Historias inesperadas que oculta el pasado argentino

Un San Martín en viaje a Italia para comprar un busto de Napoleón o un Rosas transformando Palermo con su presencia: son algunos de los hechos desconocidos de nuestro pasado que Daniel Balmaceda nos revela en su nuevo libro. Extracto

1. SAN MARTÍN Y REMEDIOS

José de San Martín tuvo siete vidas. La primera transcurrió entre el día de su nacimiento y los veintidós años, cuando era teniente de los ejércitos reales de España y fue atacado por cuatro forajidos que lo asaltaron y lo dejaron agonizando en el camino de Valladolid a Salamanca. Lo salvó el general Francisco Negrete que por fortuna lo encontró a un costado del sendero.

La segunda vida le duró hasta que, a los treinta años, estuvo a punto de ser ejecutado por el enardecido pueblo español. Ocurrió en Cádiz, a fines de mayo de 1808. Las hordas acusaban de ser afrancesados a los oficiales españoles.

El general Francisco María Solano se escondió en un mueble, pero fue descubierto. Lo acuchillaron y ahorcaron. San Martín, que estaba con él, logró huir de un grupo furioso que lo perseguía y un monje capuchino lo metió en su convento. Al día siguiente lo sacaron disfrazado de la ciudad.

Su tercera vida le duró apenas un mes. El 23 de junio de 1808, en Arjonilla, al frente de sus hombres en la carga a los franceses, cayó del caballo y fue rescatado de las bayonetas enemigas por Juan de Dios, un soldado que lo levantó del piso.

La cuarta vida se extendió hasta el 3 de febrero de 1813, en San Lorenzo, cuando el soldado Juan Bautista Cabral —luego ascendido a sargento— pagó con la vida, cubriéndose de gloria, haber retirado al comandante del peligro, ya que estaba siendo aplastado por su caballo.

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En 1826, con cuarenta y ocho años, llegó el final de su quinta vida, luego de que volcara la galera en la que viajaba por los caminos de Inglaterra. Lo sacaron de abajo del carruaje. Pasó varios meses en cama por los traumatismos y la cicatrización de las heridas provocados por los fragmentos de vidrio de la ventana.

La sexta y penúltima vida de San Martín terminó en Roma y es uno de los episodios más desconocidos de la historia del Padre de la Patria:

A fines de 1845, San Martín vivía en París. Su salud flaqueaba, le pesaban los sesenta y siete años, y le pareció que una gira por Italia podría sentarle bien. El viaje lo haría en compañía de su mucamo, pero necesitaba alguien más con quien contar en caso de que sobreviniera una complicación. Allí surgió el nombre de un argentino: Gervasio Antonio de Posadas. Era nieto y homónimo del director supremo (su abuelo había muerto en 1833). También era sobrino de Carlos María de Alvear (enemistado con San Martín). Iba a ser el director de Correos de los presidentes Bartolomé Mitre y Domingo Faustino Sarmiento. Cuando San Martín cruzó los Andes, él tenía dos años. Ahora, con treinta, acompañaría con gusto al general en su paseo por Italia.

San Martín le explicó cómo debía actuar frente a diversos problemas clínicos. Gervasio Posadas memorizó nombres de remedios y acciones a seguir. Entre otras tantas cosas que conversaron, el Libertador le dijo que estaba interesado en comprar un busto de Napoleón, a quien admiraba.

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Pero una noticia fatal iba a suspender la recorrida de shopping. Una noche de febrero de 1846, Posadas llegó tarde al hotel y fue a acomodarse en su cuarto. Al instante, golpearon su puerta. Era el mucamo de José de San Martín, quien le anunció con tono informativo y gesto adusto: «El señor general se ha muerto».

Posadas corrió al cuarto de San Martín. Lo observó tirado en la cama, inmóvil y tieso. Tomó remedios del botiquín y se los inyectó al cuerpo inerte. El general volvió en sí ante la sorpresa de su mucamo personal, quien nunca antes lo había visto tan muerto. San Martín había sufrido un nuevo ataque de epilepsia que lo dejó tendido, con sus signos vitales muy disminuidos. Esa madrugada aumentó la lista: Francisco Negrete, Juan de Dios, Juan Bautista Cabral, el monje capuchino, los ingleses que lo sacaron de abajo del coche que volcó y Gervasio Antonio de Posadas.

Poco más de cuatro años duró la séptima vida del Libertador, hasta el sábado 17 de agosto de 1850.

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2. EL RESTAURADOR DE PALERMO

La batalla de Caseros se inició a las ocho de la mañana del 3 de febrero de 1852. Al día siguiente, el vencedor Justo José de Urquiza ya estaba instalado en Palermo, en la casona del vencido Juan Manuel de Rosas. Se trataba de una residencia con historia y con historias. Su primer capítulo se escribió el 25 de junio de 1590, fecha en la que Juan Domínguez Palermo se casó con Isabel Gómez de la Puerta Saravia. Al morir el padre de Isabel heredaron esas tierras que pasaron a ser denominadas con el nombre del yerno. Un nombre que ya contaba con más de doscientos años de vigencia para el tiempo en que el Restaurador de las Leyes se interesó por el lugar.

Rosas había comenzado a invertir en Palermo en 1838 mediante la compra de nueve quintas. En el 39 sumó otras ocho. Y seguiría aumentando su propiedad mediante nuevas transacciones hasta 1849. Luego de once años de escrituras, sus tierras habían alcanzado un tamaño considerable: se extendían por todo el Bajo, es decir, las actuales Libertador y Figueroa Alcorta, desde Ugarteche hasta el estadio Monumental del club River Plate. Eran 541 hectáreas de la ciudad de Buenos Aires.

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La intervención (y la inversión) de Rosas en Palermo originó uno de los cambios más grandes en la geografía porteña. Porque esas tierras no eran muy apreciadas. Al contrario, eran arenosas y arcillosas, se anegaban por estar cerca del río y además junto al arroyo Maldonado. Si hasta hace poco tiempo se inundaba Palermo, puede uno imaginarse cómo sería hace 150 años. Por eso, lo primero que hizo Rosas fue nivelar el terreno. Un ejército de obreros se dedicó a importar tierra desde Belgrano y Recoleta. De hecho, las barrancas de Belgrano —como las conocemos ahora— no son naturales, sino que se originaron por toda la tierra que se sacó de ahí para llevar a la zona que hoy ocupan el zoológico y los bosques. Asimismo, el desnivel abrupto de varias calles de la Recoleta (desde Libertad hasta Ayacucho) en su intersección con la avenida Alvear fue la consecuencia del relleno en Palermo.

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Encarnación Ezcurra, la mujer de Rosas, murió en 1838, el año en que él había empezado a comprar tierras en Palermo. El viudo inició la construcción de su casa en Sarmiento, entre Figueroa Alcorta y Libertador (son los nombres actuales de esas tres avenidas que, por supuesto, no eran los de aquella época). Contaba con seis ambientes cuando Juan Manuel resolvió convertirla en su casa principal y se mudó del centro. Aunque de inmediato decidió ampliarla. Creció hasta contar con veinte cuartos y ambientes privados —más otros tantos de uso común— en 5.776 metros cuadrados. Manuelita Rosas ocupaba cuatro. Su padre, otros cuatro. El resto era de uso común o para alojamiento de visitantes. El material para la construcción lo obtuvo de las ya mencionadas canteras de Recoleta. Pasando por alto las dimensiones, era una casona sencilla. Eso sí: no había en toda Buenos Aires una que tuviera más espejos.

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Otro de los cambios determinantes que provocó la mudanza del Restaurador de las Leyes fue la consolidación de la actual avenida del Libertador. Porque no bien Palermo se convirtió en sede del gobierno de Rosas, el incesante desfile de caballos, carretas y cupés por el Bajo pasó a ser una constante. No sólo se trasladaban quienes iban a visitarlo, entrevistarlo, pedirle y darle, sino también los que deseaban salir del centro y pasear un rato. Salvo un cerco alrededor de la casona o en las caballerizas (donde ahora está el Jardín Botánico), el resto era de acceso público. Cualquiera podía pasear por su propiedad. A mediados de la década del 1840, Palermo se puso de moda gracias a Rosas.

La travesía de quienes acudían se iniciaba en Florida (llamada entonces Perú) hasta Plaza San Martín (Cuarteles del Retiro). De allí tomaban Juncal (ya se llamaba de esa manera) hasta cinco esquinas, donde torcían por Quintana (Calle Larga), y al llegar a la Recoleta, bajaban hacia la derecha por una barranca que se llamaba Buenos Aires (hoy se usa sólo en sentido contrario). Luego avanzaban por Libertador (Camino del Bajo) hasta lo de Rosas. El tránsito fue tan intenso en aquellos años, que terminó transformando al anegadizo camino del Bajo en un sendero firme y confiable.

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En el trayecto se divisaba un rancho hacia el río. Pertenecía a Nicolás Mariño, uno de los lugartenientes de Rosas. El Restaurador le había regalado una franja de mala muerte en una zona con más barro que tierra y el hombre se había construido una casita. Quienes pasaban por allí bromeaban afirmando que esa humilde propiedad era Palermito. Y así se identificaba a la zona. De Palermito, pasó a llamarse Palermo Chico y luego, Barrio Parque.

Don Juan Manuel se armó un mini zoológico silvestre que, junto a un barco no muy grande que había quedado varado a 500 metros de la casona, eran los paseos predilectos para los invitados que Manuelita recibía, siempre los días miércoles. En el interior del barco colocaron un billar más un piano y solía bailarse algún pericón u otra danza autóctona elegante.

Rosas era muy cuidadoso del inmenso jardín de su casa. Había plantado higueras y cientos de naranjos (los cítricos disimulaban los malos olores de los pantanos y del Maldonado). Unos cincuenta hombres —en su mayoría gallegos— se encargaban de limpiar con agua y jabón, todas las mañanas, de lunes a lunes, cada una de las naranjas de los árboles. En la mejor época de esta fruta, se empleaban como pisapapeles en los cientos de los expedientes que se hallaban en el dormitorio de Rosas o en las habitaciones de los escribientes. El dueño de casa mantenía un ejército de secretarios, encargados de responder cartas, redactar disposiciones y organizar papeles. Los escribientes se turnaban para atender al gobernador, desde las 4 de la mañana hasta la medianoche.

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El grupo más cercano era el único que tenía la posibilidad de asistir con el gobernador a la misa del domingo en la capillita, junto a la casa. Antes de que todos comulgaran, el padre Lozano siempre tomaba un rosario y cantaba:

Las cuentas de este rosario

son balas de artillería.

Que todo el infierno tiembla

en diciendo, ¡Ave María!

Entonces, todos los presentes gritaban: «¡Ave María! ¡Ave María!». Recién allí se iniciaba la comunión.

En pocos años, toda la extensión de los bañados y cangrejales de Palermo que parecía condenada al fracaso floreció y tuvo una intensa vida social. Hasta que llegó su ocaso, con la caída de Rosas. El camino del Bajo fue perdiendo tránsito y dejó de ser espléndido.

La casona fue sede del gobierno de Urquiza y escenario de algunos episodios trascendentales de la historia argentina. Como, por ejemplo, la firma del Protocolo de Palermo, en el cual las provincias de Entre Ríos, Buenos Aires, Corrientes y Santa Fe resolvieron que «quede autorizado el Excelentísimo Gobernador y Capitán General de la Provincia de Entre Ríos, General en Jefe del Ejército Aliado Libertador, Brigadier don Justo José de Urquiza, para dirigir las relaciones exteriores de la República». Sin embargo, las relaciones de los porteños con el excelentísimo se deterioraron tanto como el Camino del Bajo.

Urquiza se fue a gobernar desde Entre Ríos, la casa se abandonó y recién fue aprovechada cuando se convirtió en sede del Colegio Militar de la Nación.

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En 1875 se creaba el gran paseo de Buenos Aires, el Parque 3 de Febrero. La idea del nombre fue de Vicente Fidel López y tanto a Sarmiento como a Avellaneda les encantó. ¿Se celebraba la llegada de Pedro de Mendoza el 3 de febrero de 1536? No. ¿Era para conmemorar el combate de San Lorenzo —bautismo de fuego de los Granaderos— del 3 de febrero de 1813? Tampoco. Se evocaba nada menos que la batalla civil de Caseros, donde Urquiza venció a Rosas. El lugar revivió con la creación del parque.

La casona de Palermo fue de gran utilidad para entrenar a los cadetes del Colegio Militar. Pero se decidió tirarla abajo. Fue dinamitada en 1899. ¿Qué día? ¡El 3 de febrero, obvio! Se organizó, a propósito, que las explosiones se iniciaran a las 0 horas del viernes 3. El plan era: explosivos, derrumbe, 450 piqueteros que tiraran abajo lo que quedara en pie, transporte de los escombros y asado con cuero para los trabajadores. Los escombros dormirían en depósitos hasta volver a ser usados. Las réplicas de templos que albergan a los elefantes y las jirafas del zoológico, entre otros, fueron hechas con los escombros de la casona dinamitada. El comandante de las operaciones para hacerla volar ese día tan especial fue el coronel Ricardo Day.

Y tan curioso como que fuera alguien de apellido Day el demoledor del día 3 de febrero, es el hecho de que él haya sido un sobreviviente del terremoto de Mendoza de 1861, el más despiadado que haya padecido la ciudad en su historia. Tenía entonces dos años y lo rescataron de entre los escombros. Fue un milagro: todos sus hermanos y su madre murieron aquella trágica noche. El 3 de febrero de 1899, Day (el del milagro de los escombros) convirtió en escombros la casona que había cambiado el destino de Palermo.

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[Extracto de Historias inesperadas de la historia argentina, de Daniel Balmaceda. Sudamericana, 2016]

Fuente: infobae.com