Sándwich de tregua y mentira

José Gramunt de Moragas, S.J.*

Un amplio consenso nacional muestra su satisfacción —unos mucha, otros sólo resignados—por el acuerdo entre el Gobierno y la oposición sobre la convocatoria a un referéndum constitucional. Quienes más se regocijan esperan que la nueva Constitución sea la panacea que resuelva los graves problemas de siempre y los que se han ido acumulando, especialmente en estos últimos años por la ideologización e incapacidad de los gobernantes. Mientras que los ciudadanos resignados valoran el fin —o la tregua— de las violencias y presiones. Sin embargo, no le dan mucho tiempo de vida a la nueva Constitución, porque ha nacido contrahecha. Ya recordé en mi pasado artículo que la Constitución debe garantizar a la sociedad un determinado tiempo útil de seguridad jurídica. Si esta primera condición no se consolida, sobrevendrán inacabables requerimientos de reformas que echarán por tierra la permanencia de la norma.

Esta duda que nos inquieta se suma a la miopía del Vicepresidente cuando afirmaba hace un par de días que el Gobierno se apuntó el mérito de haber incluido las autonomías en el futuro texto constitucional. Sea. Aunque los autonomistas desconfíen. Es más, también aseguraba que se ha consolidado una “economía vigorosa industrial con fuerte presencia del Estado”. Admitamos que se ha implantado una “fuerte presencia del Estado”, pero el resultado ha sido vergonzosamente improductivo: disminuyeron las exportaciones de gas a nuestros vecinos, la prometida industrialización de hidrocarburos quedó en un “cuento chino”, sigue la escasez de diesel para la agricultura y la industrial, escasea la provisión de gas para uso doméstico, la previsible baja de los precios de los minerales pilló al Gobierno desprevenido, disminuyeron las remesas de los bolivianos en el exterior. ¿Es ésta una inteligente y previsora “economía vigorosa industrial” en las benéficas manos del Estado improvisador?



Más aún, el mismo Vicepresidente se jactaba de la “lucha contra la corrupción”. Probablemente ignora los cuestionados manejos de la Administradora Boliviana de Carreteras o las malas prácticas en la Caja Nacional de Seguridad Social o los misteriosos trasiegos de mercadería de contrabando o el crecimiento del criminal negocio de coca-cocaína. Nos están atosigando con mentiras. Y lo más grave no es que nos mientan, que ya es mucho, sino que quienes nos endilgan tantas falsedades se engañen a sí mismos a sabiendas.

Para ilustrar estos párrafos amargos he rebuscado en algún elenco de frases célebres —tal como, por cierto, suelen hacer muchos dignos escribidores, cosa nada reprobable— unas cuantas sentencias que muchos ya conocen. Empecemos por la tan repetida de Abraham Lincoln: “Podrás engañar a todos durante algún tiempo, podrás engañar a alguien siempre, pero no podrás engañar siempre a todos”. Y la del gran Fénix de los ingenios, Lope de Vega: “Que no hay mentira/que no se venga a saber”. Y, ahora que se anuncian elecciones, la sentencia del Canciller de Hierro, Otto von Bismark: “Nunca se miente más que después de una cacería, durante una guerra y antes de las elecciones”. Pero como no hay falta sin castigo, el macedonio Aristóteles concluía: “El castigo del embustero es no ser creído, aunque diga la verdad”. ¿Será éste el caso?

*José Gramunt

es sacerdote jesuita y director de ANF.

La Razón