El alto precio de una derrota

Editorial de Los Tiempos

Ante tantas manifestaciones de autocracia, ¿puede alguien decir que el pacto puso a buen recaudo el Estado de Derecho? ¿No podía la oposición reconocer su derrota sin hacerse cómplice de los vencedores? ¿Era en verdad necesaria tanta humillación?



Pasada la euforia y confusión inicial con que fue recibido el pacto político que hizo posible conjurar la violencia que estuvo a punto de desencadenarse en nuestro país a causa del proyecto de Constitución del MAS, resulta imprescindible una evaluación y al hacerlo, se debe destacar que entre la solución por la fuerza que se veía venir y la pacífica, que es la que se impuso, no hay duda posible, ya que elegir entre que el asunto se zanjara “por las buenas o por las malas”, está bien que se hubiese optado por lo primero.

Sin embargo, la derrota pacífica, a su vez, podía tener diferentes formas. Podía ser una derrota honrosa o una vergonzosa. Una derrota que deje la semilla de futuros triunfos, o una que deje arriadas y pisoteadas todas las banderas. Hay derrotas que dignifican a los derrotados y otras que los envilecen.

Y es ahí donde merece ser cuestionada la forma elegida. Es que más allá de aspectos cosméticos, lo ocurrido durante e inmediatamente después de las jornadas parlamentarias en que se dirimió el asunto, deja un saldo evidente: la legalidad se quedó sin quién la defienda y, en cambio, el espíritu autoritario, ese cuyo principal fundamento es el total desprecio por los límites que informan a un régimen constitucional, se impuso sin atenuantes, con la agravante de que lo hizo con una aureola de legitimidad.

Las pruebas de que así es, abundan. Los primeros días del nuevo pacto fueron suficientes para dar elocuentes ejemplos: las leyes exigían que las sesiones parlamentarias fuesen públicas, pero al Vicepresidente no le dio la gana de que así sea, y se efectuaron en reserva. La ley prohibía que se convocara a referéndum con estado de sitio, pero hay referéndum y estado de sitio. La ley prohíbe que los interinatos prefecturales duren más de 90 días, pero el Presidente prefiere que no sea así. Y todo eso con la aquiescencia de la oposición.

Ante tantas manifestaciones de autocracia, ¿puede alguien decir que el pacto puso a buen recaudo el Estado de Derecho? ¿No podía la oposición reconocer su derrota sin hacerse cómplice de los vencedores? ¿Era en verdad necesaria tanta humillación?

En lo que a las modificaciones hechas al texto constitucional se refiere, sólo hay algo que queda claro: el proyecto masista era un bodrio inaceptable e indefendible. El proyecto “podemasista” también es un bodrio inaceptable e indefendible, pero tiene muchos defensores, que de paso sea dicho, no parecen muy eficientes, pues la “campaña pedagógica” encabezada por el ex Podemos para “hacer entender” las virtudes de su proyecto de Constitución se ha iniciado con pobres resultados, sin haber logrado convencer siquiera a buena parte de sus propios parlamentarios, lo que el jefe de esa agrupación explica manifestando que no es un “domador de ovejas”.

Hemos quedado, pues, ante un rotundo ejemplo de lo que significa la “revolución democrática”: en nombre de la futura “ley de leyes”, se violan cuantas leyes sea necesario violar; se usan las armas de la democracia para aniquilarla y si algún motivo de disputa subsiste entre los nuevos aliados, es el relativo a la distribución de méritos por tan plausible labor.