Utilizar el Código Penal para juzgar hechos políticos no es equitativo

Editorial de Opinión.

En el campo de la política, hay un cierto valor implícito que consiste en resolver los acontecimientos políticos, políticamente. Utilizar el Código Penal, estando en el poder, para juzgar y sancionar acciones políticas como delitos comunes es, ciertamente, una conducta, de algún modo, alevosa.

En la política y entre los políticos hay un acuerdo tácito para resolver lo que sucede en ese campo, comprendiendo los componentes subjetivos y coyunturales que hay en el manejo de los medios e instrumentos que, históricamente existen, para dominar al adversario y tomar el poder. Si no fuera así, las cárceles estarían llenas de activistas, de dirigentes sindicales y de luchadores de todo tipo. Aquí en Bolivia, los bloqueadores, así como los que cometieron actos de violencia extrema, debían haber sido juzgados y sancionados conforme a la ley.



Las leyes, especialmente en el campo penal, han sido dictadas para los delitos comunes; sin embargo, aun en ese campo, definitivamente desprovisto de proyección ideológica, los jueces toman en cuenta factores atenuantes y agravantes que, en gran medida, corresponden al campo subjetivo. No es fácil aplicar dicho código a las acciones, aun violentas y destructivas, que se dan en el campo de la política. Como sabemos, la política es la interacción social en la que unos pretenden imponer sus ideas y sus intereses a los demás. La historia de la humanidad, es la historia de la política, obviamente, con las complejidades implícitas en la naturaleza humana.

En los enfrentamientos políticos, que pueden ser entre clases sociales o entre corrientes ideológicas con diferentes concepciones e intereses, hay un contenido que puede justificar o no los hechos sociales. En general, para los revolucionarios de distinta intensidad es parte, no sólo de los procedimientos que utilizan, sino de sus mismas concepciones históricas, destruir el orden adverso. A nombre de la revolución hay muchos actos ciertamente violentos, crueles y salvajes que se han cometido en el pasado y siguen cometiéndose como parte inevitable de la historia.

En el Gobierno que actualmente preside el país, hay “revolucionarios” que en su tiempo y ahora mismo estaban y están dispuestos a realizar cualquier acto destructivo a nombre de sus sagradas pretensiones transformadoras. Está en la memoria colectiva lo que alguno de los conspicuos representantes del orden imperante hizo. No sólo eso, sino la repetición constante, ante los ponchos rojos y otros grupos belicosos, de consignas violentas, de fórmulas cerradas de interacción política. Los que están dispuestos no sólo a destruir los procesos productivos, sino también a sacrificar vidas humanas, no tienen suficiente respaldo ético ni solvencia histórica, para utilizar a jueces y fiscales tontos o serviles, a fin de aplicar la ley formulada en el marco de condiciones normales, a circunstancias extrañas, en las que lo que hace la gente, es un acontecimiento típicamente político.

Las acciones políticas no tienen una extensión objetiva cerrada e invariable. Al contrario, son acontecimientos que, en la proyección infinita de la historia, adquieren la dimensión de su contenido ideológico. Es una extraña conducta de los revolucionarios en el poder utilizar los instrumentos del viejo orden, del sistema contra el que se alzaron, para perseguir, apresar y atormentar a sus oponentes políticos. Paradójicamente, los que presumen ser izquierdistas son los que están enseñando la utilidad de la formalidad jurídica no sólo para frenar, sino para sancionar y quizá para liquidar las corrientes diversas y opuestas que deben haber y hay, de hecho, en toda sociedad democrática. No es fácil entender a los bloqueadores, a los saboteadores y a los terroristas de ayer, utilizando las leyes neoliberales para reprimir y sancionar.