Magnicidios eventuales

image Política Internacional / Emilio J. Cárdenas – © www.economiaparatodos.com.ar

Hugo Chávez tiene una memoria de corto plazo: no se cansa de denunciar los supuestos planes para asesinarlo, pero olvida que él mismo fue protagonista de un golpe de Estado que quiso terminar con la vida de un ex presidente venezolano.

Cuando fui embajador argentino ante las Naciones Unidas me tocó conocer a quien entonces representaba a Venezuela ante esa organización internacional, Diego E. Arria. Desde entonces, he cultivado su amistad y permanecido en contacto con él.



En las Naciones Unidas se lo recuerda especialmente por haber sido el padre de la llamada “Fórmula Arria”, que permite al Consejo de Seguridad reunirse informalmente con personas o entidades fuera de la agenda oficial del organismo.

En los últimos días, Arria me llamó la atención acerca de las denuncias de intento de magnicidio formuladas activamente por los partidarios de Hugo Chávez. Ellos sostienen que ese intento tuvo lugar en la reciente reunión interamericana en El Salvador. El gobierno de ese país está investigando la denuncia.

De acuerdo al diccionario, “magnicidio” es la muerte violenta dada a una persona muy importante, por su cargo o poder. De eso hablamos.

El diputado Mario Isea, en una intervención de carácter dramático en la Asamblea Nacional de Venezuela, sentenció histriónicamente: “Apoyamos las investigaciones para establecer el plan magnicida para asesinar al presidente Chávez. Haremos lo que sea necesario para que el trofeo del cadáver del presidente Chávez nunca lo puedan exhibir”.

Pareciera que en el particular mundo bolivariano los Jefes de Estado tienen un vértigo por las denuncias de magnicidio. En efecto, no solo Hugo Chávez las reitera, también Evo Morales las formula. Quizás hoy ellas son una extraña exigencia del culto a la personalidad que ambos practican. Quien no puede denunciar ser objeto de intento de magnicidio parecería, en el mundo bolivariano, perder categoría. Diego Arria recuerda que la mitomanía es imposible de curar, lo mismo que la falta de conciencia moral y que, en rigor, ya se han computado 18 denuncias de intentos de magnicidio contra Hugo Chávez, al punto que los humoristas venezolanos, hartos de esas denuncias, las califican ahora como “minicidios”.

Pero Arria recuerda algo más importante. Algo que no está en el plano de la fantasía, sino en el de las realidades y que, quizás por esto, alimenta las denuncias chavistas.

El 4 de febrero de 1992, efectivos militares que estaban al mando de quien entonces era el teniente coronel Hugo Chávez, acompañado por otros oficiales golpistas, intentaron derrocar por la fuerza al gobierno democráticamente electo de Carlos Andrés Pérez. Recuerda Arria que el objetivo que ese día tenían era el de matar al presidente Pérez y a su familia.

Caída la tarde, dispararon desde tanquetas contra la oficina en el Palacio de Miraflores donde circunstancialmente se encontraba el presidente Pérez. La asonada fue violenta. Hasta murió un oficial golpista en la puerta misma del despacho presidencial cuando se aproximaba a ella, no con intenciones de apresar al presidente sino con instrucciones de quitarle la vida. Ese fue entonces un intento de magnicidio concreto y, gracias a Dios, frustrado.

En paralelo, mientras intentaban asesinar a Carlos Andrés Pérez en el palacio de Miraflores, con absoluto conocimiento acerca de la presencia del presidente en ese lugar, los militares sediciosos atacaron simultáneamente la residencia presidencial de La Casona. Allí estaban la esposa de Carlos Andrés Pérez y sus hijas.

Con ametralladoras y morteros dispararon contra la residencia presidencial, intentando asesinar a la esposa e hijas de Pérez. Una acción criminal y cobarde como pocas.

Hasta hoy los únicos golpistas oficiales, reconocidos como tales más allá de toda duda, son el propio presidente Chávez y quienes lo acompañaron en 1992. En su intento de apoderarse del poder se incluyó el posible magnicidio antes descripto. Hasta ahora la sociedad civil venezolana no ha dado a lo sucedido en 1992 la importancia que merece. Por esto, quienes fueron sus autores quedaron sin castigo.

Diego Arria fue testigo presencial de los sucesos que acabo de relatar. Al llegar al Palacio de Miraflores tuvo que saltar por encima de los jóvenes soldados que estaban tendidos boca abajo, cuyas vidas arriesgaron Hugo Chávez y sus golpistas mientras conducían la operación a control remoto desde la sede del Museo Militar. En el umbral del despacho presidencial, Arria pudo ver la sangre del oficial que intentó matar a Carlos Andrés Pérez.

Los sucesos descriptos no pueden olvidarse aunque, quizás enfermizamente, estén detrás de las reiteradas denuncias de magnicidio que formulan Hugo Chávez y sus seguidores bolivarianos. La historia no puede ignorarse. Ni olvidarse. Lo cierto es que quien pretende que se está intentando quitarle la vida no hace muchos años intentó hacer lo propio, manipulando y conduciendo a fuerzas militares golpistas contra el presidente Carlos Andrés Pérez. Así de claro. Gracias, Diego, por el oportuno recordatorio de un magnicidio felizmente frustrado, que no debe caer en el olvido.