Esta fue la primera supermodelo americana y esta es su triste historia

audrey_munson_fotografiada_en_1915_Queremos contarles una historia. Una que sucedió antes de que existieran las vallas publicitarias XXL, el concepto it girl, los editoriales de moda Vogue y, por descontado, las modelos de la agencia Ford. Es la historia de Audrey Munson, mujer nacida en Nueva York en 1891 que hoy está siendo reivindicada como la primera supermodelo americana.

Acaba de salir a la venta en Estados Unidos The Curse of Beauty, libro escrito por James Bone que indaga en la existencia de Audrey Munson. Si hay que dar crédito a Bone, la existencia de esta mujer fue lo más parecido que cabe imaginar al sueño dorado de un guionista de biopics de Hollywood (o el de cualquiera de los grandes éxitos cinematográficos de nuestra Sara Montiel, vamos). Hija de padres divorciados, a una muy temprana edad una clásica adivinadora ambulante le vaticinó una juventud de éxito y despilfarro, un final de ruina y soledad y la carencia de todo amor verdadero.

Poco después, mientras caminaba por las bulliciosas calles de Nueva York, un fotógrafo se fijó en su asombrosa belleza y se la presentó a Isidore Konfi, escultor neoclásico al que por aquel entonces le llovían los encargos. Los inicios del siglo XX eran tiempos en los que los fajos de dólares corrían alegremente en un país que estaba a punto de convertirse en la primera potencia mundial. Una nación joven y vigorosa decidida a construir su imagen corporativa basándose en modelos ya contrastados por el antiguo Imperio Romano, el Renacimiento italiano o la Francia de Napoleón.



Fue así como Audrey sería requerida como musa de prácticamente todas las esculturas femeninas de gran formato que se realizaron en su ciudad durante la década de los 1910. Sus rasgos serenos y su complexión esbelta (que hoy sin embargo encontraríamos poco apta para desfilar en la pasarela de Victoria’s Secret) fueron inmortalizados en ménsulas y cariátides, en frontones y pedestales, en monedas, carteles, folletos y postales. Fue alegoría de la Justicia, la Verdad, la Victoria o la Gloria. Resulta imposible visitar Nueva York y no cruzarse con ella en un punto u otro, aún sin conocerla.

Estatua de Audrey Munson situada en la calle 106 de Nueva York.

Muy especialmente, corona la torre central del Manhattan Municipal Building, convertida en la “Civic Fame”. Se dice que, en la cumbre de su fama, modeló para las tres quintas partes de las esculturas creadas para la Exposición de San Francisco de 1915. Protagonizó varias películas (obviamente mudas y la mayor parte perdidas) que tomaban la exposición de su cuerpo desnudo como principal premisa argumental. Se convirtió en una celebridad instantánea, y todo ello al módico precio de cincuenta centavos la hora. Porque, queridos lectores, todo indica que Audrey Munson fue sin cesar explotada por el mismo sistema que le había abierto los brazos. Pues menudo es ese sistema.

SUS RASGOS SERENOS Y SU COMPLEXIÓN ESBELTA (QUE HOY SIN EMBARGO ENCONTRARÍAMOS POCO APTA PARA DESFILAR EN LA PASARELA) FUERON INMORTALIZADOS EN ESCULTURAS POR TODA LA CIUDAD. NUEVA YORK Y NO CRUZARSE CON ELLA EN UN PUNTO U OTRO, AÚN SIN CONOCERLA.

Y cuando vinieron peor dadas, cuando dejó de llevarse la escultura figurativa y los comitentes de obras públicas y privadas giraban sus ojos hacia las vanguardias que ya asomaban tímidamente, Munson cayó en desgracia. Parece ser que en esto también tuvo que ver otro episodio preceptivo en la vida de toda femme fatale que se precie, como fue un crimen cometido en su nombre por un admirador: se trata éste, sin embargo, de un dato no confirmado. El caso es que, como dictan los cánones, la superestrella quedó sumida en el pozo negro del olvido, trató de suicidarse y fue internada en un psiquiátrico antes de cumplir los cuarenta. Y esto no es lo peor: lo peor es que aún le quedarían otros sesenta y cinco años de existencia (murió a la asombrosa edad de 104), y todos y cada uno de ellos los habría pasado en semejante encierro.

Hay muchas enseñanzas que obtener de la vida de Audrey Munson. Una de ellas es que, como se ha dicho hasta la saciedad, toda gloria terrenal (¿acaso hay otra?) resulta efímera, y quien hoy es una superestrella mañana puede no interesar ni a su abuela: tomen nota, blogueros y figurines de Instagram. Otra, más relevante si cabe, es que la sociedad manifiesta una desagradable tendencia a hacer uso de los cuerpos para desecharlos al menor síntoma de cambio en las tendencias estéticas. Una tercera sería que resulta muy duro ser mujer en un mundo en el que los hombres toman todas las decisiones y son al mismo tiempo emisores y receptores en la cadena comunicativa: aquí el de medio es un papel muy poco grato, diga lo que diga Marshall McLuhan. Y hablando de decir. ¿Qué es lo que dijo de todo esto la propia Audrey Munson? Pues poca cosa, francamente. Nos quedamos con una de sus pocas declaraciones registradas: “Lo que para otras mujeres es una desvergüenza, para mí ha sido virtud”. Tendríamos mucho que decir sobre esto. Pero quizá otro día.

Fuente: www.revistavanityfair.es