‘La Degolladora’, la incógnita de una asesina en serie mexicana


Un grafiti -previo al caso- en uno de los barrios de los ataques. / P. DE LLANO

Delgada. Fuerte. Entre 20 y 25 años. Bien arreglada. Morena. Ágil. Ataca a navaja. Se acerca a sus víctimas por la espalda, las sujeta con el brazo derecho y con la zurda les corta el cuello. Lleva el pelo amarrado en un moño. Le llaman La Degolladora. Mata en Chimalhuacán, un suburbio de la periferia de México DF. Entre el 14 y el 18 de septiembre asesinó a dos mujeres e hirió a cinco personas.



Una de ellas Antonio Soto, de 43 años, un hombre robusto. Resulta ilógico que una mujer se lance a cuchillo en la oscuridad de la noche, en una calle solitaria, contra un hombre así. Pero el día 14, a las cinco y media de la mañana, Soto caminaba por la calle rumbo al trabajo y vio a una chica venir hacia él. Le pareció sospechosa, porque no se decidía a andar sobre la banqueta o por la vía. Él siguió su dirección. Cuando estaban cerca, ella se metió por detrás de una camioneta estacionada. La perdió de vista. La mujer salió por otro lado, le puso el filo en el cuello. Soto gritó:

–¡¡¡Hija de tu pinche madre!!!

Le dio un manotazo para apartarse el arma, se miró la mano, ensopada de sangre, y luego miró hacia ella, pero había salido corriendo «muy veloz». Soto la siguió durante 50 metros y no pudo más. Le faltó resuello. Y llevaba un tajo de 15 centímetros en el cuello. Pero no era profundo y se salvó. «Esto es real, no es una fantasía», dice con una cicatriz que viaja de la barbilla al cuello.

Cinco horas antes había ocurrido el primer ataque. A dos calles de donde luego atacó a Soto, la asesina intentó matar a José Alberto Pichardo, un hojalatero de 36 años que había salido a comprar la cena. Lo acuchilló en el abdomen, le perforó los dos brazos a puntadas y en el cuello también le acertó. Fue como un enjambre de cuchilladas, según cuenta su hermana Fabiola.

La asesina dio el trabajo por concluido y huyó, ligera como un ninja, como los supervivientes dicen que huye. Pichardo se arrastró a su casa. Llamó. Una hermana abrió la ventana y se lo encontró sin decir nada, mudo, desangrado. Está grave pero estable en un hospital.

La policía patrulla sin ningún hilo del que tirar. «Por ahora sólo perseguimos a un mito», dice un agente al volante de su vehículo.

Los vecinos echan leña. Un rumor recurrente dibuja un psicópata como el Buffalo Bill de El silencio de los corderos. «Dicen que es un hombre vestido de mujer que va todo de negro. Tiene que ser un degenerado», dice una señora. Una madre con su niño repeinado ofrece la versión de una vengadora fuera de quicio: «Es una mujer que no se sabe bien si le mataron a un hijo o se lo robaron».

Algunos han empezado a ir armados con palos y perros. El fiscal del caso ha pedido que no cunda el pánico. Teme que en cualquier momento la gente linche a cualquier mujer inocente.

–Si la agarran y saben que es la que está matando, pues chance y sí que la linchen –dice un conductor de bicitaxi, transportes artesanales siempre al borde del desensamble.

La cicatriz de uno de los agredidos.

–Si es la buena… –añade otro, aprobando la condición sine qua non para ajusticiar en turbamulta.

Es una negra ironía, basada en lo que sucede pero que revuelve el estómago, que el objeto de temor y de ira estos días en Chimalhuacán sea una mujer.

En Chimalhuacán, uno de esos municipios del Estado de México que parecen ciudades juárez cocinadas a fuego lento, en silencio, sin los titulares de la capital norteña del feminicidio. Hace diez años fueron asesinadas 16 mujeres entre Chimalhuacán y la vecina Nezahualcóyotl. «Al menos ocho fallecieron ahorcadas, algunas fueron destazadas, a una la golpearon hasta morir y otra más fue ahogada luego de ser secuestrada», registra Humberto Padgett en Las muertas del Estado (Grijalbo, 2014). Este verano Chimalhuacán fue incluido por el Gobierno del Estado de México entre 11 de sus municipios en alerta de género por las agresiones a mujeres.

Pero se busca: a una asesina. La que el 15 de septiembre, un día después de atacar a dos hombres, Soto y Pichardo, cazó su primera pieza. Por la mañana, el conductor de un viejo camión de pasajeros detuvo el vehículo en su base al terminar el servicio. Se levantó, recorrió el pasillo para ver que nadie se hubiese dejado nada y en un asiento se encontró a una pasajera moribunda.

Le habían cortado la yugular. Un informe oficial menciona que al conductor «le extrañó que la mujer estuviera herida, porque durante su recorrido no vio ninguna riña ni agresión a los pasajeros ni oyó gritos de auxilio». Rosario Laureano, 40 años, degollada sin ruido, falleció de camino al hospital.

Ese martes, sobre las ocho de la tarde, atacó a Rosa María Jiménez Martínez, de 69 años. Está sentada junto a Antonio Soto en la habitación donde los ha reunido el alcalde, Sergio Díaz, para que den testimonio. La Degolladora se le vino encima en una calle solitaria: «De repente sentí como si con una pluma me picaran en la cabeza, así rapidito. Cuando vi la navaja, me voltié y me caí al suelo gritándole «¡Qué pasa chavo!», porque pensé que era un chavo; pero ya había salido corriendo y por cómo corría me di cuenta de que era una mujer. Era muy delgada. Y la navaja era plateadita».

Antes de que las víctimas entren al cuarto, el alcalde afirma que se trata de una conspiración política. «No es una mujer atacando por locura, una psicópata. Es una persona entrenada. Nuestra hipótesis es que está protegida y trata de crear pánico en la población».

Para asimilar lo que dice hay que partir de la complejidad de Chimalhuacán. Con 850.000 habitantes, formado por migraciones de aluvión, delimitado por los restos del que fue hasta hace pocos años el mayor basurero de Latinoamérica, bordeado también por un canal abierto de aguas negras, este municipio, en proceso de mejoras urbanas, está gobernado por el Movimiento Antorchista, «La organización de los pobres de México», integrado en el PRI, el partido en el Gobierno, pero en pelea perpetua con el PRI y con quien quiera que gobierne para defender y extender sus feudos de poder, entre el auxilio popular y el cacicazgo de masas.

El alcalde sostiene que la muestra de que se trata de una estrategia para la psicosis colectiva es que el segundo asesinato fue en público, a plena luz del día, en medio de la calle ante un mercadillo. Brenda Mondragón, 16 años, iba con su madre el 17 de septiembre cuando la asesina apareció de la nada, le cortó el cuello y escapó sin que la gente, espantada, reaccionase. «Un mensaje», afirma Díaz.

Un día antes había atacado a medianoche a Yolanda Beltrán, 45 años, que sobrevivió con dos transfusiones de sangre. El siguiente episodio fue el 18, cuando agredió a Luisa Soto, 40 años, a mediodía sin gente alrededor. La asesina –madre perturbada, travesti o brazo ejecutor de una mano negra– volvió a fallar. La mujer desvió la cuchillada. Ella escapó. Pero en su último ataque, La Degolladora dejó la primera pista. Una navaja sobre el suelo de Chimalhuacán.

Pablo de LlanoFuente: elpais.com