Mundo sin fin

Fernando Mayorga*Estamos a escasos días del inicio del último año de existencia de nuestro planeta. Ni más ni menos. Como dicen los que dicen que dijeron los mayas, el 21 de diciembre de 2012, zas, el fin del mundo. Tal cual. Así que es mejor que nos dediquemos con ahínco a planchar camisitas para estas fiestas decembrinas porque el año próximo ya no habrá panetón navideño ni reventón nuevoañero. Y también podemos dedicarnos en lo que resta de nuestros días a planificar cómo enfrentar ese extraordinario acontecimiento; al fin y al cabo, un apocalipsis de esa magnitud no ocurre todos los días, aunque lamentablemente no tendremos posibilidad alguna de contar esa experiencia a nuestros nietos, como se estila(ba) decir. Más que un afán de cálculo racional para delinear mi comportamiento en el futuro —a estas alturas, paradójicamente, un término que suena a anacronismo—, fue la angustia (y cierta debilidad por los boleros, debo reconocerlo) que me impulsó a husmear en torno a las predicciones agoreras, suposiciones escatológicas y ocurrencias apocalípticas. Grande fue mi sorpresa, como estilan decir los antiguos, porque encontré una enorme cantidad de literatura sobre el 2012 y el fin del mundo, incluidos unos libros con consejos bastante boludos acerca de qué hacer el día después. Entre las múltiples elucubraciones sobresalen “diez teorías del fin del mundo” que no dejan de tener su gracia augurando desgracias. Un investigador de la universidad de Harvard alerta que “la tierra será devorada por un agujero negro”, aunque no menciona nada sobre los efectos gástricos que padecería ese oscuro no-objeto. Más interesante y hasta poético es un profesor de física de Jerusalén que dice que cuando una supernova (estrella gigante) se queda sin combustible, entonces, explota. De ocurrir tal cosa, nuestro indefenso planeta quedaría hecho papilla por “bombardeo de rayos cósmicos por el estallido de una estrella”. Menos creativo y más previsible es el científico que dirige una oficina en la NASA y que menciona que el desastre será por “impacto de un meteorito” y que “el riesgo de morir como resultado del impacto de un objeto cercano a la Tierra es aproximadamente equivalente al riesgo de morir en un accidente de avión”, sin reconocer que Bruce Willis sabe más de esos asuntos (meteoritos y aviones). Si no es extraterrestre el origen del peligro, las predicciones posan la mirada en la propia naturaleza planetaria. Un enigmático profesor Stindl vaticina el acabose mundial por “la erosión de los telómeros”, unas tapitas protectoras que se encargan de dar estabilidad a nuestros cromosomas, y si aquellos se erosionan y éstos se tornan inestables… para qué te cuento lo demás. Y en esa veta de daño endógeno se inscribe una viróloga inglesa de apellido Zambón que nos amenaza con una “pandemia viral” del tipo gripe, de esas que asolan al mundo “cada siglo” y es inevitable que “al menos una ocurra en el futuro”. Finalmente, un mariscal del ejército británico aventura la idea originalísima de una “guerra nuclear” provocada por “un gatillo suelto” que podría empezar una conflagración por accidente; y un profesor universitario de EEUU, más original todavía, dice que será el “terrorismo” el Armagedón porque “es más fácil que un grupo malevolente consiga los materiales, la tecnología y la experiencia para hacer armas de destrucción masiva”.No sé por qué a medida que se acercan al comportamiento humano como factor causal del desastre, las predicciones y “teorías” se vuelven más aburridas. Y tal vez el aburrimiento sea un buen motivo para desear el fin del mundo; pero del resto del mundo, porque nosotros tenemos la dicha (desdicha para algunos) de vivir en la sociedad menos aburrida del planeta y sus alrededores.*SociólogoLa Razón – La Paz