La reveladora furia de García y el proceso de cambio


Alejandro Almaraz

AALMARAZ El pasado 22 de junio, un grupo de personas hicimos conocer a la ciudadanía el “Manifiesto por la recuperación del proceso de cambio para el pueblo y con el pueblo”. Ese Manifiesto fue respondido por el vicepresidente Álvaro García Linera con un furioso libro de 168 páginas distribuido junto al periódico “Cambio” y titulado “El oenegismo, enfermedad infantil del derechismo”.

En su respuesta, el Vicepresidente García pierde aplomo, seriedad y altura, y se prodiga en profusos insultos, descalificaciones personales alevosamente calumniosas, penosas incoherencias y viejas y nuevas mentiras. También pierde García, si alguna vez la tuvo, la habilidad polémica; dadas las pretensiones de ingenioso y ocurrente despliegue de erudición de su libro, podría esperarse un título un poco más imaginativo que ese parafraseo de Lenin tan trillado ya en las más pobres versiones de la izquierda setentista.



El desarrollo y desenlace final de la marcha indígena en defensa del TIPNIS, que ha convocado nuestra comprometida participación, nos obligó a postergar durante largos meses la publicación del presente documento. Esos mismos hechos bien podrían eximirnos de replicar al libro de García, pues han demostrado con dramática contundencia la profunda defección ética y política del Gobierno y su pleno alineamiento bajo los intereses del capital transnacional, argumento que sostenemos en el Manifiesto y que el Vicepresidente niega. Sin embargo, García concurre con su respuesta al debate político, que es nuestro más inmediato propósito, y tras sus falsedades e incoherencias, y en ellas mismas, revela nítidamente la actitud y la voluntad profundas de su Gobierno. Por eso creímos necesario responderle.

Un Vicepresidente oenegista en un Gobierno oenegista

El principal propósito de García es la descalificación personal de los firmantes del Manifiesto con el fácil y prejuicioso epíteto de “oenegistas”. Sabiendo perfectamente que gran parte de las autoridades de su Gobierno —incluyendo al núcleo del actual gabinete— provinieron de ONG, y con el simplismo propio de todo hombre crispado, García clasifica a las ONG como “buenas” y “malas” . Las buenas serían aquellas que “apoyan a las organizaciones sociales”, y las malas aquellas que “buscan suplantar el pensamiento y acción organizativa de los sectores populares indígenas y campesinos”. Se interpretaría, entonces, que las ONG a las que algunos firmantes del Manifiesto estamos vinculados son de las malas, y las otras, las que vincularon o vinculan a los miembros del Gobierno, son de las buenas. Resulta, sin embargo, que varias de estas instituciones, que García no quiere nombrar, reunieron no solo a algunos firmantes del Manifiesto, sino a varios ministros y altas autoridades de Gobierno actuales, y a él mismo.

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García fue durante varios años no solo miembro de la asamblea de asociados del Centro de Estudios Jurídicos e Investigación Social (CEJIS), sino su máxima autoridad institucional como Presidente de su Directorio. Desde esta función, ejercida hasta el mismo momento de asumir la candidatura vicepresidencial en el 2005, García aprobó el marco estratégico institucional del CEJIS, todos sus proyectos, convenios de financiamiento, planes anuales operativos, presupuestos, informes de gestión, balances financieros y, en general, todas las decisiones importantes de la institución, lo que implica, claro está, que García avaló con su firma el rol que la institución ha venido cumpliendo hasta el presente.

Por eso, salvo que García exceptúe específica y expresamente al CEJIS de sus descalificaciones, él es autor directo y principal de su carácter “ventrílocuo” que la hace “usar o comprar” a trabajadores e indígenas para sus “intereses particulares”, de que creara durante años “una relación prebendal y de neocolonización mental hacia diversas organizaciones sociales” y de las otras muchas execrables conductas que se explaya en denunciar (op. cit.: 10-11). Lo cierto es que, para García, el CEJIS que era una ONG buena cuando organizaba la presentación de sus libros, cuando le brindaba información especializada sobre la problemática agraria, o cuando le permitía nutrir al Gobierno de sus profesionales, se convirtió súbitamente en un temible monstruo al servicio del mal y del imperio en el momento en que decidió apoyar las demandas y movilizaciones de los sectores populares frente al Gobierno de Evo Morales. No obstante, el CEJIS y otras instituciones de similar función e identidad, hacen hoy lo que siempre hicieron: defender los derechos de los pueblos indígenas y otros sectores sociales populares y dar apoyo técnico a sus demandas y propuestas reivindicativas.

Pero además, si hay un grupo que podría caracterizarse de “oenegero”, por su larguísima, profunda y destacada pertenencia a las más importantes ONG del país, varias de las cuales hoy irritan a García, ese grupo es el que compone la parte más importante del actual Gabinete y de la conducción gubernamental. Pero nosotros, a diferencia de García, no manipulamos este hecho para descalificar a estas personas con epítetos fáciles y huecos, o acusándolas de “haber vivido de las ONG”. Preferimos debatir con ellas con honestidad y altura. Para terminar estos comentarios sobre el ridículo fantasma de las ONG que García ha desempolvado del arsenal retórico de los gobiernos neoliberales, que por lo visto guarda bien a mano, le hacemos una pregunta: ¿Las ONG ISBOL y FUNDABOL son de las buenas o de las malas? Suponemos que de las buenas, porque una de ellas hasta tenía oficina en el propio local de un Ministerio de reciente creación, muy vinculado a asuntos de especial interés oenegista.

“Valentía” y veracidad en García

Siempre en el deshonesto propósito de la descalificación personal, García miente cuando dice que varios de los firmantes del Manifiesto “tuvieron cargos de decisión” en Yacimientos Petrolíferos Fiscales Bolivianos (YPFB) y que “ahora que no están en YPFB, es fácil exigir y reclamar” (op. cit.: 64). Esa afirmación es totalmente falsa, ninguno de los firmantes del documento fue jamás funcionario ni autoridad de YPFB. Igualmente, García nos acusa, a quienes fuimos parte del Gobierno, de que “ya fuera del gobierno, critican lo que antes hicieron, lo que antes les parecía bien cuando estaban adentro”(op. cit. : 9). Jamás ninguno de nosotros tuvo ni la más mínima participación en las decisiones que desvirtuaron la nacionalización de los hidrocarburos y frustraron la refundación efectiva de YPFB; ninguno de nosotros apoyó la inversión de las Reservas Internacionales en los bolsillos de la banca transnacional y el Tesoro de los Estados Unidos, ni fue partidario del dedazo presidencial para designar autoridades judiciales, ni respondió con la brutalidad policial y la calumnia alevosa a las movilizaciones populares; ninguno de nosotros respaldó la violación descarada de los derechos constitucionales indígenas, ni fue partícipe de todas las demás deplorables defecciones gubernamentales que señalamos en nuestro Manifiesto. En lo que García tiene razón es en que criticamos “lo que no quisimos hacer cuando tuvimos la posibilidad” (ibídem). Es cierto, no quisimos ni permitimos el loteamiento sindical y partidario de los cargos públicos y de las tierras fiscales a título de “sublevación de la plebe”; no fuimos parte de la prebendalización de la función pública, ni practicamos la obsecuencia servil a las jefaturas, ni el falaz y doble discurso.

En la misma línea, García no especifica quiénes son aquellos que “querían usufructuar patronalmente de los resultados de una insurrección victoriosa, sin haber movido un dedo para que esa insurrección acontezca”, o “los insurrectos de café que no hicieron nada ante la primera escaramuza del golpe de Estado de los comités cívicos y prefecturas derechistas en agosto-septiembre del 2008”, o los “consultores que preparaban afanosamente las maletas de fuga ante el avance territorial del golpe de Estado cívico-prefectural” (op. cit. : 142-143). Por nuestra parte, le recordamos a García que entre los firmantes del Manifiesto están quienes condujeron la movilización popular cochabambina durante la Guerra del Agua, quienes marcharon sobre Santa Cruz en septiembre de 2008 en primera línea, los que estuvieron personalmente en los puntos de bloqueo más próximos a esa ciudad en ese mismo momento, los que sufrieron brutales agresiones físicas por dar la cara y defender la Constituyente en Sucre, y los que afrontaron la agresión armada de los terratenientes en el Chaco.

Nosotros fuimos físicamente parte de esa movilización popular que ahora García nos cuenta con tono melodramático y que solo conoce por haberla visto en televisión y por lo que le contaron sus agentes de seguridad. Pero habrá que entenderlo, porque en aquellos momentos, García, “estratégicamente” apostado en el Palacio de Gobierno, siempre rodeado de sus nutridos equipos de seguridad armados hasta los dientes, era el valiente “comandante” de heroicas batallas telefónicas y de temerarios asaltos mediáticos que nos condujeron a la gloriosa victoria de la revolución continental, en todas sus etapas y categorías.

En todo caso, García fue siempre muy cumplidor al notificarnos, invariablemente por los teléfonos que le atendían sus varios custodios militares y policiales, que, lamentablemente, los que sufríamos las agresiones físicas de los “golpistas” no podíamos contar con la fuerza pública. Finalmente, si hay algo que nos exime de más palabras sobre la “valentía” e integridad moral de García, es la brutal represión policial lanzada por su Gobierno a la marcha indígena en defensa del TIPNIS, y la posterior negación que él y Morales hicieron de toda responsabilidad al respecto.

Alegato antirracista y “teoría de la inmunidad étnico-sindical”

Otro argumento central de García, tediosamente repetido a lo largo de sus 168 páginas, es el mismo que usan, cada vez con mayor frecuencia, los voceros del oficialismo para responder a cualquier crítica o cuestionamiento a su gestión en los órganos públicos: calificar de racista al interlocutor por atacar al “Gobierno de los movimientos sociales”, “a cargo de campesinos, indígenas y trabajadores”. Con el mismo criterio, García encuentra en nuestro Manifiesto “cierta dosis de señorialismo”, “cierto tufillo racista” y hasta “racismo desbocado”.

García es pues autor de lo que podría reconocerse como la teoría de la inmunidad étnico-sindical en la función pública y, con ello, más allá de la defensa coyuntural de su Gobierno, expresa lo más claro y substancial de su pensamiento político. Su razonamiento es tan simplista como perverso: para él, la revolución radica en que “un campesino se vuelve Presidente, un indígena se convierte en Ministro, Director o Senador, un obrero se vuelve Viceministro, Concejal o Alcalde”. “Esa es la revolución que hay, la que es posible objetivamente”, nos dice, pero no es poca cosa, porque así, “el orden hasta acá acatado de las cosas se vuelca, se pone de cabeza, y se reorganiza el mundo” (op. cit.: 124-125); y más aún: esta es nada menos que “la revolución política más importante del país y del continente en los últimos siglos” (op, cit.: 122).

Para García, lo que hagan los dirigentes sociales en el poder, u otros a su nombre, resulta claramente secundario. Muestra de ello es que la desastrosa gestión pública a cargo del oficialismo, cuya inercia, incapacidad y corrupción han contribuido en gran medida a la paralización y crisis del proceso y al severo debilitamiento del propio Gobierno, es para García “el dificultoso aprendizaje y los reiterados esfuerzos, retrocesos y nuevos avances de gestión, propios de un gobierno compuesto por personas de distinto origen social popular, que no fueron educadas como profesionales del poder, y que tienen que ir aprendiendo sobre la marcha”(op, cit .:9).

Esta tesis de García es errónea en su misma substancia conceptual. Pero además, carece de toda autenticidad, pues ni el Gobierno ni el propio García la asumen verdaderamente, y la usan, más bien, como demagógica cobertura discursiva para la reproducción de las tradicionales prácticas de envilecimiento y prebendalización de la función pública. García tiene el infame propósito de hacerle creer al pueblo boliviano que la gestión de su Gobierno es mala porque está a cargo de indígenas y personas de condición humilde, y que en esto consiste la “grandiosa” revolución que vivimos. Esta es una pretensión especialmente despreciable porque miente descalificando y subestimando la capacidad e inteligencia de la gran mayoría de los bolivianos de origen o condición indígena, y fomentando los sentimientos de inferioridad históricamente implantados en ellos por la dominación colonial, para darle inmunidad e impunidad a su Gobierno.

En la Bolivia de hoy, merced a las transformaciones sociales producidas hace más de medio siglo y al enorme esfuerzo que hace la gente por educar a sus hijos, existen muchos indígenas y personas de condición social humilde con altos niveles de profesionalización e importantes conocimientos y capacidades que bien podrían hacer una gestión pública, cuando menos, muy superior a la del oficialismo. Pero muy pocas de estas personas aportan sus capacidades al Estado boliviano, la gran mayoría lo hace en beneficio del sector privado, de otros países o, en muchos casos, estas potencialidades verdaderamente estratégicas se desperdician y frustran producto del desempleo y la falta de oportunidades. Estos valiosos recursos humanos no están fortaleciendo la gestión del “Gobierno de los movimientos sociales” simple y sencillamente porque en este Gobierno no se elige al indígena, campesino u hombre o mujer del pueblo para ocupar un cargo público de acuerdo con su capacidad para cumplir con el mismo, sino que se lo hace, predominantemente, en función a la distribución corporativa y prebendal de la administración pública entre grupos de interés anclados en las cúpulas sindicales y políticas. Entonces, el funcionario público, que bien podría ser indígena, no es el más idóneo ni ética ni técnicamente para el cargo, sino el que ha decidido o “avalado” algún jerarca político o sindical a título de “redención de la historia”, como pago de su obsecuencia con el Gobierno y frecuentemente a cambio de “diezmos” que el aportante obligado tendrá que rembolsarse cobrando coimas.

Este sistema burocrático abyecto, que envilece la función pública usando el nombre y el rostro de los indígenas y los humildes, es el aplastante lastre que mantiene la administración del Estado sepultada en la inoperancia, la insensibilidad y la corrupción. Y no tiene nada de nuevo ni de revolucionario. Su origen histórico y su lógica de implacable desprecio por la gente son típicamente coloniales, pero fueron el MNR decadente y su saga militar quienes más profunda y ampliamente lo implantaron en todas las estructuras estatales, en el sistema político y en la propia mentalidad del sindicalismo servil. Ya ellos, los caciques del MNR y después el general Barrientos, hace medio siglo, presumían de “revolucionarios” mostrando entre sus correligionarios a ministros, parlamentarios y alcaldes campesinos, indígenas y obreros; Barrientos lo hacía también recorriendo todo el país en su helicóptero, regalando pelotas de fútbol y pronunciando encendidos discursos revolucionarios en un fluido quechua. Por cierto, esto último no le vendría mal al presidente Morales, dado el particular estilo de Gobierno que ha adoptado. A García no se lo recomendamos, porque sabemos que sus exhaustivos estudios de la realidad indígena le han impedido aprender algún idioma nativo.

¿Dónde están los “profesionales del poder”?

Las autoridades de condición indígena, campesina y obrera que menciona García como prueba de “revolución”, al igual que las que incorporaban los gobiernos del pasado, no son parte del núcleo de poder en el Gobierno, por el contrario, su peso en las decisiones principales es escaso o nulo. Hasta donde sabemos, ni las ministras Achacollo y Copa, ni el ministro Santalla, tuvieron o tienen mucho que ver en la política monetaria o de inversión pública, en la estrategia de hidrocarburos, en la intervención del poder judicial, en la definición de acuerdos globales con Brasil, o siquiera en la negociación y elaboración de la Ley de Revolución Productiva, pese a corresponder al área del desarrollo rural. No son estos ministros ni otras autoridades indígenas o campesinas, ni siquiera el Canciller Choquehuanca, y mucho menos la dirigencia de los movimientos sociales, quienes componen el núcleo íntimo de poder con el que el presidente Morales trata cotidianamente los asuntos estratégicos de la administración estatal.

Quienes componen ese estrecho núcleo concentrador de las decisiones del “Gobierno de los movimientos sociales” son unos muy pocos profesionales del poder —para usar los términos de García—, muy criollos ellos, de clase media acomodada y de significativas trayectorias en la academia, las ONG o la administración estatal en la etapa neoliberal. El propio García es un exponente representativo de esta nueva cúpula estatal: educado en el mejor colegio privado de Cochabamba, profesionalizado en una buena universidad del exterior, acogido y muy bien tratado por los círculos académicos, las ONG, las grandes cadenas mediáticas, y hasta por el mundo del modelaje y la farándula. Con esta trayectoria, ¿querrá García ser considerado como un “intelectual orgánico” de la clase obrera y el movimiento indígena y no como un “profesional del poder”?

Los otros integrantes de la cúpula de poder en el Gobierno de Morales tienen trayectorias e identidades sociales y políticas básicamente iguales, con la diferencia de que mientras unos se pasaron la vida en las ONG que tanto fustiga García, otros lo hicieron administrando diligentemente el modelo neoliberal. ¿Habrá alguien al que pueda considerarse más “profesional del poder” que el ministro Arce Catacora, que ni bien salió de la universidad, donde tenía la militancia izquierdista común en aquellos tiempos, inició una larga carrera en el Banco Central, llegando a ser funcionario jerárquico durante la mayor parte del periodo neoliberal? En el “Gobierno de los movimientos sociales” son estos “profesionales del poder” los que se sientan con Evo Morales a la mesa de las decisiones importantes. Los otros, acomodados más allá, en la periferia del poder, ofrecen sus rostros indígenas y populares para legitimarlas, y sus nombres para que García demuestre la “revolución” y atribuya a su falta de educación las deficiencias de una gestión gubernamental desastrosa y deplorable, de la que en realidad son principales responsables Evo Morales y su núcleo de “profesionales del poder”, capitaneados por García.

Pero la torpe doblez con que García emplea el recurso de la imputación de racismo va más allá todavía. Pretende mostrar que nuestro Manifiesto es un desleal ataque de un grupo de “resentidos” intelectuales “oenegistas” al “Gobierno de los movimientos sociales”, de los indígenas y campesinos. Oculta García el hecho de que ese Manifiesto fue elaborado y suscrito por meritorios líderes y luchadores indígenas, obreros y campesinos como Rafael Quispe, Oscar Olivera, Ernesto Sánchez, Moisés Torrez, Julia Chambi o Pablo Mamani, entre varios otros, quienes tuvieron una participación mucho más activa, decidida e importante que la suya en las luchas sociales que abrieron el proceso de cambio. Ellos, si bien plantean sus críticas respecto de la globalidad de la gestión del Gobierno que se dice “de los movimientos sociales”, precisamente por no serlo, en particular las dirigen a los responsables principales y directos de esa gestión: Morales, García y su estrecho núcleo gobernante de criollísimos profesionales del poder.

Ante los cuestionamientos y críticas de esos luchadores sociales que no presumen de infalibilidad o superioridad por su condición indígena o popular, García responde con su larguísimo alegato de insultos y descalificaciones. Desde su propio razonamiento que inmuniza su gestión de gobierno respecto de la crítica, a título de expresar la gloriosa “sublevación de la plebe”, su libro tiene de racismo no solo un “tufillo”, sino una pesada pestilencia. Es verdaderamente insólito que quien tacha de racistas a todos sus detractores, incluidos muchos líderes indígenas y campesinos, sea el Vicepresidente del único Gobierno de la historia que ha reprimido con brutalidad criminal una marcha pacífica de indígenas que reclamaban por la flagrante violación de sus derechos constitucionales, cometida por ese mismo “Gobierno de los movimientos sociales”.

Nosotros creemos que es indudablemente necesaria la amplia y decisiva participación de los sectores sociales históricamente oprimidos y excluidos en la administración del Estado, en un proceso de transformación estructural de este y emancipación integral de aquellos, como es la misión histórica del proceso que vivimos. Sin embargo, para que esa presencia popular en el aparato del Estado adquiera sentido y trascendencia transformadores en la perspectiva democrática y emancipatoria que demandan del proceso las mayorías nacionales, son imprescindibles por lo menos dos condiciones. Para empezar, ese acceso a la gestión estatal debe producirse por los conductos y procedimientos de una nueva institucionalidad pública fundada en los valores y normas que se asuman como sustento ético del nuevo Estado, y no reproduciendo los que caracterizaron al corrupto y prebendal Estado oligárquico y colonial. Luego, y con importancia fundamental, la labor de esos nuevos funcionarios públicos de condición popular, como la del Estado en su conjunto, debe estar eficazmente enmarcada en los lineamientos estratégicos y objetivos programáticos de la transformación social y estatal.

Si estas condiciones no se cumplen, aquella presencia popular en la función pública, que por sí sola podría considerarse como un avance democrático, derivará, como ha ocurrido ya ampliamente en el pasado, en su asimilación y funcionalización a las tradicionales lógicas y propósitos con los que se ha administrado el Estado boliviano contra la gran mayoría de los bolivianos, perdiendo todo sentido transformador. Peor aún, si la presencia estatal de los pobres, carente de aquellas condiciones que la proyectan a las transformaciones histórico-sociales, es presentada, como lo hace García, como el meollo de una gigantesca revolución de alcances insuperados en toda la historia del continente, tendrá además el perverso efecto regresivo de renovar y reforzar la discriminación racial, el desprecio étnico, los sentimientos de inferioridad implantados por la colonialidad y, en suma, desfogar, sobre la identidad y el proyecto de los indígenas y los pobres, el peso política y moralmente devastador de una nueva y profunda frustración nacional.

Es a esta última y nefasta perspectiva a la que nos encaminan los actos del Gobierno autodenominado “de los movimientos sociales”, de rostros y nombres indígenas, pero de pensamiento y voluntad conservadora, tecnocrática y desarrollista. Es pues en este Gobierno, y en la gestión de una ministra campesina en el Ministerio de Desarrollo Rural, que el poderoso empresariado soyero ha logrado su ansiado sueño de darle rango de ley a la autorización que tímida y débilmente les diera Banzer para producir y comercializar soya transgénica. Es en este mismo Gobierno encabezado por un campesino que, con su expreso respaldo y el patrocinio de la cúpula sindical campesina, se pretende reformar la legislación agraria surgida de décadas de luchas indígenas y campesinas, para revertir la distribución comunitaria de la tierra y entregarla al mercado. Es en este Gobierno que importantes autoridades de procedencia popular y sindical incurren en los mismos actos de corrupción que cometían sus oligarcas predecesores en la administración pública, para luego beneficiarse con los mismos premios e idéntica impunidad.

El proceso de cambio del que hablamos

Otra línea argumental del libro de García es atribuirnos lo que no decimos. Como es tan común en los polemistas de pobres razones, García quiere que seamos y digamos lo que él escasamente puede rebatir. Así es que nos atribuye haber dicho que en el país “nada ha cambiado” (op. cit.: 12). Esta es otra mentira. Lo que afirmamos en nuestro Manifiesto es que hoy, a casi seis años de gobierno de Evo Morales, la gran mayoría del pueblo se encuentra básicamente en la misma situación de pobreza, precariedad y angustia en la que estuvo siempre, y que pareciera que a los que mejor les ha ido, es a los que siempre les fue bien: los banqueros, las transnacionales petroleras y mineras, los contrabandistas y los narcotraficantes. Nos ratificamos plenamente en ello, y lo que tendría que hacer García, si su intención fuera debatir con honestidad, sería aceptarlo o negarlo, y no endilgarnos otra afirmación para eludir su posición frente a lo que realmente hemos dicho.

Mal podríamos afirmar que en el país “nada cambió”, si desde el mismo título de nuestro Manifiesto reconocemos la histórica apertura de un proceso de cambio y llamamos a recuperarlo desde la iniciativa y la movilización social. Sin embargo, nuestra comprensión de dicho proceso es profundamente distinta a la de García y del Gobierno. Para ellos, el proceso de cambio es, lisa y llanamente, lo mismo que el Gobierno de Evo Morales; para ellos, proceso y Gobierno de Morales son sinónimos perfectos. Así de simplista y propagandística es su visión del proceso histórico del país. Para nosotros, en cambio, el proceso es la proyección y expresión estatal de la emergencia indígena, campesina y popular producida en las últimas décadas, contra las viejas estructuras de la dominación colonial y las recientes del modelo neoliberal. Esta expresión estatal, si bien ha quedado restringida al ámbito de la formalidad jurídica en los casos de mayor relevancia global, tiene la extraordinaria significación histórica de definir, desde el propio seno de la institucionalidad estatal, el carácter de un nuevo Estado y una nueva sociedad. Este es particularmente el sentido de la nueva Constitución Política del Estado (CPE) que, recogiendo las aspiraciones, demandas y proyectos de las mayorías nacionales, ha proclamado el carácter plurinacional, comunitario y autonómico del Estado boliviano y ha definido el modelo social-comunitario como principal orientación en organización económica de la sociedad boliviana.

En todo caso, y ya prevenidos de la repentina y notable devoción jurídica de García, esa que le hace creer que porque un Decreto Supremo dice que los hidrocarburos son de propiedad del Estado efectivamente lo son, cabe añadir que, como ha sido propio de la escisión entre la ley y la realidad a lo largo de toda nuestra historia, no porque la CPE preceptúe el carácter plurinacional del Estado, este lo habrá adquirido en la realidad concreta. Para que esto último ocurra, son necesarios los resueltos impulsos trasformadores de las estructuras estatales a los que el Gobierno ha renunciado. Y siempre en el ánimo de prevenir las audaces distorsiones con las que García pretende servirse de la realidad, esta vez las de simple carácter propagandístico, es necesario destacar que las realizaciones estatales en las que el proceso de cambio tiene su expresión y, a la vez, la apertura de su perspectiva transformadora del conjunto de las estructuras sociales y políticas, no son, en lo principal, obra del Gobierno de Evo Morales o del MAS. Son más bien el resultado directo de la ofensiva social y política del emergente movimiento indígena y campesino que, articulado a la movilización de los otros sectores populares, fue capaz, primero, de resistir y derrotar el modelo neoliberal derrocando y expulsando a sus exponentes, instalar democráticamente en el Gobierno —con un claro mandato de transformación revolucionaria— a quienes creyó sus representantes y, por último, concebir un nuevo Estado y una nueva sociedad y establecerlos como razón y carácter del Estado boliviano.

Algunas de estas realizaciones, en los momentos de mayor vigor en la incidencia autónoma de las organizaciones populares emergentes sobre el poder político, se produjeron con la participación, generalmente débil y vacilante, del Gobierno de Evo Morales. Pero varias otras, se produjeron sin esa participación y aun contra ella. Este último es el caso de varios contenidos de la nueva CPE, fundamentales para definir el sentido de los cambios en el país, como el carácter comunitario de la distribución y redistribución de la tierra, o la representación política directa de los pueblos indígenas en las estructuras de los poderes públicos. Tan evidente fue la adversidad gubernamental a varias demandas e iniciativas de las organizaciones sociales-populares en el proceso constituyente que, cuando pudieron, aprovechando el desenlace crítico del mismo, las desplazaron del texto constitucional en acuerdo con la derecha parlamentaria. Y en el caso de las que no pudieron eliminar en Oruro, en el edificio de la Lotería Nacional o en el Senado en La Paz, por mucho que quisieran y la derecha empresarial se los pidiera, han optado por el viejísimo y simple recurso del poder político oligárquico: violar la Constitución e ignorarlas en los hechos, como viene ocurriendo con buena parte de los derechos constitucionales indígenas.

“El Estado no debe ni puede perder ante nadie”

En su libro, García hace una vehemente defensa de la reforma del Órgano Judicial en curso, cuyo encendido entusiasmo lo lleva a la clara confesión de su carácter autoritario y su propósito de subordinación de la administración de justicia. En la ya señalada línea argumentativa de atribuir al contendor la posición con la que él quisiera debatir, responde a las denuncias hechas en nuestro Manifiesto atribuyéndonos el criterio de que la justicia loteada por los partidos tradicionales sería independencia de poderes.

Jamás hemos afirmado lo que García quiere hacernos decir. Todo lo contrario, la históricamente invariable servidumbre de la administración de justicia respecto a los intereses del poder económico y político ha sido siempre una expresión estructural de las profundas injusticias sociales en nuestro país, y una fundamental e insalvable negación de toda posibilidad democrática para el Estado boliviano. Por este convencimiento básico, hemos aportado a la redefinición normativa e institucional del sistema judicial que establece la nueva CPE, y consideramos su correcta aplicación como uno de los más indispensables y urgentes objetivos del proceso de cambio. Seguimos pensando que sin un sistema de justicia indisolublemente identificado con la sociedad boliviana y profundamente imbuido de sus valores y de su diversa identidad cultural, independiente del poder económico y político, transparente y eficaz, no es posible la transformación del Estado boliviano en el horizonte democrático, plurinacional y social de derecho proclamado en la misma Constitución.

Al producirse la reelección de Evo Morales y Álvaro García en diciembre de 2009, expresándose un abrumador respaldo ciudadano al proceso de cambio y constituyéndose la holgada mayoría legislativa del MAS, el Gobierno dispuso de inmejorables condiciones para desarrollar la reforma democrática del sistema judicial en el sentido que señalamos y cumpliendo el mandato de la nueva CPE. En ese renovado contexto de extraordinarias oportunidades políticas e institucionales, el Gobierno podía, como proclama García, “desmontar el sistema patrimonialista de justicia” y “construir un nuevo sistema judicial transparente y al servicio de la sociedad” (op. cit.: 117). La condición fundamental para hacerlo era renunciar, desde el centro del poder, a la tradicional subordinación del sistema judicial; respetar los preceptos constitucionales que sustentan la independiente y transparente administración de justicia; normar y ejecutar el proceso de selección y elección de nuevos magistrados en el propósito de poner la justicia en las manos ética y técnicamente más idóneas y libres de designios y condicionamientos políticos o corporativos. De haberse procedido así, se habría dado inobjetable aplicación a la nueva CPE, se habría ganado una amplia confianza ciudadana en favor de la reforma judicial, y se tendría hoy autoridades judiciales si no perfectas y químicamente puras en su independencia respecto de intereses sociales y políticos, enormemente más idóneas, independientes y confiables que las surgidas de los viejos y nuevos “loteos” de la administración judicial.

Pero en lugar de ello, el Gobierno de Morales y García optó por desmontar el viejo sistema judicial loteado por la oligarquía, para montar el suyo, tan patrimonialista, servil y excluyente como aquel. En ese propósito, incumplió, distorsionó y violó la CPE, grave y reiteradamente. Empezó vulnerando frontalmente el principio de la independencia de poderes con el aberrante dedazo imperial para designar a las autoridades judiciales provisionales; luego, organizó y ejecutó un proceso de selección de postulantes plagado de arbitrariedades e irregularidades que cumplió el cometido de excluir a los que, al margen de su calidad ética y profesional, no gozaran de la confianza del Gobierno y de su partido, y remató con la imposición de la consigna partidaria, tan grotesca y prepotente, que ahorrándose razones y argumentos, siempre tan difíciles para la mayoría oficialista, descendió a instruir el voto legislativo con las pedagógicas papeletas de la vergüenza. Es debido a su clara percepción de este embuste que la ciudadanía ha expresado su categórico rechazo, como queda indudablemente claro en el triunfo electoral de los votos nulos y blancos, e incluso de los nulos solos, sobre los válidos. Pero el Gobierno hace mucho que se ha desconectado de la realidad y de la voluntad del pueblo, y no es extraño que para negar la humillante derrota que supone esperar, con triunfalista proclamación, el 70 por ciento de los votos y obtener solo el 40 por ciento, encuentre pueriles explicaciones técnicas, o simplemente persista en su línea habitual de subestimación de la gente, tachándola de incapaz para comprender las particularidades operativas de la elección.

Tan evidente es la violación del principio constitucional y democrático de la independencia de poderes en la reforma judicial ejecutada por el Gobierno que, para justificarla, García se ve obligado a confesarla. Así, luego de dirigirnos interminables insultos por defender la independencia de poderes, dice que esta “es una ilusión liberal creada para encubrir la dependencia real de la justicia hacia el poder económico moderno” (op. cit.: 117-118). Esto es lo que García y Morales —por elementad honestidad— debieron decirle claramente a toda la ciudadanía cuando postulaban su reforma judicial. Pero además, y en un muy particular y sugerente desarrollo teórico, García argumenta que “la justicia en la mayor parte de los Estados es independiente del pueblo y dependiente del dinero y de la propiedad, y lo que nosotros queremos, y estamos construyendo, es lo contrario, es decir, que la justicia sea dependiente del pueblo, dependiente de los intereses comunes de todos los bolivianos, e independiente del dinero y de la propiedad” (op. cit.: 117). Siguiendo el razonamiento de García, habrá que asumir que ese conglomerado social tan amplio y heterogéneo que se designa con el término de “pueblo”, no tiene nada que ver con el “dinero y la propiedad”, al igual que los intereses comunes de los bolivianos. Pero García va más allá y hace esta afirmación digna de Mussolini: “En esta etapa de transición lo que predomina es la lógica de que el pueblo trabajador, el Estado, como síntesis del interés común, no puede ni debe perder ante nadie, y que la defensa del patrimonio público está por encima de la defensa del interés privado o personal” (op. cit.: 117). Por supuesto, se debe recordar que para García se ha consumado ya en el país una gigantesca revolución de alcances continentales, por lo que se tendrá que asumir que todas las contradicciones existentes en la sociedad boliviana, y los contenidos de clase y de casta del Estado boliviano, se han superado en favor de los sectores oprimidos, y el Estado se ha convertido en “el pueblo trabajador” y en “la síntesis del interés común”.

Si es así como se piensa, lo elementalmente honesto y coherente, en vez de ofrecer democracia plural y amplios derechos ciudadanos, es postular, abiertamente, la constitución de un Estado autoritario, como los del socialismo real o del fascismo en su múltiples variantes históricas, en los que se supriman aquellos intereses sectoriales o corporativos susceptibles de generar contradicción con los del “pueblo convertido en Estado”. Pero aun en los Estados autoritarios se comprendería que el Estado tiene expresiones institucionales concretas que, necesaria e inevitablemente, y no obstante ser personas de derecho público, sostienen relaciones jurídicas de derecho privado con otras personas. Luego, estas relaciones jurídicas, como es común a todas ellas, son siempre susceptibles de caer en controversia y conflicto, por muy maravilloso y revolucionario que sea el Estado en cuestión, y siendo, además, que las personas de carne y hueso que toman decisiones y actúan por las entidades estatales, probablemente no sean siempre la mismísima encarnación de Tupak Katari o Robespierre, y puedan lesionar los legítimos derechos de otras personas o del conjunto de la sociedad cometiendo errores y latrocinios, como contratar la construcción de carreteras con fraudulentos sobreprecios o destruir valiosos activos de empresas públicas por incompetencia. En estos casos, siempre previsibles, con la sentencia de García, en verdad más polpotiana que mussoliniana, de que “el Estado no puede ni debe perder ante nadie”, queda plenamente garantizada la impunidad y la discrecionalidad de los burócratas corruptos, abusivos e incapaces, y el desamparo de todos los demás. Así, queda también claro lo que traerán a la administración de justicia los magistrados elegidos por Morales, García y los jerarcas del oficialismo. Por nuestra parte, rechazamos tan oscuro y amenazante amasijo teórico, mezcla del pensamiento fascista con las tesis estalinistas y la vieja educación cívica escolar, y, sin lugar a dudas, preferimos la “ingenuidad liberal” de considerar la independencia de poderes como una norma de necesidad básica para construir, en el marco de la democracia plural del Estado Plurinacional, una veraz institucionalidad democrática en el sistema de justicia.

Algo más: proclamando los logros de la transición revolucionaria en el sistema judicial, siempre en la tónica de su emocionado optimismo, García dice que “los que se creían inmunes a la justicia para asaltar el erario público, que estaban acorazados frente a las investigaciones de los malos usos del patrimonio estatal, están yendo a los juzgados como cualquier ciudadano más” (op. cit.: 116). Este es un engaño tan grande como su teorización revolucionaria. Es probable que algunos de los antiguos inmunes deban ahora encarar a la justicia, pero no porque se esté liquidando la impunidad y la servidumbre de la administración de justicia, sino porque ahora sus beneficiarios son otros. En efecto, algunos de los jerarcas corruptos de la vieja partidocracia tradicional que no han alcanzado a reacomodarse en el nuevo aparato de poder, han caído en la desgracia del desprotegido juicio, pero, en cambio, los que no “están yendo a los juzgados como un ciudadano más”, pese a que los casos de corrupción que los implican son tan graves como los que pesan sobre los primeros, son los jerarcas del nuevo poder político encumbrado en el “Gobierno de los movimientos sociales”.

Así, solo a manera de ejemplo, resulta que el señor Jorge Ledezma, exprefecto de Cochabamba designado por Evo Morales, “no está yendo a los juzgados” a responder por malos manejos idénticos a los que han derivado en el enjuiciamiento de Manfred Reyes Villa, puestos en conocimiento del Ministerio Público por la propia Gobernación de Cochabamba hace aproximadamente un año. Por el contrario, Ledezma ha recibido el honroso reconocimiento de ser designado como embajador en el Perú. Tampoco “está yendo a los juzgados” la ministra Nemecia Achacollo, a responder por el cúmulo de extorsiones y falsificaciones de documentos públicos agrarios cometidas a su nombre y, según serios indicios, en su beneficio, por una banda delincuencial encabezada por su estrecho asesor, que alternaba estos delitos con la estafa a los municipios rurales cruceños a cargo del MAS en la ejecución de los proyectos “Evo Cumple”. Curiosamente, hace varios meses que se relevó al fiscal asignado al caso y no se nombró otro, por lo que la investigación está congelada y olvidada.

Ni qué decir de Marcelo Zurita, sobrino de Leonilda Zurita, que, habiendo sido implicado en gravísimos hechos de corrupción con los recursos del Plan Nacional de Vivienda Social hace ya aproximadamente cuatro años, y siendo desde entonces tales hechos de conocimiento de la Ministra Anticorrupción y de los sucesivos ministros de Obras Públicas, los mismos que han anunciado reiteradamente un pronunciamiento que jamás han hecho, tampoco “está yendo a los juzgados”. También él, contrariamente, ha gozado del renovado aprecio y confianza presidencial, expresados en su nombramiento como principal responsable del Programa “Evo Cumple”. En todos estos tan “auspiciosos” resultados de la nueva justicia, la de la “transición revolucionaria”, al igual que en el de los delictivos sobreprecios en los contratos de construcción de carreteras suscritos con la brasileña OAS, esperamos ver si el Estado no “deberá” ni “podrá” perder.

En conclusión, lo que el Gobierno de Morales y García está haciendo con la reforma del sistema judicial es, efectivamente, desmontar el particular aparato establecido y loteado por la antigua partidocracia oligárquica, pero no para abolir la subordinación y la servidumbre de la administración de justicia respecto de los intereses del poder, como demanda el pueblo boliviano y es mandato constitucional, sino para montar su propio aparato, tan servil y subordinado como el anterior, y brindar los mismos privilegios de impunidad y prevaricación a las nuevas élites que encumbra con los actos de su defección moral. La agravante está en que esta perfecta reproducción del viejo envilecimiento de la justicia se hace al nombre legitimador de la “revolución”, del pueblo y del proceso de cambio.

La singular “nacionalización” de García

Sobre el fundamental tema de la nacionalización de los hidrocarburos, el libro de García tiene la especial importancia de revelar que el Gobierno la ha incumplido porque, en realidad, la ha descartado. En efecto, García sostiene que la producción hidrocarburífera tiene tres componentes: las riquezas naturales hidrocarburíferas, el excedente o ganancia de su explotación y, por último, “la infraestructura extractiva de los hidrocarburos, las máquinas, las herramientas, los taladros con los que se extraen, etc.”. A continuación, dice que “de esos tres componentes, los dos primeros son los que definen si un recurso material está en manos privadas o en manos del Estado. Ellos constituyen la columna vertebral de cualquier nacionalización de los hidrocarburos en el mundo, y la garantía del control soberano del Estado sobre sus materias primas” (op. cit.: 32-33). Aún más, García afirma que en la Rusia soviética, en Cuba o en Bolivia con las primeras nacionalizaciones, la soberanía estatal se asienta en la nacionalización de esos dos componentes (op. cit.: 33).

Nos llena de vergüenza e indignación que el Vicepresidente de nuestro país haga gala de tanta ignorancia, con tanta soltura y desparpajo, pero, aun así, avergonzados e indignados, celebramos que desemboce su oposición a la nacionalización de los hidrocarburos. En la segmentación de la producción hidrocarburífera que propone García, corresponden al relegado y desvalorizado tercer componente nada menos que las estructuras productivas que permiten extraer los hidrocarburos de sus yacimientos naturales y convertirlos en riqueza, ganancias y excedente. Estas estructuras productivas no son solo “máquinas y taladros”, como dice García con un simplismo deplorable, sino que, además de los costosos bienes de capital, implican conocimiento científico especializado, generación y aplicación de alta tecnología, mano de obra calificada, organización productiva y capacidad gerencial, todo articulado y desplegado bajo una estrategia productiva de mediano y largo plazo. Estas estructuras productivas son centralmente las empresas, y constituyen el único medio de apropiación material de los recursos hidrocarburíferos.

Ante la ignorancia displicente con que García conceptualiza esas estructuras productivas, es comprensible que se pregunte qué es esa “apropiación material” que reclamamos en nuestro Manifiesto. Exactamente al contrario de lo que García sostiene, todos los países del mundo que se han propuesto ejercer soberanía efectiva sobre sus hidrocarburos, han considerado insuficiente la proclamación jurídica de la propiedad estatal sobre las reservas y la percepción de ganancias generadas por su explotación, y han optado por centrar sus estrategias de apropiación nacional en la conformación y funcionamiento de empresas estatales que les permitan adquirir un control pleno, directo y autónomo del proceso productivo, es decir, apropiarse del recurso natural materialmente. Exactamente en dirección contraria a lo que afirma García, salvo algunos fallidos casos africanos, ninguna otra experiencia de nacionalización en el mundo ha dejado de sustentarse centralmente en la creación y desarrollo de las empresas estatales.

Ocurre entonces que casi todos los Estados del mundo que han asumido la necesidad de nacionalizar sus hidrocarburos o de ejercer soberanía efectiva sobre su producción, han razonado a la inversa de García y del neoliberalismo. Para empezar, la definición legal de la propiedad estatal sobre los hidrocarburos no es, como parece creerlo el entusiasta García, ninguna novedad revolucionaria ni resultado de nacionalización alguna, ni en Bolivia ni en los otros países que nacionalizaron sus hidrocarburos o sus minerales. Es una muy antigua expresión de la concepción regalista y dominal de los recursos del subsuelo que caracteriza a la amplísima tradición jurídica continental en contraposición a la tradición anglosajona, regida más bien por el sistema de la accesión. Por eso es que, desde hace varios siglos, en los muchos Estados tributarios de esta tradición jurídica, Bolivia entre ellos, la ley establece invariablemente que los yacimientos de minerales e hidrocarburos son de propiedad del Estado. Por eso mismo, por muy aperturistas o liberales que hayan sido o sean las políticas de esos Estados, no se concede jamás la propiedad formal de esos recursos a los particulares, sino que se los concesiona bajo condiciones determinadas y con la posibilidad de recuperar su dominio efectivo. Tal vez recuerde García que la propia Ley de Hidrocarburos de Sánchez de Lozada empezaba estableciendo, con absoluta claridad, que los hidrocarburos eran de propiedad inalienable del Estado boliviano. Sin embargo, cuando los Estados legalmente propietarios de los yacimientos hidrocarburíferos y minerales de sus respectivos territorios no ejercen ese derecho explotando por sí mismos esos recursos, la efectividad del mismo se restringe a la percepción de una renta, con distintas modalidades y denominaciones posibles, producida por la explotación de los recursos que necesariamente quedará a cargo de actores privados, y, adicionalmente, a ejercer algún grado de fiscalización y control sobre estos.

En el caso de los hidrocarburos, la uniforme experiencia internacional nos muestra que los actores privados que concentraron su explotación a escala mundial fueron las empresas transnacionales, así constituidas en uno de los núcleos más fuertes y agresivos del capital. Esa experiencia nos muestra también que esas empresas, muy lejos de ser el buen socio que trae sus taladros o el inofensivo pintor de brocha gorda que le pinta la casa a García (op. cit.: 35), capturaron el control unilateral y discrecional de los respectivos procesos productivos y, por esa vía, se apropiaron de hecho de los recursos mismos. De este modo, las transnacionales obtuvieron inmensas ganancias ilegítimas de la explotación a su cargo, en grave detrimento de la renta adeudada a los Estados dueños de los recursos, sometieron globalmente la industria hidrucarburífera a sus estrategias e intereses monopólicos, normalmente contradictorios con los de los países en los que operaban y, por último, utilizaron su poderío económico y político para someter a los Estados a la dependencia que garantizaba la reproducción de su poder y sus ganancias. Esta captura generalizada de los recursos hidrocarburíferos por parte del capital transnacional, independientemente de la vulnerabilidad política de los Estados, especialmente del tercer mundo, fue posible por el posicionamiento y dominio unilateral de esas empresas transnacionales sobre el proceso productivo, sin que las contrapartes estatales tengan la capacidad técnica y operativa que les permita sustituirlas o controlarlas efectivamente.

Ante esta realidad, tan conocida como dramática en la historia mundial, ninguno de los Estados sometidos y expoliados por las transnacionales petroleras razonó como lo hace García, y consideró “tener en sus manos” sus hidrocarburos, o los dio por bien “nacionalizados”, por el hecho de gozar de la propiedad legalmente establecida sobre los mismos, o por participar de su renta, elementos que además, como se ha visto, siempre estuvieron vigentes. Por el contrario, fue unánime la percepción de que si se carecía de la capacidad propia e independiente de producir y convertir en riqueza esos sus recursos naturales, la propiedad estatal de los mismos quedaba reducida a la ficción de la formalidad jurídica, mientras que su propiedad real y fáctica, en tanto amplia capacidad de disponer y disfrutar, quedaba en las manos ajenas de las transnacionales. En esas condiciones, la propia participación de esos Estados en la renta petrolera quedaba supeditada y, normalmente, ilegítimamente disminuida por el incontrolado manejo unilateral que las transnacionales hacían del proceso productivo. Consecuentemente, todos aquellos Estados asumieron el objetivo nacional de ejercer plenamente su soberanía sobre la producción de sus hidrocarburos y, para ello, centraron sus acciones en la creación y desarrollo de empresas estatales que les permitieran la producción propia de esos recursos y, consiguientemente, su apropiación material. Todos optaron por lo que para García es “la modalidad movimientista de nacionalización” (op. cit.: 37). A este contexto histórico y a esta finalidad corresponden todas las nacionalizaciones, y todas ellas han tenido como su componente central la adquisición o construcción de las empresas estatales del sector. Solo mediante las empresas estatales, aquellos Estados podrían garantizar sosteniblemente la apropiación de la renta petrolera, conservar e intervenir sus reservorios hidrocarburíferos de acuerdo con su propio interés, incidir autónomamente en el mercado internacional y articular su producción hidrocarburífera al desarrollo de su economía nacional. En síntesis, solo así podrían concebir y desarrollar una estrategia nacional para el aprovechamiento soberano de sus hidrocarburos.

Es importante advertir que el surgimiento de las empresas estatales de los hidrocarburos, en muchos casos de gran relevancia histórica, permitió a sus respectivos Estados sustituir a las empresas transnacionales en el proceso productivo y, consiguientemente, lograr la apropiación total de la renta hidrocarburífera. En otros, esos emprendimientos tuvieron una importancia decisiva para modificar substancialmente las relaciones con las mismas empresas transnacionales, mediante acuerdos cuyo carácter asociativo y ya no concesional, limitaba el dominio discrecional de estas y otorgaba a las empresas estatales márgenes variables de control con los que podían subordinar o alinear los respectivos procesos productivos a sus propias estrategias. Esta última situación tuvo gran relevancia durante el fuerte impulso aperturista y privatizador del neoliberalismo, pues permitió que, en la gran mayoría de los países productores de hidrocarburos —Bolivia fue una de las desdichadas excepciones—, la apertura del sector a la inversión privada no determinara la privatización de las empresas estatales, sino que pudiera canalizarse por medios contractuales asociativos que permitían, en algún grado, la intervención y el control de las empresas públicas sobre las operaciones productivas. Dicho interés se mantiene en importante medida, ante la actual necesidad de muchos países productores —Bolivia entre ellos— de acceder a mayor capital y a la tecnología de punta que dominan concentradamente las transnacionales.

En todo caso, la historia y la realidad enseñan que esas relaciones contractuales asociativas pueden recaer subrepticiamente en el tradicional sentido concesional que derivaba en el control unilateral de las transnacionales. Para que ocurra aquello, o que la empresa estatal logre imponer su control y el interés nacional, será decisivo, nuevamente, el grado de involucramiento real de esta en el proceso productivo. A su vez, este involucramiento estará determinado, por un lado, por las atribuciones derivadas del marco normativo legal y convencional. En este sentido, será fundamental el otorgamiento del rol de operador, el mismo que consiste en la atribución de ejecutar el conjunto de acciones y procedimientos materiales que constituyen el proceso productivo y son objeto de la respectiva relación jurídica. El operador es el productor en sentido estricto. Es bien sabido en los círculos especializados en la materia que el rol de operador supone, para quien lo ejerce, la decisiva ventaja de dominar la amplia y compleja materialidad del proceso productivo y, consiguientemente, adquirir pleno y pormenorizado conocimiento de la misma. A partir de esta privilegiada situación, el operador tendrá salvaguardados sus intereses y, adicionalmente podrá, como ha sido una práctica común a las empresas transnacionales, obtener grandes ventajas ilegítimas y subrepticias, aprovechando las múltiples oportunidades que ofrece para ello el unilateral manejo operativo de un proceso técnicamente tan complejo y de tan poca visibilidad como el de la producción de hidrocarburos.

La contraparte asociativa del operador solo podrá equilibrar el poder de este ejerciendo un riguroso control operativo, para lo cual requerirá, indispensablemente, de atribuciones suficientemente amplias y específicas y, a la vez, la suficiente capacidad técnica y operativa para ejercerlas efectivamente. Así, el involucramiento en el proceso productivo resulta también determinado por la capacidad técnica y operativa de las empresas concurrentes a estos esquemas de inversión conjunta. Si se goza de estas capacidades, se podrá aspirar a cumplir el rol de operador, prioritaria pretensión de toda empresa hidrocarburífera que se respete, o, en caso de no tenerlo, se podrá resguardar el interés propio ejerciendo un efectivo control sobre las complejas y fundamentales operaciones productivas.

Los mismos ejemplos que menciona García para respaldar su tan original teoría de las nacionalizaciones están plenamente inscritos en esta uniforme experiencia mundial. En efecto, García parece ignorar que durante el socialismo soviético el Estado ejerció un férreo y total monopolio de las industrias extractivas, y, aun ahora, derrumbado ya el socialismo y superado el efímero ultraliberalismo de Yeltsin, Rusia ha reconstruido una fuerte y dinámica empresa estatal de los hidrocarburos que controla plenamente la producción de los suyos e interviene en la de otros muchos países. García también parece ignorar que la primera nacionalización del petróleo en Bolivia, una vez caducadas las concesiones de la Standard Oil, se desarrolló centralmente en la fundación y rápido y exitoso funcionamiento de YPFB, que en muy pocos años superó la producción de la Standard, satisfaciendo el mercado interno y abriendo la exportación. ¿No hay entre los cinco mil títulos de la biblioteca de García un humilde texto escolar de historia nacional? Incluso ignora lo escrito en su mismo libro, pues allí se menciona que la nacionalización de la Gulf, en 1969, supuso trasferir los activos de la transnacional a YPFB, es decir, sustituirla por la empresa estatal. En cuanto al caso cubano, donde las reservas de hidrocarburos son una expectativa y no una realidad, la celebración de contratos de exploración con empresas extranjeras, surgida de la necesidad del Estado cubano de acceder a la tan compleja como poco accesible tecnología de punta para la exploración y explotación de hidrocarburos en el lecho marino, no significa que ese Estado, aún regido por la visión monopólica socialista, haya renunciado a ejercer soberanía, mediante su empresa estatal, sobre los hidrocarburos que espera tener.

En resumen, ni el socialismo soviético, ni Toro y Busch con la Standard Oil, ni Marcelo Quiroga Santa Cruz con la Gulf, ni nadie en el mundo que asumiera el propósito del ejercicio de la soberanía nacional sobre los hidrocarburos, han creído, como García, que la “columna vertebral” y la “garantía” de ello y de cualquier nacionalización está en la declaración legal de la propiedad estatal sobre las reservas y en la participación en la renta petrolera. Los que obviamente tampoco lo creen, pero suelen decirlo con el indisimulado e impaciente interés de legitimar su eterna e insaciable voracidad, son las transnacionales, temerosas de ser desplazadas del control de los hidrocarburos y de su proceso productivo. Pero a estas alturas de la historia, nadie les cree, salvo, por lo visto, García.

Lo que se hizo y lo que no se quiso hacer con la “nacionalización”

Aun como simple pretexto, tomado al vuelo de algún amigo consultor de Petrobras o Repsol, la teoría de García de la “nacionalización” es reveladora de que la auténtica nacionalización y la verdadera refundación de YPFB no están en la voluntad política del Gobierno de Evo Morales. Esta verdad fundamental es contundentemente confirmada por los hechos que denunciamos en nuestro Manifiesto y que ahora la ratificamos. La nacionalización de los hidrocarburos se ha frustrado porque YPFB no se ha reconstruido con la misión, ni la capacidad, ni la voluntad de intervenir y controlar el proceso productivo de los hidrocarburos bolivianos. Lo reiteramos enfáticamente: a más de cinco años de su refundación, YPFB es una empresa relegada, con sensibles debilidades e insuficiencias, al ámbito secundario del transporte y la refinación, y en el de la producción es absolutamente marginal e irrelevante.

Con la misma sobrecogedora ligereza con la que plantea su disparatada teoría de la nacionalización, y con la misma entusiasta adhesión al libreto de las transnacionales, García sostiene que YPFB es productor directo del 50 por ciento del gas natural y del 46 por ciento del crudo que se producen en el país (op. cit.: 41). El cándido fundamento de tan gigantesca mentira es considerar arbitrariamente como producción de YPFB toda aquella que corresponde a Chaco, a Andina y a los contratos en los que intervienen estas empresas, como es el caso de los megacampos gasíferos. Pero, por un mínimo de rigor conceptual y honestidad, corresponde considerar productor a la empresa que cumple la función de operador en las respectivas operaciones productivas. Siendo así, reiteramos que YPFB es productor solamente respecto a la producción de Chaco, limitada a pocos campos en declinación y absolutamente irrelevantes en el conjunto nacional de la producción.

Habiendo adquirido a buen precio la mayoría accionaria en Andina, sería del más básico sentido empresarial que YPFB asuma también la condición de operador en la producción de la misma, como lo afirma García, pero existen bien fundadas dudas respecto a quién es verdaderamente operador de la producción de Andina. Para el necesario esclarecimiento público de este trascendental asunto, desafiamos a García a cumplir su deber de poner en conocimiento de la ciudadanía todos los documentos suscritos con Repsol, socia de YPFB en Andina, y particularmente los concernientes a la administración y operación de esta. Por lo demás, atribuirle a YPFB la producción de los megacampos, por el solo hecho de que alguna de sus filiales intervenga en los respectivos contratos, es ya una grosería falta de toda seriedad. De acuerdo con la información que el Centro de Estudios para el Desarrollo Laboral y Agrario (CEDLA) recientemente ha difundido empleando las fuentes oficiales de YPFB, y que el Gobierno no ha rebatido hasta hoy, el 85 por ciento de la producción de hidrocarburos está en poder de Petrobras y Repsol, mientras que menos del 15 por ciento, suponiendo además que YPFB es operador en Andina, le corresponde a YPFB. Esa es la realidad concreta de la “nacionalización” de Morales y García.

Pero la misma carencia de una estrategia productiva de sentido nacional, así como de capacidad empresarial, que le han impedido a YPFB operar la producción de los campos hidrocarburíferos del país en alguna proporción significativa, le han impedido también ejercer control y conducción sobre las operaciones relativas a los muchos contratos de producción suscritos con las transnacionales, y cuya operación, obviamente, está a cargo de esas empresas. Esto también es negado por García que, por el contrario, con infinita confianza y fanática devoción por la formalidad jurídica, afirma que el Estado tiene “la propiedad, la posesión y el control total y absoluto de los hidrocarburos” por la simple razón de que así lo dice el Decreto de Nacionalización del 1 de mayo de 2006 (op. cit.:28). Pero en los hechos, las transnacionales contratistas tienen un control de las operaciones productivas a su cargo, substancialmente tan amplio, unilateral y excluyente, como el que tenían antes de la “nacionalización” y la “migración” de sus respectivos contratos. No obstante las atribuciones de control y conducción operativa que la formalidad normativa de los nuevos contratos otorga a YPFB, ni se controla efectivamente ni, muchos menos, se conduce esos procesos productivos en función del interés nacional. Nuevamente, son el interés y la estrategia de las trasnacionales los que se imponen.

Si esto no fuese así y, como dice la enajenada euforia de García, fuera el Estado boliviano el que decide “cuánto, cómo, dónde y para qué se produce” (op. cit.: 37), nuestras reservas hidrocarburíferas no serían objeto de la detentación especulativa de las transnacionales que retrasa los procesos exploratorios y productivos contra el interés nacional y, en algún caso, como en el del bloque Lliquimuni, buscando oscuros réditos también a costa de nuestro patrimonio. Si fuera cierto lo afirmado por García, y la actividad de nuestros “contratistas”, tan buenos e inofensivos como “el albañil que nos construye la casa”, estuviese controlada y subordinada por el Estado boliviano, es elemental suponer que se habría impuesto sobre ella la desesperante necesidad de combustibles para el consumo interno, que se habría incrementado la producción de hidrocarburos líquidos de las reservas con las que las transnacionales especulan, y que, consecuentemente, el Gobierno no habría tenido ninguna necesidad de afectar tan sensiblemente su respaldo social con el gasolinazo. Todo lo contrario: el gasolinazo, cuyo propósito principal reconocido por el mismo gobierno era pagar a las transnacionales el precio que pedían por barril de petróleo , es la concluyente demostración de que quienes deciden unilateralmente qué producen, cómo, cuándo, dónde, a qué precio, y a quién vender son Petrobras, Repsol y las demás transnacionales.

Es conveniente reflexionar acerca de que nosotros, al igual que muchísimos otros bolivianos esperanzados y comprometidos con la nacionalización de nuestros hidrocarburos, no pretendíamos que se prescindiera súbita y absolutamente de la inversión extranjera y de la presencia de las mismas transnacionales. Todos tenemos conciencia de las materialmente insalvables limitaciones que, por ahora, impone la realidad de nuestra economía y de nuestras múltiples carencias como Estado y como sociedad. Pero esto de ningún modo puede justificar el abandono del mandato de la nacionalización solapado en una estéril formalidad jurídica, como lo ha hecho el Gobierno, y debería asumirse, más bien, como la necesidad de una cierta gradualidad en su materialización. En este sentido, mencionamos algunas acciones básicas que pudieron y debieron cumplirse:

-Pudo y debió reconstruirse YPFB como empresa capaz de operar los procesos de explotación. A partir de ello, se debió convertirla en operadora, además de los campos correspondientes a las empresas capitalizadas en las que se adquirió la mayoría accionaria a buen precio, de campos en situación jurídica y técnica de pronta explotación, como es especialmente el caso del campo Sararenda, cuya magnitud y riqueza habrían potenciado substancialmente a YPFB, en vez de potenciar a Repsol, como ha decidido el Gobierno “nacionalizador”.

-Los casi seis años transcurridos desde la nacionalización y la refundación de YPFB fueron un plazo suficiente para que se exploren los bloques hidrocarburíferos del norte del país y, en estos momentos, en vez de haberse iniciado recién ese proceso, haberse emprendido procesos de explotación en los que YPFB amplíe sus operaciones directas a tiempo de resolver las graves carencias para el consumo interno.

-Se pudo haber construido hace mucho la planta separadora de líquidos, recién adjudicada con bombos y platillos, con la que se habría evitado el largo obsequio al Brasil de los hidrocarburos líquidos que tanto necesita la población boliviana.

-Para por lo menos iniciar la industrialización del gas, pudo haberse construido la planta de urea con el financiamiento ofertado por Venezuela, y no dar lugar a que el Brasil construya una similar en su frontera con Bolivia que insumirá nuestro gas.

-Por la más mínima decencia y consideración con la inmensa mayoría de los bolivianos, pudo haberse convertido a GNV (Gas Natural Vehicular) el parque automotor del transporte público antes de lanzar el despiadado gasolinazo, más aún cuando las mismas autoridades de Gobierno aseguraron que se lo podía hacer rápida y fácilmente, y sabiendo que con ello se disminuirían substancialmente los impactos sociales negativos en la elevación del precio de la gasolina.

Todo lo mencionado y más, que hubiese constituido un sólido y significativo avance en la nacionalización de nuestros hidrocarburos, pudo hacerse, con absoluta certeza, por la extraordinaria disponibilidad política y financiera que supuso, de un lado, la inédita capacidad de inversión pública soberana principalmente expresada en las reservas internacionales netas del país y, de otro, en el contexto político nacional e internacional claramente favorable a la nacionalización.

Pero no se lo hizo y se desperdició esas extraordinarias y difícilmente repetibles disponibilidades históricas. La razón de fondo está ya concluyentemente revelada: el mandato de nacionalización del pueblo boliviano ha sido suplantado en la voluntad política del Gobierno de Morales y García, por el interés de Petrobras y Repsol. Sobre esta crucial defección, confirmándola y consolidándola, se cometió monumentales y aberrantes desaciertos en la gestión pública del sector y, especialmente, en la de YPFB. A ellos, por supuesto, García no hace referencia alguna en la defensa de su “nacionalización”. Así, García no dice nada de la inestabilidad y la improvisación a la que se sometió la conducción de YPFB durante un prolongado y decisivo primer momento luego de su refundación.

Para peor, la precipitada e irracional sucesión de cambios en las autoridades de la empresa desembocó en el encumbramiento de la más agresiva y delincuencial corrupción con la designación, como su presidente, de Santos Ramírez, cuya falta de experiencia y competencia técnica para el cargo era tan conocida por el Gobierno como las denuncias de corrupción en los municipios rurales de Potosí, existentes en su contra. A la luz de las razones de su libro, probablemente García consideró que se trataba de un compañero indígena-campesino, “no profesional del poder”, “que estaba aprendiendo esforzadamente” y que, en cualquier caso, con su condición étnica y social nos garantizaba la consumación revolucionaria y la nacionalización total. Es de suponer que entre los “esfuerzos” que García destaca para reconstruir YPFB y haberle dado el “control total” de la producción hidrocarburífera del país, esté el inconcebible absurdo de haber impuesto en YPFB, durante casi cinco años, la escala salarial de la “austeridad”. Con semejante ocurrencia, tan irresponsable como demagógica, se pretendía ahorrar unos pocos millones pagando a los profesionales del sector salarios enormemente inferiores a los del respectivo mercado profesional, y lo que se consiguió, como era obvio, fue privar a YPFB del personal siquiera mínimamente capacitado para cumplir su labor y, por lo tanto, frustrar su efectiva refundación.

Más aún: la incapacidad e inoperancia en la gestión pública de los hidrocarburos tiene una rigurosa e incuestionable confirmación en el propio libro de García, haciéndonos pensar que tal vez el atareado Vicepresidente no leyó lo que les mandó a escribir a sus funcionarios antes de estampar su firma, o que su cinismo no tiene ninguna clase de límites. En efecto, se reconoce en el libro de García que del financiamiento de 1 000 millones de dólares provenientes del Banco Central para YPFB y le Empresa Boliviana de Industrialización de Hidrocarburos (EBIH), aprobado hace más de dos años, hasta la fecha solo se “están ejecutando” 82 millones. Se explica, con todo detalle y claridad, que entre la aprobación del crédito y el primer desembolso se dejó pasar más de un año, el quinto desde la “nacionalización” y la “refundación” (op. cit.: 60-61). Nos preguntamos si leyendo su libro, en el que además hace la severa advertencia de que “el tiempo conspira contra los procesos revolucionarios” (op. cit.: 149), García no sentirá siquiera un poco de vergüenza de confesar que, mientras el país sufría crecientemente el grave desabastecimiento de carburantes, la producción de hidrocarburos se estancaba o decrecía, y Yacimientos, sin financiamiento ni capacidad operativa, se debatía entre la parálisis y la impotencia, la burocracia a su cargo imponía semejante lentitud a papeleos de los que dependía la más urgente y estratégica inversión pública. Por lo visto, García pretende que la revolución y la nacionalización se hagan al ritmo y al estilo de la burocracia estatal que ha heredado de la administración neoliberal y que nos sigue gobernando, con los mismos intereses, razones y vicios de siempre, pero ahora adornada por la agraviada wiphala y ponderada por los esquizofrénicos discursos de García.

Nos ratificamos: la nacionalización de los hidrocarburos se ha frustrado porque se ha frustrado también la reconstrucción de YPFB como auténtica empresa productora de hidrocarburos, y la frustración nacional ha dado paso a la restructuración del poder transnacional sobre nuestros hidrocarburos. Hoy las transnacionales tienen un dominio real y concreto sobre nuestros hidrocarburos, substancialmente igual al que tenían hace seis años, con la invalorable ventaja de que ahora lo detentan a título de nacionalización, lo que legitima su rotunda ilegitimidad y los preserva de ser nacionalizados.

Derechos indígenas, “maniobras envolventes” y chivos expiatorios

Como resulta previsible, considerando su formidable blindaje a la crítica y a la autocrítica, García rechaza airadamente las denuncias que hacemos en nuestro Manifiesto de las violaciones a los derechos indígenas establecidos en la nueva CPE y las críticas a las acciones con las que el Gobierno menoscabó el mandato transformador del pueblo boliviano y las demandas históricas y emancipatorias del Pacto de Unidad en el proceso constituyente. Ratificamos también, además que lo hacen los recientes hechos de la VIII marcha indígena con dramática contundencia, aquellas críticas y denuncias.

Si García tuviese algo de honestidad y respeto por la ciudadanía que lo eligió, explicaría su decisivo papel personal en la infeliz negociación y conciliación que determinó, para la Asamblea Constituyente, una composición y mecanismos de decisión tan abierta e injustamente adversos a la mayoría, como antidemocráticamente privilegiadores de la minoría. Esta conciliación fue precipitadamente hecha por García y la derecha parlamentaria a espaldas de la abrumadora mayoría de la sociedad boliviana y desconociendo su capacidad de legítima y pacífica presión sobre el poder constituido. Su resultado fueron precisamente los varios mecanismos de obstrucción y sabotaje que las fuerzas conservadoras y enemigas del proceso constituyente emplearon eficazmente para empantanar la Asamblea Constituyente, y de las que García se queja impúdicamente en su libro. En lugar de dar esta explicación éticamente insoslayable, García ha optado por autodegradarse con el reconocimiento ridículamente jactancioso de sus “maniobras envolventes”.

La múltiple violación del derecho constitucional indígena a la consulta previa e informada ha sido tan evidente que García, con toda su audacia justificadora, no intenta siquiera negarla, sin que ello signifique, obviamente, reconocerla. Es también necesario que García explique lo ocurrido en el caso del Territorio Indígena y Parque Nacional Isiboro-Sécure (TIPNIS), en el que la violación al derecho constitucional a la consulta previa e informada se ha combinado con la violación de los otros derechos constitucionales a la territorialidad indígena, y de los derechos fundamentales de las personas. Contando con su tan especial sentido de disciplinado y servicial acatamiento, probablemente García asuma la explicación de Evo Morales: no se ha consultado porque si se lo hacía, y “no se conseguía la plata”, no había forma de explicar porqué no se construía la carretera.

Para justificar la abierta violación del derecho constitucional de representación directa en la Asamblea Legislativa Plurinacional de los indígenas guaraníes de Chuquisaca, García da interminables vueltas retóricas de cinismo en torno a la redentora presencia de la “plebe en el poder”, para, finalmente, decirnos que el Gobernador Urquizo no es “un gringo”. La nueva CPE establece con absoluta claridad literal que en todos los departamentos del país en los que existan minorías indígenas, estas deberán elegir, por lo menos, un diputado en circunscripción especial indígena . Esta es, de la manera más indiscutible, la situación de la población guaraní en el departamento de Chuquisaca, y el Gobierno de Morales y García, y su servil mayoría legislativa, le han negado este su derecho constitucional, en la Ley del Régimen Electoral impuesta con la consabida prepotencia de los que dicen “gobernar obedeciendo”. Al respecto, nada tiene que ver, y menos que justificar, que el Gobernador Urquizo sea campesino o que Perico de los Palotes sea español. En el mismo afán justificador de las violaciones de los derechos constitucionales indígenas, García menciona los pocos votos con los que fueron elegidos los diputados indígenas de Cochabamba y Oruro, pero, por supuesto, no menciona que el diputado indígena de Santa Cruz representa a una población superior a las 100 mil personas, o que el del Beni representa a más de 15 pueblos indígenas, lo que revela la clara mezquindad e insuficiencia que supone una sola diputación para representar adecuada y democráticamente a esas poblaciones indígenas.

Para García no ha habido ninguna violación de derechos indígenas y, por el contrario, casi todo lo que ha hecho el Gobierno en el tema indígena responde a las decisiones del Pacto de Unidad. Con esta nueva y enorme mentira, García expresa muy bien el estilo de gobernar y hacer política de Evo Morales, de concentrar las decisiones y distribuir convenientemente las responsabilidades que deriven de ellas. En esta práctica, mejor que los ministros y funcionarios de gobierno —siempre dispuestos y disciplinados como buenos “soldados de la revolución”—, son las organizaciones sociales para atribuirles las decisiones incómodas o repudiables, pues, además de absorber culpas, aportan legitimación. Y es esta, precisamente, una de las principales utilidades de la división, subordinación e instrumentación prebendal de las organizaciones populares que ha venido ejecutando el Gobierno. No obstante, también en este campo, como en tantos otros de su accionar político y gubernamental, el acelerado deterioro y decadencia del oficialismo lo han llevado a extremos grotescos y peligrosamente contraproducentes. Así lo muestra la torpe convalidación del Pacto de Unidad suplantando la presencia del movimiento indígena orgánicamente representado en la Confederación de Pueblos Indígenas del Oriente Boliviano (CIDOB) y el Consejo Nacional de Ayllus y Markas del Qullasuyu (CONAMAQ) con algunos controlados dirigentes sin representación, para que demande la anulación de la ley en la que el Gobierno expresó su compromiso, ante toda la sociedad boliviana, de respetar el TIPNIS y no atravesarlo por carretera alguna. Nos imaginamos que Morales y García deben estar lamentando que tan peculiar reconstitución del “Pacto de Unidad” no se haya producido un par de meses antes, así le habrían podido endilgar la responsabilidad de la cobarde y brutal represión a la marcha indígena, para lo cual, hasta ahora, no encuentran un chivo expiatorio siquiera mínimamente convincente.

“Innovación” teórica: el imperialismo solo existe en las fronteras

Con pretendida agudeza intelectual, García se mofa de nuestra denuncia, ilustrada con el caso de la carretera San Ignacio-Villa Tunari, de subordinación del Gobierno al subimperialismo brasileño para implementar megaproyectos de infraestructura. Pero, a continuación, nos deja absolutamente sorprendidos y desconcertados al presentar, como prueba, el hecho de que dicha carretera está en el centro del país y no en la frontera con el Brasil. Para el inteligente teórico García, el imperialismo, para ser tal y subordinar a los Estados a sus intereses, solo puede actuar en las zonas fronterizas de los países vecinos al de su emplazamiento central. García debería ampliar la exposición de esta su teoría, porque, contra su práctica de presentar como teoría propia viejísimas tesis mundialmente conocidas con algunas palabras cambiadas, en este caso sí está siendo un teórico muy original.

Ratificamos y ampliamos nuestra denuncia: la carretera Villa Tunari-San Ignacio es la dramática y concluyente demostración de que el Gobierno de Morales y García se ha subordinado a los intereses del capital transnacional brasileño con la gravedad de violar ampliamente la CPE y las leyes del país, causar enormes daños al erario nacional, destruir una de las principales reservas de vida silvestre tropical del continente, condenar al desplazamiento y la desestructuración comunitaria a decenas de comunidades indígenas, y generar gravísimos enfrentamientos sociales, todo para colmar el apetito cleptómano de la transnacional brasileña OAS. Con ejemplar descaro, García justifica su proyecto carretero por el TIPNIS afirmando que el endeudamiento externo “no afecta la soberanía nacional siempre y cuando quien decida qué hacer con ellos sea el país acreedor” (op. cit.: 157). Sucede que el crédito del Banco Nacional de Desarrollo Económico y Social (BNDES) del Brasil para la construcción de esa carretera está expresamente condicionado a que los bienes y servicios que se adquieran o contraten en su ejecución sean brasileños, sin dejar mayor lugar a que García y su gobierno “decida qué hacer con él”. Lo que no figura en las condiciones del crédito y sí ha sido decidido por el Gobierno de García, no sabemos con qué o cuánta motivación sobre su magno libre albedrío, es conceder a la OAS un sobreprecio, absolutamente delictivo, de una cuarta parte del costo total de la obra que tendría que pagar el pueblo boliviano con intereses comerciales.

Pero no solo la carretera San Ignacio- Villa Tunari tiene el rapiñesco sobreprecio y las incontables y escandalosas irregularidades, también los tiene la carretera Potosí-Uyuni, igualmente adjudicada a la voraz OAS por este Gobierno. En ambos casos, no lo decimos los “resentidos”, la oposición o el imperialismo, lo dicen y demuestran los documentos oficiales del mismo Gobierno, de la misma ABC y de la Contraloría en la actual gestión. En síntesis, la carretera por el TIPNIS pretende construirse con un crédito comercial del Brasil condicionado a ejecutarse exclusivamente con réditos comerciales para proveedores brasileños, tiene el principal propósito de permitir una salida más rápida de los productos brasileños a la costa del Pacífico, y pagará un gigantesco sobreprecio a la Brasileña OAS. No sabemos si a García le dejará algo más que su encendido orgullo patriótico por llevar el desarrollo a esas atrasadas regiones.

En su esforzada defensa de la carretera brasileña con la que se pretende partir el TIPNIS, García me acusa de “racismo desbocado” porque, según él, se me “antoja” que “los otros indígenas y campesinos, aquellos que ya sea dentro del parque Isiboro- Sécure o fuera de él, no están en las redes prebendales de las ONG”, “promoverán con su presencia la ilegalidad del narcotráfico” (op. cit.: 159). Es a García a quien se le antoja distorsionar mis afirmaciones para polemizar contra cómodos argumentos inventados por su impotencia. Lo que sí he sostenido y lo ratifico con mayor convencimiento aun, es que, entre los cocaleros que cultivan coca ilegal en el extremo sud del TIPNIS, y en esa colindancia, existe el interés de ampliar esos cultivos sobre el parque, y que es inminente el uso de la proyectada carretera para ese fin. De cualquier manera, la coherencia y rigor con que García plantea su consabido alegato antirracista es verdaderamente espectacular: en la misma formulación con que acusa de racismo, descalifica calumniosamente a los indígenas movilizados contra la carretera, tachándolos de ser parte de “las redes prebendales de la ONG”. El razonamiento de García en torno al racismo tiene la grosera simplicidad de una mala broma. Para él es racismo toda mención crítica, adversa o de algún modo negativa, al margen de su tema o veracidad, en referencia a alguien de quien se pueda suponer alguna condición étnica, pero que, en todo caso e indefectiblemente, sea parte o esté vinculado al “Gobierno de los movimientos sociales”.

Para que esta efectiva afirmación mía merezca tan airado rechazo del Vicepresidente del Estado Plurinacional, se diría que es una arbitraria y malintencionada invención sin ningún fundamento en la realidad. Sin embargo, existe la generalizada percepción en la sociedad boliviana y en los países vecinos, de que el narcotráfico, con la obvia producción de su materia prima, viene experimentando un acelerado crecimiento en el país a lo largo de los últimos años. Solo el Gobierno parece substraerse de esta preocupada percepción, pretendiendo demostrar sus categóricos éxitos en la lucha contra el narcotráfico con superficies de coca erradicada donde los cultivos se reponen ni bien se erradicaron, y con las fábricas de cocaína intervenidas que, si bien pueden ser más que las intervenidas por gobiernos anteriores, pueden también constituir una parte menor de toda la producción de cocaína existente, que la que representaban las que antes se intervinieron. El trópico de Cochabamba, en cuyo extremo norte se ubica en TIPNIS, es tradicional y actualmente una zona de producción de coca ilegal destinada al narcotráfico y de intensa actividad narcotraficante. El propio TIPNIS viene sufriendo, desde hace bastante tiempo, la penetración y la presión de la coca ilegal y el narcotráfico sin que este Gobierno lo haya evitado eficazmente. Aun cuando se lo propuso y desplegó importantes esfuerzos, sus éxitos fueron temporales y cedieron ante la reaparición de la coca ilegal y la producción de cocaína.

Tal vez García ignore que, durante todo su Gobierno, el avasallamiento del TIPNIS ha sido casi constante. Se ha perpetrado mediante asentamientos ilícitos exclusivamente dedicados a la plantación de cocales ilegales, organizados desde los sindicatos de colonizadores de las zonas próximas, dotados de grandes medios logísticos y bélicos, y sostenidos con violenta agresividad. Ni las varias disposiciones legales que protegen al TIPNIS, ni las heroicas acciones de defensa de las comunidades indígenas, ni los, por lo menos, cinco desalojos ejecutados hasta ahora, algunos con extraordinario despliegue de la fuerza pública, han evitado su tenaz y agresiva reproducción, motivada, como queda incontrovertiblemente demostrado por los cocales implantados por los avasalladores como cultivo casi exclusivo, por las delictivas ganancias que ofrece la coca destinada a la cocaína. Frente a esta realidad de incontrastable y abrumadora evidencia, es lo más elementalmente razonable considerar inminente que quienes avasallaron persistentemente el TIPNIS, sin contar con una carretera que los transporte, se servirán de la que se les brinde para volver a hacerlo con los mismos fines que los motivaron anteriormente. Pero para García, la mención de este escenario, cuya alta probabilidad es formal y documentadamente reconocida por las propias autoridades del Ministerio de Medio Ambiente, es un antojo racista. No obstante, demostrando el descontrolado y cada vez más frecuente apuro con el que se ve obligado a suplir los argumentos de los que carece con la letanía del racismo, tuvo que admitir, pública y reiteradamente, el riesgo de avasallamiento que la carretera impondría sobre el TIPNIS. Ante este riesgo, ofreció la más innovadora, inteligente y convincente de las garantías: una ley de protección del TIPNIS, sin hacer mención alguna a que, desde hace mucho, están vigentes todas las disposiciones legales posibles para esa finalidad. Es curioso que García exprese tan conmovedora confianza y devoción por la ley y, al mismo tiempo, demuestre tan radical ignorancia de la misma. Es igualmente curiosa, y totalmente innovadora en el campo ambiental relativo a las áreas protegidas, su certeza de que la mejor defensa y garantía para estas es atravesarlas con carreteras de alto tráfico.

Los recientes hechos de sangre, en los que un oficial de la policía fue asesinado por narcotraficantes extranjeros en el TIPNIS, han revelado que el narcotráfico ha estado operando en este parque nacional. También a este respecto el Gobierno tiene la responsabilidad no solo derivada de la misión de lucha contra el narcotráfico que dice cumplir con todo empeño y grandes éxitos, sino, específicamente, de estar enterado desde hace bastante tiempo de que eso ocurría. Sé que hace aproximadamente dos años, los indígenas del TIPNIS denunciaron ante el Gobierno, con todo detalle, actividades de narcotráfico en su territorio. Lo que no sé es qué hizo el Gobierno con esa denuncia. Por eso es despreciable y canallesco que Juan Ramón Quintana, ese extraño vocero gubernamental que expresa ligerísimos criterios y disparatadas acusaciones a “título personal” pero en conferencias de prensa brindadas en pleno Palacio de Gobierno, insinúe la vinculación de los indígenas del TIPNIS con el narcotráfico, mencionando tendenciosamente que su emplazamiento se halla en las áreas de dominio indígena.

En suma, lo más benéfico que puede decirse del accionar gubernamental contra el cultivo ilegal de coca y contra el narcotráfico, en general y particularmente respecto al TIPNIS, es que su efectividad es escasa y dudosa. Demasiado pobre como para que los indígenas del TIPNIS y la ciudadanía en general le creamos a García cuando asegura que lo protegerá efectiva y garantizadamente, eliminando todo riesgo creado por la carretera, por el solo hecho de contar con nuevas y necesariamente repetidas disposiciones legales protectivas, y por su buena voluntad. Tal vez le creeríamos si, por lo menos, su Gobierno no hubiese puesto la inteligencia antinarcóticos del Estado en manos de un avezado narcotraficante que usaba la autoridad recibida para transportar personalmente grandes cantidades de droga.

Revelaciones, a manera de conclusión

El libro de García tiene el evidente propósito de ser una contundente respuesta a la crítica y el cuestionamiento a la gestión de gobierno y a la conducción del proceso de cambio, tan fulminante y devastadora, que concluya toda polémica al respecto por la vía de la liquidación moral y política del contendiente. Pero su apuro y desasosiego es tan grande como son pequeños sus argumentos y endebles sus fundamentos éticos. Por eso, la mentira, la incoherencia y la calumniosa descalificación personal atraviesan todo el libro de García, dándole su más profundo sentido y su más claro contenido. Sin embargo, muy a despecho de su propósito, y en singular paradoja, es un libro falaz cargado de profundas revelaciones.

La primera y más clara de las revelaciones de García es la que se presenta en el mismo carácter falaz y calumniosamente descalificador de su libro. Con él devela patéticamente la profunda defección ética desde la que se gobierna y se pretende conducir el proceso de cambio. El autor del libro, furiosamente condenatorio de las ONG, severamente descalificador de los cupulares “profesionales del poder”, y pródigo en proclamaciones de reivindicación étnica, es, de acuerdo con la más objetiva realidad y sus propios razonamientos, un connotado oenegista, un paradigmático profesional del poder y un enconado racista que, profundamente ofendido por la crítica, quiere descalificar a los que se la hacen atribuyéndoles lo que es propio de su misma condición humana e ideológica.

Pero además, el autor del libro es, también —y este es el dato lapidario para las perspectivas gubernamentales del proceso de cambio— el Vicepresidente del gobierno que dice estar construyendo el Estado Plurinacional y consumando una revolución tan profunda como no ha habido otra en toda la historia del continente, su mentado teórico, su pretendido estadista conductor de las políticas revolucionarias, y el privilegiado vocero que expresa e interpreta al Presidente. En este mismo plano ético, se muestra también, concluyentemente, que García y el Gobierno que comparte con Evo Morales no están dispuestos a sostener ningún debate auténtico ni constructivo en el campo social y político desde el que se generó el proceso, mucho menos a ejercicio alguno de autocrítica y, menos aún, a rectificación de ningún tipo. Frente a la crítica, el cuestionamiento o la denuncia de inconsecuencia que puedan plantearse desde el campo popular, por muy legítimos, objetivos, razonables y hasta obvios que estos puedan ser, su respuesta será la autoritaria e intolerante agresión descalificadora o, en el mejor de los casos, el inconmovible silencio de los sordos profundos.

También en el plano social y político que hace al devenir del proceso de cambio, el libro de García es significativamente revelador, al demostrar el rotundo e irreversible desencuentro del Gobierno de Evo Morales con el proceso de cambio del que emergió, resultante de su drástico desplazamiento ideológico y político. Producto de la precipitación de los acontecimientos históricos que lo constituyeron, de las grandes limitaciones y distorsiones en la construcción del instrumento político, y de la precariedad de los acuerdos y estructuras políticas que articularon su extraordinariamente amplia y heterogénea base social, el Gobierno de Evo Morales adoleció, desde su primer momento, de profundas ambigüedades ideológicas, marcadas indefiniciones programáticas y grandes vacíos políticos y organizativos. Estas debilidades del Gobierno, en sus primeros momentos, contrastaban con la fortaleza, amplitud y vitalidad de su convocatoria electoral y su respaldo popular movilizado, y, desde entonces, influyeron poderosamente para obstruir y frustrar la adopción y realización de la plataforma histórico-reivindicativa de la movilización popular desde la gestión estatal.

Sin embargo, la fortaleza de la movilización popular, en la que la emergencia del movimiento indígena y campesino se articuló con los sectores populares urbanos detrás de una plataforma de demandas anticolonial y antineoliberal, logró no solo brindar sólido sustento social al gobierno elegido desde la expectativa social del cambio revolucionario, sino también contener y derrotar, definitivamente, la contraofensiva regresiva de los sectores de poder afincados en el movimiento regionalista cívico-empresarial, urgidos por bloquear esa misma perspectiva transformadora. Fue en aquel contexto que el Gobierno, por sobre sus ambigüedades e indefiniciones, impulsado y presionado por la iniciativa política y la movilización reivindicativa de los movimientos sociales-populares, recogió las históricas demandas de estos en un conjunto de acciones, concurrentes a la estratégica proyección estatal de la victoria popular. Entre ellas, tuvieron especial relieve transformador la viabilización de la Asamblea Constituyente y la puesta en vigencia de la nueva CPE, la instalación del proceso de reconducción comunitaria de la Reforma Agraria con la inicial redistribución comunitaria de la tierra, y la dictación formal de la nacionalización de los hidrocarburos.

Las congénitas debilidades del Gobierno, en todo caso, no dejaron de expresarse sensiblemente en los elementos particulares con los que sus medidas transformadoras menoscababan su propia finalidad fundamental y socialmente demandada. Ilustrativas muestras de ello son la convocatoria a la Asamblea Constituyente favoreciendo amplia y efectivamente la obstrucción y el sabotaje del proceso constituyente por parte de las minorías conservadoras; la eliminación de importantes contenidos de la nueva CPE elaborada por la Asamblea Constituyente, surgidos de la auténtica voluntad transformadora de las mayorías indígenas y populares allí representadas, en un oscuro e ilegítimo conciliábulo con la derecha parlamentaria; o la injustificada y perjudicial retardación en la reapropiación de las empresas capitalizadas, determinada por el Decreto de Nacionalización de los hidrocarburos. Aun así, debilitadas desde los dispositivos de su misma adopción y a la postre abandonadas, distorsionadas o revertidas, estas medidas de gobierno, junto a otras conquistas populares en otros ámbitos estatales, convergieron en torno al proceso de construcción ampliamente participativa de la nueva CPE, sobre el activo y creador mandato transformador de las de las mayorías nacionales, y así constituido en la realización central del proceso de cambio. Es pues este conjunto de realizaciones estatales logradas por la histórica emergencia social y política del movimiento indígenas y los otros movimientos sociales-populares, el que determina la substancia del proceso de cambio y, al mismo tiempo, señala su perspectiva ideológica y programática de transformación democrática y emancipatoria.

Pero mientras el pueblo en lucha, en las calles, los caminos y las ánforas, lograba sus mayores victorias y abría con ellas el proceso de cambio, oscura y silenciosamente, y al amparo de la inconsecuencia y deslealtad del núcleo central del Gobierno, los intereses y designios del poder tradicional, oligárquico y transnacional, empezaban a retomar las posiciones perdidas en el poder político. Así, temprana y subrepticiamente, se iniciaba la recaptura del Gobierno Central por parte de sus detentadores de siempre: las empresas transnacionales, la oligarquía subsidiaria del capital extranjero y su variopinta y común clientela política. En los primeros años del Gobierno de Evo Morales, este proceso regresivo interno se desarrolló lenta, difícil y casi imperceptiblemente a causa del contrapeso ejercido por el ascenso popular. Pero en la medida en que sus empeños paralizaban la gestión gubernamental y la desviaban de su mandato social, lograba también frustrar la iniciativa política popular, centrada en su adhesión al Gobierno, y debilitar los vínculos de ella con los núcleos gobernantes. Con ello, resquebrajaba el muro de contención que preservaba al Gobierno de su plena retoma por sus antiguos ocupantes.

El holgado control de los poderes públicos y el fortalecimiento de su convocatoria política, otorgados al Gobierno por su reelección en 2009, fueron asumidos por este, en función de su esquivo y superficial compromiso con los sectores subalternos de la sociedad y de su ya avanzado desplazamiento ideológico-político, como la segura oportunidad de eliminar la incidencia autónoma de los movimientos sociales populares sobre la gestión pública central, y concentrar todo el poder en un estrecho e inaccesible círculo. Para ese crucial propósito, los siempre débiles vínculos con esos actores fueron disueltos o desvirtuados para convertirse, invirtiendo su original sentido democrático y destruyendo su legitimidad, en mecanismos de subordinación clientelar de las organizaciones populares al mando político gubernamental. De este modo, los grupos tradicionales de poder vieron grandemente favorecida su estrategia de cooptación y reocupación del poder político, advirtiendo que, para su realización total, solo tendrían que ceder algunos pequeños espacios y beneficios de su tradicional usufructo de la administración estatal, a los nuevos operadores políticos, ansiosos por sumárseles. Así, durante los dos últimos años, la reconquista transnacional y oligárquica del poder político ha adquirido el ritmo vertiginoso y la amplitud y profundidad de alcances que, finalmente, la han consumado a plenitud. Hoy, el Gobierno de Evo Morales insiste machaconamente en su pertenencia a los movimientos sociales, delatando su definitivo abandono. Lo que le queda de popular, revolucionario o indígena, es una cáscara simbólica y discursiva que brinda su protectora y legitimadora cobertura a la restructuración de los tradicionales intereses dominantes en el centro mismo del poder político.

Muy en contra del desesperado alegato de García, son los hechos, hoy significativamente más categóricos y evidentes que cuando los denunciamos en nuestro Manifiesto hace solo unos pocos meses, los que demuestran dramática y concluyentemente esa defección. En efecto, la nueva CPE, recién elaborada y aprobada por la esperanzada voluntad de transformación revolucionaria de la gran mayoría de los bolivianos, viene siendo violada e incumplida por el Gobierno con sistemática y creciente reiteración, en favor de quienes siempre redujeron la ley al sórdido servicio de sus intereses. La construcción de la nueva y plural democracia, establecida en la nueva CPE para dar forma y movimiento al Estado Plurinacional, Comunitario y Autonómico, ha sido suplantada desde el Gobierno por la imposición de un régimen autoritario, excluyente, represivo y autocrático, despreciablemente parecido a una monarquía absoluta, en el que la voluntad expresa o la conveniencia implícita del gobernante supremo decide por igual sobre los actos de los ministros de Estado, sobre las decisiones de los legisladores, sobre la composición de la alta magistratura, sobre los juicios que el Ministerio Público precipita o retarda con inocultable parcialidad política, sobre las brutales violaciones de los derechos humanos que comete la policía reprimiendo las pacíficas manifestaciones de los más humildes y, en fin, hasta sobre las secretarias que entran o salen de las oficinas públicas.

La recuperación nacional de los recursos naturales estratégicos, como los hidrocarburos, los minerales y los bosques tropicales, se ha quedado aprisionada en la estéril formalidad jurídica o, ni eso, en la mera farsa discursiva, y el capital transnacional ejerce tanto poder y obtiene tanto beneficio de los mismos, como los que tenía en tiempos neoliberales. La reforma educativa descolonizadora, fundamental y decisiva para el desarrollo liberador de las potencialidades humanas de nuestra sociedad, igualmente congelada en su definición jurídica, solo ha producido computadoras para los maestros y una deficiente e inútil propuesta de diseño curricular.

Las importantes reservas internacionales netas generadas por la extraordinaria elevación en los precios de las materias primas que exportamos, han sido invertidas, casi en casi su totalidad y durante todo el Gobierno de Evo Morales, en bancos extranjeros y en bonos del tesoro de Estados Unidos, con el argumento tan típicamente neoliberal como incongruente con la realidad actual, ofrecido por García, de brindar seguridad y liquidez, cuando los intereses que pagan esos depósitos en la mayor parte de los casos no llegan al uno por ciento, y la seguridad que ofrecen es la de una banca al borde de la quiebra. Así, nuestras reservas internacionales sirven para mitigar la crisis de la banca transnacional y de los Estados ricos, mientras la construcción del modelo productivo comunitario, base indispensable para la reorganización integradora, liberadora y justa de la sociedad, está totalmente postergada a falta de inversión pública y apoyo estatal. La redistribución comunitaria de la tierra ilícita o improductivamente concentrada, y el reconocimiento pleno y concreto de los derechos territoriales indígenas han perdido impulso y efectividad frente al manifiesto propósito oficialista de revertirlos en favor de la mercantilización de la tierra, y al retorno de la corrupción y la intransparencia de la administración agraria, que la devuelve al oscuro servicio de los poderosos de siempre y de los viejos y nuevos traficantes de tierras.

Los principales beneficiarios de este definitivo encausamiento de la gestión de Gobierno son, como bien decimos en nuestro Manifiesto y es necesario ratificarlo, los que se siempre estuvieron bien y ahora están mejor. En efecto, la banca privada, sólidamente articulada a la banca transnacional, tiene gigantescas ganancias jamás obtenidas a lo largo de toda la historia y difícilmente parangonables en otros países, producto del abuso usurero de la situación económica y de las extraordinarias prerrogativas que le brindó la administración neoliberal y que el “Gobierno de los movimientos sociales” conserva con religioso rigor. Las transnacionales petroleras controlan por lo menos el 85 por ciento de la producción de hidrocarburos en el país, con holgado y unilateral dominio de las reservas, y, sobre esa base, han impuesto plenamente su estrategia e intereses sobre las políticas públicas del sector. Si sus beneficios no son mayores, como lo serían con la brutal elevación en el precio al que el Estado boliviano les compra el petróleo, que el Gobierno les concedió mediante un gasolinazo de proporciones mucho mayores a las que tenían los adoptados con los gobiernos neoliberales, se debe exclusivamente a que lo impidió la movilización popular.

Las transnacionales mineras siguen disfrutando del ultraliberal Código de Minería que Sánchez de Lozada confeccionó a la medida de sus intereses personales y los de su gremio empresarial, y a ello se debe que de las extraordinariamente grandes ganancias que les deja la exportación de minerales a los elevados precios internacionales de los últimos años, el Estado boliviano tenga bajísimas participaciones. Algo parecido sucede con las empresas madereras que, al amparo de la ley forestal del mismo Sánchez de Lozada, detentan alrededor de cinco millones de hectáreas de bosques tropicales, y que bajo decretos supremos escandalosamente ilegales, contrarios a la propia ley de Sánchez de Lozada y mantenidos vigentes por este Gobierno, pagan por ello miserables tributos simbólicos, lo que les permite retener especulativamente sus concesiones y dedicarse más bien a rescatar la madera extraída de otras áreas, frecuentemente sin control ni legalidad.

También en otros rubros les va muy bien a las transnacionales a costa del país, como lo demuestra la constructora brasileña OAS con la plena continuidad que ha venido dando al aprovechamiento doloso de contratos delictivos para construir carreteras con sobreprecio, en substitución de sus compatriotas Andrade Gutiérrez y Queiros Galvao, favorecidas en este negocio por los anteriores gobiernos. La propia burguesía agro-exportadora de Santa Cruz, no obstante la radicalidad y violencia con la que confrontó el proceso de reconducción comunitaria de la Reforma Agraria en sus primeros años, ha logrado concesiones tan importantes e inéditas de parte del Gobierno, como la legalización de la producción y comercialización de transgénicos que el propio Banzer, el más orgánico de sus representantes en el poder, solo les admitió con la precariedad de un Decreto Supremo. En cuanto al narcotráfico y al masivo “blanqueo” de sus utilidades por vía del contrabando, su innegable dinamismo y expansión, incluyendo el encumbramiento de uno de los suyos en el mando de la misma inteligencia antinarcóticos del Estado, hacen recordar los tiempos en que campeaba Roberto Suarez bajo la protección de Arce Gómez.

Por todo lo anterior, la recurrente apelación a la contradicción con la derecha en el discurso oficialista es completamente hueca, engañosa e hipócrita. La confrontación entre el Gobierno del MAS y la derecha tradicional se ha reducido, en lo fundamental, a la disputa por representar y gestionar los mismos intereses y el mismo proyecto estatal, accediendo al mismo disfrute prebendal del poder político. Así, el Gobierno persiste en aplastar a los sectores más connotados y representativos de la derecha tradicional, como son los casos de los exprefectos y de las tradicionales cúpulas nacionales, valiéndose principalmente de las cuentas pendientes que efectivamente tienen con la justicia. No obstante, no es casual ni políticamente irrelevante que, al mismo tiempo, haya reclutado a un amplio espectro de otros sectores de la misma derecha tradicional, que van desde los movimientistas del Beni, hasta los más agresivos y delincuenciales grupos de choque de la ultraderecha cruceña, pasando por varios otros cuadros recién salidos de PODEMOS o NFR.

Pero si aún puede observarse la acometida del Gobierno contra las cúpulas de la tradicional derecha política, su relación con los actores que suelen denominarse derecha económica, y que no son sino los directos detentadores del poder que concentra las decisiones y la riqueza, difícilmente podrían ser mejores. En efecto, la Cámara de Hidrocarburos y su diversa vocería encubierta en el análisis tecnocrático, son cada vez más conceptuosos con la gestión de Gobierno y han defendido con obvia resolución y esfuerzo las medidas que los benefician, como el gasolinazo o la creciente entrega de los principales campos hidrocarburíferos a su dominio. Los organismos financieros multilaterales, que en el mismo discurso gubernamental fueron señalados como la concentrada expresión del imperialismo, son cada vez más colaborativos con el Gobierno y, con creciente frecuencia, congratulan y destacan los éxitos de sus políticas sociales y económicas. Los mismos gremios agroempresariales han devenido, frente al Gobierno, a pendular entre el silencio y el agasajo.

En verdad, actualmente existen dos derechas en Bolivia: una tradicional, sujeto de la democracia pactada y administradora del neoliberal ajuste estructural, cuya definitiva derrota la ha dejado en un irrelevante rol testimonial, y la otra, crecientemente nutrida de la primera, que es la que gobierna bajo el manto discursivo de la reivindicación étnica y la revolución democrática y cultural, en función del mismo proyecto histórico capitalista, colonial y oligárquico. Es probable que si hay algo que amargue y mortifique a Sánchez de Lozada, Tuto Quiroga o Paz Zamora, sea comprobar cómo el Gobierno de Evo Morales es más efectivo que los suyos para proteger y promover los intereses que ellos se consagraron a servir con la abnegada lealtad, claridad doctrinal y calidad técnica de las que aquel carece, y por cuya defensa fueron defenestrados y sustituidos por el mismo advenedizo.

En contrapartida, corresponde también ratificar nuestro Manifiesto respecto a los escasos y dudosos beneficios que la gestión de Gobierno de Evo Morales ha deparado a la calidad de vida de la inmensa mayoría de los bolivianos, desde siempre sometidos a la pobreza y la exclusión. Cabe mencionar, primero, la otorgación de la propiedad comunitaria de la tierra a varios pueblos indígenas y comunidades campesinas, lo que, no obstante su fundamental e integral importancia para sustentar de forma autónoma y sostenida el bienestar y el empoderamiento comunitario, al carecer del necesario complemento de la inversión pública y el apoyo estatal para la satisfactoria producción comunitaria, no ha logrado incidir significativamente en las condiciones materiales de vida de las comunidades y familias destinatarias.

Por otra parte, están también los bonos y la ampliación de las obras de infraestructura de interés social. Sin embargo, el beneficio que reportan estas acciones a los sectores socialmente más desfavorecidos dista mucho de mejorar substancialmente su calidad de vida o sacarlos de la severa pobreza en la que viven. Al mismo tiempo, carecen de significación en la transformación de las estructuras sociales y económicas que determinan la pobreza y exclusión de la mayoría de la sociedad. Sin ser negativas por definición, son acciones que cabe esperarse y recibirse del común de las políticas públicas neoliberales, como que ya se las obtuvo, en alguna medida, de los gobiernos anteriores que se explayaban tanto en ejecutarlas y publicitarlas como el actual. En ningún caso podrían ser reconocidas como la obra principal de un proceso revolucionario.

Pero los mezquinos y frustrantes beneficios en las condiciones materiales de vida de los sectores sociales mayoritarios, no son el mayor daño que la gestión de Gobierno de Evo Morales les ha causado. Sí lo es, en cambio, la dilapidación del conjunto de extraordinarias oportunidades históricas para la transformación profunda e integral de la sociedad y el Estado bolivianos, constituyendo al mismo tiempo la total defraudación del histórico mandato recibido del pueblo boliviano. En efecto, en este periodo histórico, la concurrencia convergente de varios factores internos y externos a la vida nacional ha otorgado al Gobierno de Evo Morales múltiples y excepcionales disponibilidades de orden social, económico y político para la transformación revolucionaria del país.

Para empezar, el advenimiento de la mayor crisis mundial del capitalismo ha debilitado la presencia y poderío de sus más caracterizadas instituciones y aparatos de dominación, y está impulsando crecientemente a la sociedad, en el mundo entero, a cuestionarlo profundamente y a buscar alternativas que lo superen. Como correlato interno en Bolivia, el modelo neoliberal ha fracasado estrepitosamente y ha arrastrado, en su agotamiento y liquidación, a gran parte de las antiguas estructuras socio-políticas que sustentaron el poder oligárquico colonial. Frente a todo ello, la gran mayoría de la sociedad boliviana, con una amplitud nunca vista en la historia, se organizó, movilizó y luchó demandando la construcción de un país distinto, que supere definitivamente no solo el fracasado neoliberalismo del presente, sino también el largo pasado de colonialismo interno, dependencia y apropiación oligárquica del poder político. En esa esperanza, la sociedad boliviana tuvo la ventaja de converger, en distinta forma y medida, con las iniciativas y búsquedas de varios gobiernos y muchas instancias de la sociedad civil en todo el mundo. Por último, pese a la crisis capitalista, el vigoroso y sostenido crecimiento de las economías emergentes ha determinado una extraordinaria elevación en los precios internacionales de las materias primas, incluyendo las que exportamos, lo que, a su vez, le ha proporcionado al Estado boliviano ingresos también extraordinarios y la consiguiente capacidad de inversión pública soberana que no tuvo en muchísimo tiempo.

Pero todas estas extraordinarias disponibilidades para cumplir su mandato de transformación del país, han sido desaprovechadas por el Gobierno de Evo Morales, y hoy, en varios casos, están significativamente disminuidas o definitivamente perdidas. No queda aquí el daño a los intereses y expectativas de las mayorías nacionales causado por el Gobierno. Un daño aún mayor es la instrumentación simbólica y discursiva del proceso de cambio, de sus sujetos sociales, de su convocatoria y de la incontrovertible justeza de sus finalidades, para terminar legitimando y encubriendo la restructuración y avance del poder transnacional y oligárquico. No otra cosa significa proclamar una falsa nacionalización para proteger a las transnacionales de la verdadera, reformar el sistema de justicia para perpetuar su corrupción, su mediocridad y su abyecta servidumbre al poder político, e introducir la intermediación de rostros y nombres indígenas para la continuidad del viejo usufructo del poder. No otra cosa significa, en fin, convertir al proceso de cambio en el manto redentor y consagratorio de los que, habiendo siempre usufructuado del Estado boliviano y sus revoluciones, usufructúan también ahora de las más caras esperanzas de los pobres y humildes, con el solo precio de sumar a su eterno festín, algunos pocos comensales, quizá de atuendo nativo y apellido indígena para que la “sublevación de la plebe” esté con ellos.

Pero volviendo a García, y ya para concluir, está claro que él no es, ni mucho menos, el autor principal de la consumada defección ética, ideológica y política del Gobierno de Evo Morales. García es solo una prescindible pieza de segunda línea en el aparato político de la reconquista oligárquico-transnacional, un servidor de Evo Morales consciente y hasta orgulloso de su obsecuencia, que actúa con la descontrolada agresividad de quien se sabe irremediablemente perdido y sin camino de retorno.

Corresponde terminar reafirmando la convocatoria de nuestro Manifiesto a recuperar, reconducir y relanzar el proceso de cambio abierto por la heroica lucha del pueblo boliviano, en tanto sus realizaciones y conquistas contienen y proyectan la perspectiva de construir, entre todos, un país libre, con un Estado integralmente democrático y una sociedad entrañablemente integrada por la solidaridad comunitaria. Solo pueden hacerlo quienes lo gestaron y conquistaron: los movimientos sociales-populares en su amplia y enriquecedora diversidad, y lo harán sin el Gobierno de Evo Morales y aun contra él, desde los espacios de su inexpugnable organización social, con la rebeldía de su autónoma iniciativa política, sobre la memoria de sus luchas históricas, y bajo la esperanza de la emancipación total y definitiva.

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