que antes de ahora no hayamos atravesado muy difíciles circunstancias, ni que la existencia misma de la patria no hubiese estado en duda en más de una ocasión. Pero nunca antes habíamos llegado al extremo de tener que considerar seriamente la posibilidad de que la historia del país fundado el 6 de agosto de 1825 esté aproximándose a su fin.

Por supuesto, no es fácil encarar tan dramática perspectiva. Es más atractiva la tentación de minimizar los hechos de los que somos testigos impotentes y aferrarnos a la esperanza de que sean sólo uno más de los muchos episodios dramáticos de nuestro devenir.

Sin embargo, por doloroso que sea, debemos reconocer que no será negándonos a aceptar la realidad como podremos conjurar los peligros que nos acechan. Por el contrario, la única posibilidad de que la sensatez se imponga antes de que sea tarde radica en que, por encima de las engañosas apariencias, asumamos con toda su complejidad los fenómenos económicos, políticos y sociales que están socavando los cimientos de Bolivia.

Al hacerlo, tendremos que empezar por preguntarnos si alguno de los muchos intereses en pugna es tan grande que merezca los enormes sacrificios que se empiezan a exigir. ¿Estamos en verdad dispuestos a desencadenar una escalada de violencia cuya espantosa magnitud no es difícil prever? ¿Hay alguna posibilidad de que alguien salga vencedor de tan enorme despliegue de irracionalidad y barbarie?

Parece evidente que los extremos a los que hemos llegado durante las últimas horas en gran parte del territorio nacional no son la culminación, sino sólo el inicio de una vorágine que terminará destruyendo todo lo tan penosamente construido durante nuestros 183 años de vida republicana.

Las bases de la economía nacional están ante el inminente riesgo de ser destruidas. El tejido social, frágil de por sí, está a punto de ser despedazado en medio de odios que una vez abiertos suelen no cerrarse más. Nuestras instituciones, fruto de décadas de aprendizaje colectivo, están a punto de ser aniquiladas. Y como lo enseña la experiencia acumulada a lo largo de la historia de la humanidad, todo eso sólo puede conducir a niveles incompatibles con la convivencia civilizada.

Apelar a que las partes en conflicto depongan por lo menos una parte de sus intereses parece ya sólo una ingenua expresión de buenos deseos. Por lo visto hasta ahora, esa posibilidad ha quedado superada por la creencia de que se ha cruzado ya el punto sin retorno y que la única negociación posible es la que se realice para definir los términos de la rendición de los vencidos en manos de los vencedores.

Es cierto, sin embargo, que por esa vía sólo se llegará a la peor de las formas que puede adquirir una guerra civil: la que enfrenta en calles, plazas y caminos a ciudadanos dispuestos a morir y matar por su respectiva causa, que no es la del país que nos legaron nuestros antepasados. Una guerra civil en la que no serán fracciones militares las que se enfrenten, sino personas animadas por odiosidades que no ya no podrán ser contenidas por los pocos resabios de racionalidad que quedan, es la peor de las posibilidades y, desgraciadamente, la que se vislumbra en el horizonte.

Ya que no la sensatez, sólo queda esperar que el miedo al infierno que se abre ante nuestros ojos sea lo suficientemente grande para que las manos fratricidas se detengan antes de que comencemos a contar nuestros muertos.