El motín letal que evidencia el colapso del sistema carcelario brasileño

Brasil es el país con el mayor hacinamiento en los penales

 EPV

La realidad medieval del sistema penitenciario brasileño, invisible para una parte de la población, explota a veces como una bomba y pone de manifiesto la indiferencia con la que Brasil encara este problema. Esta semana volvió a ocurrir. En el primer día de 2017, una reyerta entre bandas acabó con 56 reclusos muertos en el Complejo Penitenciario Anísio Jobim (Compaj), en Manaos. Descuartizados y decapitados. Fue la segunda mayor masacre en la historia del sistema carcelario brasileño.



Brasil, que ya ha sido citado en diversos informes de la ONU sobre derechos humanos debido a las condiciones deplorables de sus cárceles, tiene un historial de tragedias tras las rejas. La más grave ocurrió en la cárcel de Carandiru, el 2 de octubre de 1992, cuando la desastrosa intervención de la policía de São Paulo para contener una rebelión en la Casa de Detención, en la capital paulista, terminó con 111 presos muertos.

A pesar de estas tragedias de gran escala que copan los titulares cuando aparecen imágenes impactantes de cabezas degolladas y corazones erguidos como trofeos en las cárceles, los expertos señalan que el sistema penitenciario brasileño acaba con las posibilidades de éxito de muchísimos jóvenes pobres». La mayoría de los 622.202 presos que abarrotan las cárceles brasileñas tiene un perfil parecido. Más del 60% son negros, la mayoría jóvenes, y el 75% de ellos tiene como mucho educación primaria, según datos del Ministerio de Justicia brasileño.

“No es que nada haya cambiado entre la tragedia de Carandiru y la de Compaj, sino que la situación ha empeorado”, afirma André Bezerra, presidente de la Asociación Juízes Pela Democracia [Jueces por la Democracia]. “El sistema penitenciario es una máquina de moler pobres”, afirma Bezerra, haciendo alusión al perfil de los internos en el país sudamericano. Según él, Brasil “ha optado por seguir a rajatabla” las políticas de encarcelamiento en masa y guerra contra las drogas importadas de Estados Unidos. “Han sido las formas adoptadas aquí para lidiar con la violencia y la delincuencia”, afirma. “Solo que a medida que vas construyendo prisiones se van llenando. Y eso no ha reducido ni la violencia ni del tráfico de drogas. Al revés. ¿A quién favorece? Al crimen organizado. Es el combustible para el crimen”, asegura.

São Paulo cuenta con la mayor población reclusa del país. Desde los años 1990, el Estado de São Paulo invirtió fuertemente en el aumento de plazas en el sistema carcelario. Pese a la construcción de 22 prisiones en los últimos seis años (la gran mayoría de ellas ya están llenas), el Primeiro Comando da Capital— organización criminal paulista—, lo único que ha hecho ha sido fortalecerse y expandirse por todo el país —e incluso ha llegado a países de América del Sur—. De los seis centros recién construidos en São Paulo por el Gobierno de Geraldo Alckmin, del Partido de la Social Democracia Brasileña (PSDB), cinco ya están saturados. La penitenciaria de Piracicaba, por ejemplo, inaugurada en julio de 2016 para albergar un máximo de 847 presos, ya tiene una población de 1213 reclusos, según datos son de la Secretaría de Administración Penitenciaria. “La Constitución de 1988 priorizaba las libertades de la población sobre el poder punitivo del Estado. Pero desde su promulgación hasta los días de hoy, este poder punitivo no ha hecho más que crecer”, dice el magistrado.

Para Bezerra, lo más alarmante es que Brasil va a contracorriente del mundo en lo que a política carcelaria se refiere. “Estados Unidos, país que creó la política de la guerra contra las drogas y que tiene la mayor población carcelaria del mundo, ya empieza a repensar su estrategia, con la flexibilización de las penas y la despenalización de las drogas”, dice. Pero en Brasil, “el ministro de Justicia, Alexandre de Moraes, quiere fortalecer aún más el carácter punitivo y dice que incluso quiere erradicar la marihuana del continente”. Datos del Ministerio de Justicia arrojan que la mayoría de los presos del país fueron detenidos por tráfico de drogas (el 28%), mientras que el 25% lo fueron por robo, el 13% por hurto y el 10% por homicidio.

Actualmente, Brasil tiene la cuarta mayor población reclusa del mundo, con 622.202 personas entre rejas. Pero, si sigue a ese ritmo, en algunas décadas puede superar a Estados Unidos (2.217.000), China (1.657.812) y Rusia (644.237). De acuerdo con el último Estudio Nacional de Información Penitenciaria (Infopen), divulgado por el Ministerio de Justicia brasileño en abril de 2016, la tasa de encarcelamiento creció un 67% entre 2004 y 2014. Según la misma publicación, Brasil camina en sentido contrario a los demás países que cuentan con una gran población reclusa, los cuales están reduciendo dicha tasa.

Las condiciones de las prisiones brasileñas también son las peores. De acuerdo con los datos facilitados por el International Centre for Prison Studies, entre los países con mayor población reclusa, Brasil es el campeón del hacinamiento: el nivel de ocupación de las cárceles es del 147%. En Estados Unidos es del 102,7%; en Rusia, del 82,2%; y el de China, se desconoce.

Parte de esa superpoblación se debe a la lentitud de la justicia para analizar los procesos de los condenados. Entre los reclusos brasileños, el 40% lo están provisionalmente, es decir, no han sido condenados en primera instancia y todavía esperan a que se les juzgue. El director general del Departamento Penitenciario Nacional (Depen), Renato De Vitto, afirmó que “de esas personas que están encarceladas provisionalmente, el 37%, cuando sale la sentencia, es puesto en libertad”. Es decir: más de un tercio de los presos provisionales resultan ser inocentes. “Esto indica que hay un excesivo uso de la prisión provisional en Brasil”, dice. Según el Depen, en todos los Estados del país hay presos que esperan su juicio desde hace más de 90 días.

Al cuadro se une otro factor: una guerra entre carteles que se refleja en las prisiones. Después de una alianza de más de dos décadas, el Primeiro Comando da Capital (PCC), el poderoso cártel paulista que es el mayor de Brasil, decidió romper, hace más de un año, con el Comando Vermelho, una organización criminal de Río. La primera señal del divorcio fue en octubre, con un baño de sangre en cárceles del norte del país, donde 21 reclusos fueron asesinados. Ahora, la escena se repite.

La actual presidenta del Supremo Tribunal Federal, Carmen Lúcia, ya ha admitido que hay una violación flagrante en las cárceles brasileñas de lo previsto en la ley: “En efecto, es un problema de números excesivos, sin que se pueda, por lo tanto, dar cumplimiento íntegro a lo determinado por el Supremo, que es hacer que las personas estén allí en condiciones de dignidad». Su colega Gilmar Mendes ya hizo una advertencia en ese sentido, tildando a las cárceles de “escuelas del crimen”. “Si el Estado no proporciona unas garantías mínimas, alguien las proporcionará. A su manera. Y exigirá una contrapartida”, dijo en 2014, en alusión a las bandas que dominan las cárceles brasileñas.

Asimismo, Mendes quiso destacar el hecho de que los brasileños se muestren “indiferentes” y “anestesiados” ante la barbarie que se produce detrás de los muros. Bezerra está de acuerdo. “Para una parte de la sociedad y para el Estado, los presos no son más que escoria: a las personas que no están en el mercado de trabajo ni consumen, enseguida se les acaba metiendo dentro de estas mazmorras”, dice Bezerra.

Fuente: elpais.com