Misa en estado de excepción

Rubén Amón



Los parisinos en la plaza de la Catedral de Notre Dame en París. / B. PÉREZ



Nuestra señora de Francia es la República, custodiada en círculo por los parisinos en la plaza homónima que simboliza el duelo, pero el culto laico a la estatua herida no contradijo esta noche de domingo la reivindicación genuina de Notre Dame.

Una misa de recogimiento y de exaltación patriótica, hasta el extremo de que el organista de la catedral interpretó con estruendo La Marsellesa mientras el arzobispo de París, monseñor Vingt-Trois, predisponía el sacramento de la comunión.

Comunión en Cristo, en el dolor y en la patria. La bandera tricolor iluminaba las pilastras del altar mayor del mismo modo que las autoridades, representadas a título honorario por los galones antiguos de Giscard d’Estaing, recreaban una suerte de reclamación identitaria. Católicos de Francia orgullosos de su religión, abrumados por “el salvajismo de los yihadistas y del fundamentalismo de la guerra santa”.

No lo decía monseñor Vingt-Trois, nos lo contaba una feligresa de 60 años, Michelle, que había esperado tres horas en los aledaños del templo para acceder a los asientos postineros. No lejos de la alcaldesa de París, Anne Hidalgo, ni del ex primer ministro Fillon, ni de los presidentes del Senado y de la Asamblea Nacional.

Se trataba de formalizar el duelo con el verbo del profeta Daniel — “serán tiempos difíciles como no los ha habido desde que hubo naciones hasta ahora”—, pero la ceremonia religiosa, imponente en la dramaturgia y en la sugestión estética, se resintió de la psicosis indisociable al trauma del 13-N, reflejada en las medidas de seguridad y en la anomalía de una misa oficiada en estado de excepción, blindada.

Fue necesario despejar con antelación la explanada, militarizar las calles, escrutar a los fieles, sobre todo porque el acontecimiento litúrgico representaba la primera gran reunión de personas en un recinto cerrado —valga la blasfemia— desde que la masacre del Bataclan precipitó una cautela extrema respecto a las celebraciones colectivas.

Empezó la misa a las 18.30, pero 15 minutos antes prorrumpieron las campanas de Notre Dame en su letanía y rotundidad funeraria. Se trataba de secundar el crepúsculo de París y de sobreponerse, no siempre con fortuna, al ajetreo de las sirenas que inquietaba a los invitados ilustres y a las autoridades militares, conscientes unos y otros de los rumores exteriores que apuntaban a un tiroteo y a una estampida.

Momentos de tensión, falsa alarma, tranquilidad, aunque no era fácil sustraerse a la emoción ni al nerviosismo entre las paredes del templo, por mucho que el incienso y la música de Messiaen incitaran un estado lisérgico, una catarsis que Michelle, por ejemplo, ilustró con sus lagrimones en la dialéctica de La Marsellesa y de la comunión, Francia y Cristo por los siglos de los siglos.

Y una homilía ecuménica, sensata, que el arzobispo de París jalonó de más preguntas que respuestas, preguntándose cómo puede existir el ideal de la barbarie y cómo los jóvenes nacidos, crecidos y educados en Francia podían implicarse en la blasfemia de la religión que vindica la muerte, provocando que el terrorismo golpee a los franceses con toda su ceguera.

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Fuente: elpais.com