La cultura del linchamiento

Los Tiempos

Editorial



Los actos gubernamentales se parecen mucho a la lógica que justifica la práctica de los linchamientos, con la agravante de que se los comete desde las más altas esferas y la aquiescencia de gran parte de la sociedad

El secuestro de un ciudadano en Riberalta, al amparo de la oscuridad de la noche y por agentes encapuchados de organismos de seguridad del Estado; su traslado a La Paz y su posterior encarcelamiento en el panóptico de San Pedro, han vuelto a poner en entredicho la vigencia en nuestro país de los más elementales derechos humanos y los principios básicos que rigen un Estado de Derecho.

Como se recordará, éste no es el primer caso sino uno más de una ya larga serie de hechos similares que, poco a poco, van adquiriendo la solidez de las costumbres. Eso significa que en Bolivia se está cruzando la cada vez más tenue línea que separa a un régimen regido por la Constitución y del que prescinde de ellas para recurrir a métodos autoritarios.

Algo que tienen en común los actos represivos que comentamos es que en todos ellos se procedió sin respetar el debido proceso. Las víctimas fueron detenidas sin que de por medio hubiera el correspondiente mandamiento de aprehensión y con frecuencia recurriendo al allanamiento de sus domicilios.

Una segunda característica que permite afirmar que esas medidas forman parte de un bien pensado plan, es que fueron acompañadas de una feroz campaña propagandística encaminada a recubrir con un halo de legitimidad los abusos gubernamentales. Así, el gobierno encaró su ofensiva represiva en dos frentes: El de las acciones de hecho, encomendada a sus esbirros, y el de la opinión pública encomendada a sus comunicadores.

En ambos obtuvo sendos éxitos. En el primer caso porque con la complicidad de operadores de la justicia logró eludir los límites que impone la ley, y en el segundo porque escogió a sus objetivos entre personas que por sus desaciertos resultaron blanco fácil de las campañas de desprestigio.

De este modo, el gobierno logró en buena medida dar aspecto justiciero a sus actos, pues en un país en el que la legalidad está tan venida a menos, la opinión pública resulta poco proclive a atender argumentos principistas para defender a ciudadanos que, como el periodista riberalteño, incurrieron en conductas que bien pueden ser calificadas de delictivas.

En este contexto, los operadores de la propaganda oficial, con mucha habilidad, pusieron a la opinión pública ante una disyuntiva tan difícil como terrible: defender los derechos de personas que a primera vista parecen indefendibles, o avalar los excesos represivos a título de evitar la impunidad. Están logrado que se imponga lo segundo.

Llegar a esta situación, que es a la que hemos llegado ya, es una de las peores cosas que le puede ocurrir a una sociedad. Es que cuando hasta los peores abusos se justifican en nombre de la justicia, se despeja el camino a la consolidación de la cultura del linchamiento, que es lo que ocurre con los asesinatos cometidos por turbas enardecidas, que por ser tan frecuentes ya no alarman ni indignan.

Los actos gubernamentales se parecen mucho a la lógica que justifica la práctica de los linchamientos, con la agravante de que se los comete desde las más altas esferas y la aquiescencia de gran parte de la sociedad.