Obama en la Casa Blanca

image La elección del nuevo presidente de Estados Unidos es una muestra inequívoca de la gran capacidad de transformación de este país. Pero la fiesta ha terminado y ahora empiezan los problemas

Mario Vargas Llosa. El Pais.com

No levantará el embargo mientras haya presos políticos en Cuba y no se inicie un proceso de democratización.

Nunca en la historia un presidente de Estados Unidos ha entrado en la Casa Blanca con una popularidad tan grande como Barack Obama. La toma de posesión, el 20 de enero, fue una hermosa ceremonia, por la asistencia multitudinaria, el discurso de ese gran orador que es el nuevo mandatario, y, sobre todo, porque todos los que la siguieron, en vivo o en la pantalla de la televisión, compartieron la impresión de estar asistiendo a un “momento histórico”.



De tan usada esta expresión se ha vuelto un tópico, pero la llegada de un negro a la Presidencia de Estados Unidos, un país donde hace apenas medio siglo se practicaba la segregación racial, ¿de qué otra manera podría llamarse? El rotundo triunfo electoral de Obama fue una muestra inequívoca de la formidable capacidad de transformación de Estados Unidos y algo así como la partida de nacimiento de la vocación multirracial y multicultural de la democracia norteamericana.

Ahora, terminada la fiesta, comienzan los problemas. Como se espera tanto de él, y tantas cosas contradictorias, es inevitable que Obama decepcione a mucha gente. Por lo pronto, quienes creían que daría un vuelco radical a la política hacia Cuba, ya saben que se equivocaron: está dispuesto a dialogar con Raúl Castro, sí, pero no levantará el embargo mientras haya presos políticos en la isla y no se haya iniciado un proceso de democratización. En cuanto a Chávez, antes aún de la juramentación, Obama ya fue bastante explícito censurando al caudillo venezolano por haber frenado con sus políticas la modernización de América Latina.

Respecto a la crisis económica no hay mucho más que el nuevo Presidente pueda hacer. Las medidas básicas de ayuda y corrección financiera están en marcha y sólo cabe esperar que la confianza y el entusiasmo que han despertado su persona y liderazgo ayuden sicológicamente a acelerar algo una recuperación económica que, de todos modos, será lenta y difícil.

Irak anda muy bien encaminado, aunque los atentados terroristas, muy disminuidos, continuarán por mucho tiempo. Pero los progresos son notables. La prueba es la campaña electoral en marcha para las elecciones del 31 de enero en que se renovarán 440 escaños en 14 de las 18 provincias iraquíes. Las candidaturas cubren todo el espectro político y religioso y hay un alto número de mujeres candidatas. El reportaje de Andrea Stone en USA Today de hace pocos días mostraba una participación notable del público, tanto en las ciudades grandes como en las aldeas, en los mítines, encuentros y debates. Un espectáculo que, demás está decirlo, no es nada frecuente en los países árabes. Si no ocurre algo extraordinario, la retirada de las tropas norteamericanas a fines del 2011 debería dejar un país pacificado y un Estado de Derecho funcionando.

El problema serio, y que se agrava cada día, es Afganistán. Los talibanes han reconstruido su infraestructura bélica y operan ya en medio país, en tanto que el desprestigio del gobierno de Karzai aumenta por su ineficacia y la corrupción. Obama ha dicho que fortalecería el empeño militar y espera que los aliados colaboren. Pero, probablemente, lo que hace falta en Afganistán no sea tanto nuevas fuerzas militares como una estrategia eficiente semejante a la que diseñó y ejecutó en Irak el general Petraeus, que ejerce ahora el comando supremo de las Fuerzas Armadas norteamericanas en todo el Medio Oriente. Los talibanes reciben una ayuda sistemática de Pakistán, donde cuentan con aliados y cómplices en todos los estratos oficiales, sobre todo en los servicios de inteligencia, y utilizan las regiones

limítrofes como santuarios, para curar a sus heridos, dar descanso a sus comandos o refugiarse en casos de necesidad. Aunque, en teoría, Pakistán es un aliado de los Estados Unidos, su gobierno y sus Fuerzas Armadas están infiltrados de islamistas fanáticos. Ese problema ha sido una espina de la que ni Bush ni Clinton pudieron librarse y será también, a menos que encuentre una nueva fórmula para hacerle frente, uno de los desafíos más serios para Obama.

Y el otro, todavía más grave, es Israel. Allí, en ese pequeño territorio que israelíes y palestinos comparten —como lo harían perro y gato— se juega la suerte de todo el Medio Oriente y acaso del mundo. Estados Unidos es el único país con suficiente influencia sobre ambos adversarios como para inducirlos a una negociación que concluya en lo que, en principio, tanto Israel como los palestinos dicen aceptar: dos Estados independientes y garantías seguras para la supervivencia de Israel. El presidente Clinton estuvo a punto de conseguirlo en Camp David y Taba en 2000-2001 y, en el último momento, fracasó porque Arafat rechazó un acuerdo en el que Israel había hecho concesiones importantes: la devolución de casi el 95% de los territorios ocupados y la instalación del Gobierno palestino en la sección oriental de Jerusalén. Aunque, después de la terrible carnicería perpetrada en estos días en Gaza por los bombardeos israelíes, reanudar aquellas negociaciones es más difícil, no hay otro camino. Es obvio —para cualquiera que no sea un obtuso o un fanático— que aquel conflicto no se resolverá jamás por medio del terror y la matanza. ¿Seguirá Obama la tradición de los gobiernos norteamericanos de adhesión incondicional a las políticas de Israel o tendrá el coraje de adoptar una posición más equitativa y neutral, sirviendo de muro de contención a los excesos de los halcones israelíes convencidos de que la única solución aceptable es rendir a los palestinos mediante operaciones de castigo como la de Gaza e imponerles una solución a la fuerza? Es la gran incógnita. El nuevo Presidente ha dicho que quiere diálogo y acercamiento con el mundo árabe. La condición para ello es una sola: propiciar una solución negociada entre ambas partes. Si Obama lo consigue, será mucho más fácil —mucho menos difícil— frenar los intentos de Irán de dotarse de un arma nuclear y alentar a los sectores moderados y democráticos del mundo árabe y musulmán a actuar unidos para reprimir la amenaza terrorista del fundamentalismo islámico sobre la región.

Las relaciones de Estados Unidos con los países de la Unión Europea, en los que Obama es todavía más popular que en Norteamérica, mejorarán con el nuevo Mandatario y sin duda la colaboración se intensificará tanto en el ámbito económico como diplomático y militar. Esto redundará sin duda en un fortalecimiento de la OTAN.

Con la Rusia de Putin habrá desencuentros y tensiones, sin duda. Pero el nuevo despotismo ruso no significa ni sombra de la amenaza que constituía para el Occidente democrático la Unión Soviética comunista. Sin ideología ni mística alguna, el régimen construido por Putin y sus colegas de la antigua KGB es pura y simplemente una autocracia más o menos corrompida, condenada, a la corta o a la larga, a la descomposición a la que, con suerte, seguirá el renacimiento de una nueva democracia con bases más sólidas que aquella de la que los rusos tuvieron un fugaz y mediocre anticipo cuando el imperio soviético se desplomó.

Las grandes realizaciones del presidente Obama deberían tener lugar en el propio Estados Unidos, donde aberraciones como las de Abu Ghraib y Guantánamo deberían desaparecer. Su elección ha sido un logro extraordinario y una verdadera emulsión para las minorías raciales del país, no sólo la de origen africano, también la hispánica y la asiática. Pero hacen falta reformas audaces que abran las puertas a esas minorías a una real igualdad de oportunidades, que, mejorando la educación pública y los sistemas de salud, les permita competir en los mercados sin desventajas con los sectores favorecidos. Y que reconozcan a los inmigrantes la función indispensable que juegan en la economía nacional y eliminen las disposiciones que todavía mantienen a muchos en la marginalidad.

Éste ha sido un tema constante de su prédica electoral y una de las razones por las que el voto de los hispanics, que le era reacio al principio, se volvió decisivamente a su favor.

América Latina es acaso la región del mundo que le es menos familiar al presidente Obama. Pero se ha comprometido a corregir ese vacío de su formación y ha dado una muestra de su buena voluntad reuniéndose antes que con ningún otro mandatario con el Presidente de México. Ahora, la política de Obama hacia América Latina debería ser la que, felizmente, vienen siguiendo más o menos los últimos gobiernos: apoyo y colaboración con las democracias y rechazo de las dictaduras, de cualquier índole. Y en el campo económico resistir los llamados al “nacionalismo económico” de los sindicatos reaccionarios de Estados Unidos, desconsiderar su oposición a los tratados de Libre Comercio y alinearse abiertamente con quienes propician la apertura de mercados iberoamericanos.

Suerte y éxito, presidente Obama.