América Latina explicada de verdad

stalinHoracio Vázquez-RialLos que empezamos a estudiar la historia de España y de América Latina en los 60 tuvimos un primer libro de referencia en las universidades: América Latina: estructuras sociales e instituciones políticas, de Jacques Lambert, publicado en 1964. Con los 70 llegó la peste: Las venas abiertas de América Latina, de Eduardo Galeano, aparecido 1971, que se impuso rápidamente en los medios académicos y no académicos.Los alemanes fueron los primeros en sentirse encantados con el libro de Galeano, porque les proporcionaba la imagen de Hispanoamérica que ellos querían ver, a pesar del barón Von Humboldt. Era desolador en los años 70 ver cómo los estudiantes de Berlín, primero, y después de París, Londres, Estocolmo, Roma, se metían en la cabeza todos esos mitos y todos esos errores, que yo estimo en muchos casos intencionados, y todos esos datos, ciertos o falsos pero siempre retorcidos para sostener razonablemente lo insostenible: que los pobladores de la América española han sido durante quinientos años víctimas de los imperialismos, primero el español y después el norteamericano, y que no tienen la menor responsabilidad sobre su propio destino.En 1976, finalmente, salió de las prensas Del buen salvaje al buen revolucionario, de Carlos Rangel, que ahora acaba de reeditar FAES con el subtítulo Mitos y realidades de América Latina. Era una obra reparadora, llena de verdades de a puño, valiente hasta el desafío, que apareció en el momento menos indicado para alcanzar una difusión adecuada: por entonces, las izquierdas tradicionales (comunistas, trotskistas, maoístas y castristas, amén de alguna subespecie) estaban haciendo su agosto con las dictaduras, fuese por su ferocidad y su guerra sucia, como en el Cono Sur o en Centroamérica, fuese por su populismo militarista, como en el Perú, donde Velasco Alvarado y Morales Bermúdez ocuparon el poder de 1968 a 1980. Nadie podía hacer crítica de las izquierdas militantes, porque su enemigo era el enemigo común de todos.Yo tuve que sufrir lo mío antes de comprender que la junta militar argentina tenía el apoyo pleno de la Unión Soviética y al menos el respeto de Fidel Castro: tanto Moscú como La Habana hablaban en los 70 del «dictador Pinochet» y del «general nacionalista» (y, por lo tanto, antiimperialista) Videla. Del otro lado estaban unos tipos que, si alguna vez llegaban al poder, iban a ser peores.Portada de la primera edición, publicada por Monte Ávila (Caracas).En ese proceso personal, el libro de Carlos Rangel tuvo un papel destacado. Mi amigo Jaime Naifleisch encontró dos ejemplares de la primera edición en una librería de Barcelona, y compró uno para él y otro para mí. Lo conservo, milagrosamente, después de haberlo prestado unas cuantas veces. Está lleno de subrayados y notas al margen que denotan mi sorpresa al enfrentar por primera vez ciertas verdades que hoy forman parte de mi subconsciente.Que nadie crea que todo fue leer el libro y experimentar la iluminación. Nunca es así. Yo estaba profundamente idiotizado por las ideas recibidas. Había aceptado, por poner sólo un ejemplo, que era natural que Cristóbal Colón hubiese creído encontrarse en el Paraíso Terrenal, porque así era como nos habían enseñado a ver el continente: como un paraíso devastado. Y de pronto venía Carlos Rangel y me decía que no, que Colón había mentido, que América nunca había parecido un paraíso, que él habría tenido sus razones para venderle así su descubrimiento a los Reyes Católicos, o para convencerse a sí mismo de esa falsedad, pero que nosotros no teníamos por qué dar por buena su caprichosa descripción.Venía Carlos Rangel y me decía que «lo más certero, veraz y general que se pueda decir sobre Latinoamérica es que hasta hoy ha sido un fracaso»; y después de eso no intentaba consolarme diciendo que la culpa de eso era de otros, ni que el continente era la clave étnica y social del más brillante porvenir en cuanto se liberara. ¿De qué tenía que liberarse el continente? De los otros, era la respuesta de la época. De sí mismo, de su propia falsa historia, aseveraba Rangel.No era fácil. Ningún cambio esencial en el propio pensamiento es fácil, porque implica reconocer algo que va más allá del error: implica reconocer la inutilidad de la propia vida en las etapas anteriores, cuando no su carácter perjudicial. Había que aceptar que uno, y no el mundo, había vivido equivocado y había hecho más daño con sus mentiras, con su acriticismo, del que era capaz de calcular.Rangel nos ponía ante la evidencia del ridículo de un antinorteamericanismo insostenible, a través de cuestionamientos de fondo:En cuanto a nuestra reprobación por los aspectos negativos de la sociedad norteamericana, como la discriminación racial, el excesivo consumismo, el poder inquietante del «complejo militar-industrial», ¿de dónde la hemos aprendido sino de las críticas que los norteamericanos se hacen a sí mismos? ¿Y no es tristemente obvio que, al repetirlas con aire de justos, estamos evadiendo hacernos a nuestra vez las críticas que nosotros merecemos?(…)¿Y quién puede dudar de que de no haber existido esta potencia democrática, guardián del hemisferio (en su propio interés, pero ése es otro problema) Latinoamérica hubiera sido víctima en el siglo XIX del colonialismo europeo que conocieron Asia y África; y más tarde, en nuestro propio tiempo, de los imperialismos todavía peores que ha conocido el siglo XX?Era una prosa contundente, desmitificadora, sin resquicios, capaz de entrar como un puñal en las falsas verdades establecidas, no por los Gobiernos, sino por una izquierda que jamás había sido capaz de sustituirlos pero dominaba en la ideología general. Rangel ponía en tela de juicio desde el mito del socialismo inca hasta el de la reforma agraria, desde el indigenismo hasta la teórica superpoblación, desde el desprecio por el trabajo hasta el tercermundismo.Era la primera muestra de un tipo de pensamiento que no iba a expandirse hasta veinte años después, con las obras de Juan José Sebreli (muy especialmente El asedio a la modernidad y El olvido de la razón), en Argentina, y con el Manual del perfecto idiota latinoamericano de Álvaro Vargas Llosa, Plinio Apuleyo Mendoza y Carlos Alberto Montaner (no en vano son estos últimos los autores del prólogo y el epílogo de esta nueva edición de la obra de Rangel).Era también la definitiva ruptura crítica con el pensamiento latinoamericano anterior, con Vasconcelos, con Rodó, con Rojas; y la reivindicación de los «malditos»: Sarmiento, Alberdi, Miranda, Bolívar. El Bolívar que, en 1830, escribía (tomo la cita del libro de Rangel):He mandado veinte años, y de ellos no he sacado más que pocos resultados ciertos: 1) la América [Latina] es ingobernable para nosotros; 2) el que sirve una revolución ara en el mar; 3) este país [la Gran Colombia, luego fragmentada entre Colombia, Venezuela y Ecuador] caerá infaliblemente en manos de la multitud desenfrenada para después pasar a manos de tiranuelos casi imperceptibles de todos los colores y razas; 5) devorados por todos los crímenes y extinguidos por la ferocidad, los europeos no se dignarán conquistarnos; 6) si fuera posible que una parte del mundo volviera al caos primitivo, éste sería el último período de la América [Latina].Rangel no llegó a ver a Chávez en el poder, esa pesadillesca realización de la profecía de Bolívar, pero es de temer que ello sólo hubiese contribuido a incrementar el pesimismo que le llevó al suicidio en 1988. A pesar de que, antes de que el tirano llegase a instalarse en Miraflores, cayó la Unión Soviética. «El suicidio de Carlos Rangel en 1988 fue un duro golpe no sólo para Sofía, su familia y sus amigos, sino para el pensamiento latinoamericano y para todos los venezolanos», apunta Carlos Alberto Montaner en el epílogo de esta edición, que también acompañó a la venezolana de 2006. Y añade:Recuerdo, cuando fue derribado el Muro de Berlín, sólo un año más tarde, que no pude evitar pensar cuánto habría disfrutado Carlos la desaparición del comunismo en Europa y el total descrédito del marxismo: la historia había confirmado sus mejores razonamientos e intuiciones. Sin embargo, estoy seguro de que habría sufrido terriblemente a partir de la década de los noventa, cuando Venezuela se colocó en un peligroso plano inclinado y comenzó una deriva irresponsable hacia el abismo.Su legado es imprescindible para la comprensión del proceso autodestructivo al que parece abocada América Latina.Libertad Digital – Madrid