El cáncer de la corrupción

La tarea de edificar la honestidad en la administración estatal suena a utopía  si los corruptos son reemplazados por otros peores.

ElNuevoDia Editorial El Nuevo Día

Ha sido saludable y alentador escuchar las recientes declaraciones del presidente Morales acerca de la todavía molesta e inoportuna presencia de la corrupción en el Gobierno. Saludable porque el solo reconocimiento de la existencia de este flagelo en el propio seno de la administración estatal permite a los gobernantes -si existe la voluntad política suficiente- separar el trigo de la hierba en el propio terreno. También viene a ser alentador que se admita que este Gobierno ha tenido sus pecados de corrupción, incluso hasta grados superlativos, que le han obligado a demostrar ante la opinión pública que los corruptos son unos cuantos funcionarios que deben ser castigados pero no todos. Hasta ahí todo está bien.



Sin embargo, conviene recordar el conocido refrán “del dicho al hecho hay mucho trecho”, especialmente si se ha anunciado que el Gobierno está obligándose a sí mismo a mejorar la lucha contra la corrupción de manera interna. Esto quiere decir que, según las palabras del Primer Mandatario, la demostración de honestidad no es posible todavía en tanto no se den señales claras de una evidente mano dura contra los malos funcionarios, que todavía pululan en demasía en las reparticiones fiscales. Hasta ahora, se conocen grandes bolsones de corrupción en YPFB, la más emblemática de todas, y en cada una de las empresas estatales que han sido recuperadas de la privatización. Donde se aprieta sale pus maloliente.

Para demostrar que la lucha contra la corrupción deviene en una tarea asumida con responsabilidad y criterio, el Gobierno debe comenzar a reconocer que el MAS, como partido político de turno en el poder, es un movimiento social articulado sí, pero con una insuficiente dotación de cuadros políticos provistos de ideología y ética revolucionarias como sería de desear para promover el cambio social, económico y político que exige el país. Desde ese enfoque, la tarea de edificar la honestidad en el seno de la administración estatal suena a utopía, especialmente si los corruptos son reemplazados por otros peores.

Ha llegado un momento en que la percepción ciudadana ha señalado que el Gobierno ha visto la paja en el ojo ajeno y no la viga en el suyo, cuando se ha referido a la corrupción de los gobiernos neoliberales. La sola presencia en los niveles oficiales de funcionarios otrora militantes de otros partidos, y de oportunistas que sólo buscan satisfacer sus apetitos personales o de grupo, debilita la esperanza de una auténtica transformación hacia la honestidad que tanto se proclama. La tarea no es imposible –desde la escala humana- pero conlleva esfuerzos titánicos, de largo aliento y sólidos tanto ideológica  como moralmente.

Tales requisitos no son, por lo visto hasta hora, la característica del partido político en función de Gobierno. A menudo se ha visto sino improvisación en importantes cargos públicos, al menos en la designación de funcionarios cuya capacidad ha sido puesta en duda por la insuficiencia o de méritos técnicos o profesionales para el cargo. Se ha dado la impresión de estar dando satisfacción a presiones políticas partidarias o sectoriales antes que a una gestión de Gobierno responsable y coherente. Ante esta situación, la anunciada lucha contra la corrupción desde el Gobierno, puede quedar en simples buenas intenciones.