Schwab, el cerebro de Davos

1453567224_705599_1453568059_noticia_normal_recorte1El ingeniero y economista alemán, que asegura que estamos ante la cuarta revolución industrial, ha creado un modelo de conferencia difícil de imitarAlicia GonzálezKlaus Schwab es un entusiasta de la tecnología. Le gusta estudiar el impacto que  puede tener sobre la política, la economía, y las personas. Acaba de presentar un libro en el que habla de la llegada de la cuarta revolución industrial. Y es el alma del Foro Económico Mundial de Davos, cuya primera reunión organizó en 1971.Cada día, antes de empezar la jornada laboral, Klaus Schwab (Ravensburg, Alemania, 1938) se enfunda las gafas y el traje de baño y nada durante aproximadamente una hora, lo que tarda en recorrer los 3.000 metros que se ha fijado como rigurosa disciplina. Una dinámica que solo interrumpe durante la semana en que se celebra el Foro Económico Mundial (WEF, por sus siglas en inglés) en la estación suiza de Davos, y cuando tiene que volar. Lo cual sucede con relativa frecuencia: ha llegado a pasar uno de cada tres días del año fuera de casa aunque ahora ha reducido algo el ritmo.Esos viajes le llevan “al menos una vez al año” a Silicon Valley, porque Schwab es un entusiasta de la tecnología “del impacto que puede tener sobre la política y la economía pero, sobre todo, de las consecuencias que puede tener sobre las personas, algo sobre lo que no hay conclusiones definitivas”, explica uno de sus asesores. Semejante entusiasmo es fácil de explicar si nos atenemos a su formación: un doctorado en Ingeniería por el Instituto Federal Suizo de Tecnología; un doctorado en Económicas por la Universidad de Friburgo y un máster en administración pública por la escuela John F. Kennedy de la Universidad de Harvard. Esa combinación explica que Schwab haya bautizado la última edición del Foro como la cuarta revolución industrial y que justo antes de la cumbre haya publicado un libro sobre el tema.Schwab es el cerebro y el alma, como recalcan sus colaboradores, del Foro de Davos, la reunión que cada año celebra la élite política y empresarial mundial para debatir el futuro de la economía y, con esa excusa, celebrar un maratón de reuniones que se han probado muy rentables para sus protagonistas y cuya importancia crece año tras año, en detrimento del debate. Para ello, nada como refugiarse en el entorno que tan bien recogió Thomas Mann en La montaña mágica, una novela en la que su autor describe la decadencia de la burguesía europea en los años anteriores a la Primera Guerra Mundial desde la distancia de un sanatorio de los Alpes.Desde que el ingeniero alemán logró, gracias a un préstamo, montar la primera reunión en 1971, muchos han intentado copiar el modelo del WEF pero solo Schwab ha conseguido que los directivos de las grandes empresas mundiales y los responsables políticos de medio mundo accedan a desplazarse hasta la remota estación suiza, a dos horas en coche o tres horas en tren del aeropuerto de Zúrich, y pasar cuatro días en calles llenas de nieve helada o derretida, sumergidos en un perpetuo atasco de limusinas en hora punta y con unos precios desorbitados incluso para sus profundos bolsillos. Los 11.000 habitantes de Davos acogen en esos días a más de 2.500 participantes, 3.000 soldados, 1.500 policías y un número indeterminado de guardaespaldas, asesores y trabajadores temporales contratados para prestar servicio a tanto visitante ilustre.“El éxito del modelo de Davos es que no hay mucho más que hacer allí que asistir a los debates, mantener reuniones con clientes y encuentros con responsables políticos. Este mismo modelo en Nueva York o Londres, por ejemplo, habría fracasado estrepitosamente”, sostiene alguien que ha acudido a Davos durante años. Una tesis confirmada por Maurice Lèvy, presidente de Publicis. “En estos 45 años de existencia, solo una vez se ha celebrado el WEF fuera de Davos. Fue tras los atentados del 11 de septiembre de 2001, en Nueva York, como gesto de solidaridad hacia la ciudad y la comunidad financiera. Y bastó una única experiencia para constatar que era un error”, aseguró esta semana durante uno de los debates.El cerebro de Davos es un hombre disciplinado y metódico. Ha declarado en una reciente entrevista que nunca bebe alcohol y no habla de cotilleos. Se trata de una persona básicamente apasionada por su proyecto, a la que le entusiasma rodearse de jóvenes talentos y que se dirige por su nombre a los aproximadamente 500 empleados que tiene el Foro Económico —la mayoría, en las oficinas centrales en Ginebra —. El negocio ya ha crecido tanto que el WEF ha abierto oficinas en Pekín, Tokio y Nueva York. El año pasado Schwab decidió reorganizar la estructura de gobierno del Foro para garantizar la gobernanza de la institución. Y la reacción fue inevitable: Schwab preparaba su sucesión.“No creo que en estos momentos Klaus Schwab se plantee abandonar el cargo. El WEF es su pasión, es él quien está detrás de cada nueva iniciativa del Foro y, físicamente, se mantiene en buena forma. Su hijo, Oliver, y su mujer Hilde trabajan en la organización, así que no es uno de esos casos en los que el trabajo separa a su responsable de la familia. Si de algo se lamenta, y poco, es de no tener algo más de tiempo para leer novelas”, asegura uno de sus colaboradores.Precisamente, la incorporación a la organización de su hijo hace apenas unos años suscitó de inmediato rumores sobre una posible renuncia de Schwab a favor de su hijo. Un extremo que sus colaboradores niegan. “Esta es una organización internacional, como lo puede ser la Organización Mundial del Comercio. Es verdad que es la única, junto con la Cruz Roja, que ha sido creada por una sola persona pero eso no significa que sea un negocio familiar. Hay un consejo de 23 administradores que será el encargado, llegado el caso, de designar a su sucesor y de elegir el proceso de selección”. El año pasado el gobierno suizo otorgó al WEF el reconocimiento pleno de organización internacional sin ánimo de lucro.Davos culmina cada edición con una glamurosa velada, que desde hace unos años se celebra en el hotel que una vez acogió al sanatorio de La montaña mágica, a la que solo se puede asistir bajo estricta invitación y que exige esmoquin para ellos y vestido largo para ellas. Es entonces, con las conferencias concluidas y los negocios aparcados por unas horas, cuando los invitados dan rienda suelta a tanta tensión y donde las malas lenguas sitúan algunas de las anécdotas más divertidas y escandalosas del Foro. Esa noche Schwab siempre se marca unos pasos de baile con Hilde.El País – Madrid