El debate sobre nuestro avance

Enrique Fernández García*

FERNANDEZGARCIA Al mirar hacia el pasado, se siente orgulloso de lo que ha conseguido. Está seguro de la superioridad del presente sobre el pasado. No está satisfecho con el presente y busca progresos futuros.

Leo Strauss



El año 1793, época en que la modernidad estaba exultante, Condorcet escribió su Esbozo de un cuadro histórico de los progresos del espíritu humano. En sus páginas, los lectores pueden hallar una frase que sintetiza el credo del momento: «La capacidad de perfeccionamiento del hombre es realmente infinita». En efecto, siguiendo la línea de Turgot, su maestro y fundador de la concepción optimista del progreso, ese autor estaba seguro de que las mejoras eran inevitables; por ende, resultaba comprensible que nos embriagara la ilusión. No cabía sino aprobar el entusiasmo despertado por quienes desdeñaban lo pasado. Existía un género humano y, en consecuencia, una sola historia del mundo, la cual nos mostraba el adelanto que se había tenido desde los tiempos cavernarios. Todas las eras estaban conectadas, dejando ver un desenvolvimiento evolutivo de la humanidad que, conforme al argumento dominante, tendría como motor los impulsos naturales o el Espíritu Absoluto. Resumiéndolo, había la confianza en que los conocimientos e invenciones podrían acabar con nuestras adversidades. Incluso un joven Unamuno, filósofo que no fue promotor de dogmas, exhortaba a venerar la ciencia; según él, todo lo demás se nos daría por añadidura.

La efervescencia por el progreso disminuyó debido a que, durante las últimas centurias, los males del hombre no tuvieron el fin que se prometía. Es más, en algunos casos –por ejemplo, al discurrir las primeras décadas del siglo XX, Alemania e Italia–, observamos retrocesos que ocasionaron actos de auténtica barbarie. Se advirtió también la disociación entre progreso material y espiritual, aduciéndose que el segundo había sido sacrificado a favor del primero, lo cual, en suma, significaba una involución. Por otro lado, para compendiar las principales críticas, se sostuvo que no hay una historia universal ni, menos aún, criterios que determinen el retardo o adelanto de las sociedades humanas. Ésta es la postura de Lévi-Strauss, un individuo que contribuyó a la fascinación por ideas prevalecientes en comunidades primitivas. Así, cada cultura podría tener sus propios cambios, los que no denotarían ninguna clase de desarrollo. Hubo asimismo cuestionamientos que defendían la concepción de una historia cíclica. Con todas las exageraciones que se le conocen, Spengler fue uno de sus notables representantes. La tesis es que contamos con varias historias de sendas civilizaciones, las cuales nacen, crecen y mueren. No serían concebibles los avances infinitos. Obedeciendo su lógica, Occidente estaría condenado a desaparecer.

De acuerdo con Mario Bunge, el progreso es un proceso que implica una mejoría en algún aspecto, pero hasta cierto límite. Vale la pena evocarlo porque, salvo el caso de los agitadores románticos, las evoluciones conllevan la conservación parcial del pasado. El avance de las sociedades humanas parte de la gesta que ha sido efectuada por los antecesores. Recordemos que son incalculables las generaciones que afrontaron problemas similares; por consiguiente, sería un absurdo negarles cualquier importancia. Nadie discute que pueda hallarse originalidad en las discusiones contemporáneas; empero, nuestros interrogantes suelen girar en torno a los mismos asuntos. Encontramos, por tanto, un legado que se ha forjado como consecuencia de aciertos y equivocaciones. En definitiva, me refiero a un patrimonio que debe servirnos para volver óptima la situación del orbe. Despreciar esto es una muestra de soberbia que puede conducirnos a repetir salvajadas ya castigadas. Debemos pensar que, por norma general, se ha trabajado para incrementar el bienestar colectivo y la felicidad individual, lo cual equivale a expandir los dominios de la libertad.

Atendiendo a lo enseñado por Juan José Sebreli, concebir el progreso como un producto de las contradicciones es bastante sensato. Suponer que, aun en contra del deseo de cuantiosos sujetos, seguiremos avanzando, pues los adelantos serían forzosos, además de armónicos, no tiene ningún sentido. En numerosas oportunidades, ha quedado claro que, para conseguir mayores espacios de libertad, fue preciso el conflicto. No es creíble que, sin haber librado guerra alguna, gozaríamos hoy de los derechos reconocidos por el Estado. Ello hace razonable que se proteja el acto de progresar, mas como una decisión ética. Nosotros, como lo hicieron antes considerables individuos, decidimos que nos decantamos por una vida mejor. Teniendo la certeza de que las sociedades sufren modificaciones, nuestra obra –sea política, institucional o de cualquier índole– podrá ser transformada. No obstante, las mutaciones que llevemos a cabo no estarán fundadas en el vacío; respetando la conquista de grupos anteriores, optaremos por realizar innovaciones que nos beneficien. Obviamente, debemos estar convencidos de que, ante la posibilidad del cambio, habrá diversas personas que manifiesten su disconformidad. La incertidumbre del futuro suele seducir menos que las comodidades otorgadas por el presente, aunque sus dichas sean fugaces.

*Escritor, filósofo y abogado