La reinserción de jóvenes a cargo de Cenvicruz, peligra por la comida

Los internos de Cenvicruz aprenden oficios y reciben terapias para insertarse en la sociedad cuando salgan en libertad. Sin embargo, hay un problema que nadie puede ocultar: el hambre. La Policía dice que esto es peligroso

ROBERTO NAVIA



Las camionetas de servicio público con la fachada de otros tiempos parten desde la comunidad de El Torno, para hacer su parada veinte kilómetros más allá, hasta adentrarse después por las curvas de un camino dibujado con cerros y ríos de espejos. Son las camionetas Land Cruiser las que atraviesan este territorio, y seis riachuelos más las esperan antes de llegar hasta el enmallado del Centro Educativo Nueva Vida Santa Cruz (Cenvicruz). 

Los pasajeros van sentados sobre tablas ubicadas en las viejas carrocerías. Uno de ellos, Juan, un hombre de 60 años que tiene apretado entre sus piernas un bolsón que él cuida como si llevara oro de 18 quilates. “Es comida para mi hijo”, dice, ahora que está en tierra firme, haciendo una fila para ingresar al centro de Cenvicruz. 

Allí guarda detención su hijo de 18 años. A esa corta edad ya tiene en su biografía el peso del delito de violación. Y junto a él, 147 adolescentes más con expedientes de detención, sentencias, acusaciones, que van desde robo agravado, hasta el más vil de los asesinatos. 

La mayor preocupación que ahora tiene este hombre, no es que su descendiente esté tras las rejas, porque sabe que si cometió un delito, debe pagar las consecuencias, lo que le atormenta es que esté padeciendo hambre. “Mi hijo ha llegado a robar comida ahí adentro, desesperado porque la comida no lo tenía satisfecho”. 

Juan habla en voz alta. Otros padres que están en la fila lo escuchan y varios arman un coro: “Es verdad, ni el almuerzo ni la cena les llena la barriga”, coinciden.  

Por eso, durante los días en que está permitido visitarles, los sábados y domingos, les llevan algunos alimentos. Los padres y las madres hacen fila. A sus pies, bolsas con panes y frutas, galletas y golosinas, carne cocida y leche en botella. Todos saben que no está permitida la leche en bolsa de plástico, porque la seguridad del centro ha descubierto que este tipo de recipiente los muchachos lo utilizaban para hacer fermentar la fruta y convertirla en bebida alcohólica. “Se puede meter alimentos, pero de forma racionada”, dice el personal de seguridad, que minuciosamente controla que no se camufle ningún producto prohibido ni armas cortantes en las bolsas y bolsones que los familiares de los internos traen de sus casas con esmero.

La visita solo está permitida para los familiares de primer grado. Los amigos o enamoradas de los internos no pueden ingresar. 

En la fila, los padres coinciden en que adentro hay cosas buenas y otras por mejorar. Entre las buenas –afirman- está el que Cenvicruz no sea una cárcel cualquiera, sino un centro para que sus hijos reciban terapia sicológica, aprendan un oficio y logren reintegrarse a la sociedad cuando terminen de purgar la pena. Entre las malas, que se haya perpetrado una violación a un interno por parte de varios de sus compañeros, que el 14 de junio uno de los 148 se haya fugado (y encontrado tres horas después en una comunidad cercana), y el que sus hijos vivan con hambre. 

Pablo ingresó a Cenvicruz en enero de 2015. Ahora está debajo de un árbol, tejiendo una gorra con hilo sintético que ofrece a los visitantes a Bs 50. A pocos metros de él hay dos corrales donde varios cerdos se revuelcan en el barro. Es la chanchería donde los muchachos aprenden labores de granja. “Aquí aprendemos a valorar a nuestra familia, nos arrepentimos de lo que hicimos afuera. Me arrepiento de haber hecho daño a las personas”, dice. Pablo tiene una voz pausada y dice que se siente solo, porque su abuelita solo puede ir a visitarlo una vez al mes y llega con una canastita con horneados y algún abrigo. 

Pablo revela que algunos hacen negocio con su comida, que optan por quedarse con hambre porque el alimento lo intercambian con alguna camisa o pantalón. Otros, dice, hacen el trato de que por cinco desayunos que algún compañero le entregue le lavará la ropa. “Yo también llegué a intercambiar mi comida pero ahora ya no lo hago”, recuerda.

Claudia Torres Calderón, responsable de Cenvicruz, dice que la alimentación, que es suministrada por una empresa privada, es un problema que no se puede negar y que se está trabajando para resolver el asunto.

“Hemos detectado el intercambio de la comida a través de otros favores como lavar la ropa. Se está trabajando para evitar eso. Hacemos rondas alrededor de la mesa y controlamos la salida de la comida y que no estén ocultando el pan”, explica, poniendo énfasis en señalar que Cenvicruz es un centro que intenta mejorar en los aspectos del funcionamiento, para que los internos creen hábitos, disciplina y tengan la habilidad para sostenerse en la vida cuando dejen este lugar.

Claudia Torres dice que encabeza un equipo de 30 personas entre médicos, sicólogos, educadores, enfermeras y personas que se encargan de la parte espiritual.

Ella resume así la jornada diaria en Cenvicruz: los internos se levantan temprano, hacen actividades físicas, desayunan, hacen el aseo de sus habitaciones, van a pasar clases o a sus áreas de trabajo, almuerzan, tienen un horario de recreación, ven tele o hacen deporte y en la noche se retiran a descansar.

El director de Cenvicruz, Roberto Sandoval, pone oídos a la queja de los internos sobre la comida que no les llena, y dice que se están tomando cartas en el asunto. De los Bs 15.629.193 presupuestados para la presente gestión destinados a los centros de Cenvicruz, Bs 5.036.340 son para la alimentación, prendas de vestir y materiales para capacitación. 

Sandoval es cortés con los muchachos. Le gusta conversar con ellos y escuchar sus opiniones. Antes de terminar su visita los reunió a casi todos en el patio del establecimiento. Hay quienes valoran las terapias ocupacionales implementadas en el taller de carpintería, otros el que se hayan implementado las clases que les permiten aprender a leer y a escribir a los iletrados, y salir bachiller en Cenvicruz a quienes la condena los encuentre en edad de secundaria. Pero hay un muchacho que saca de su mochila un pan y se lo entrega a Sandoval. “Toque este pan. Está duro”, le dice. 

Aparece un hombre que se presenta como miembro de la cocina. Dice que el pan que les reparten no es viejo, que debe estar duro porque es pan guardado.

El muchacho vuelve a abrir su mochila y saca otro pan. “Mire, también está duro”. Sandoval dice que llevará el alimento a Santa Cruz para que lo analicen, pero asegura que la comida que se les da está garantizada, aunque se tomará en cuenta la queja que tienen de que no les satisface.

“La ración que nos dan es como para alimentar a un gato”, dice un adolescente que se camufla entre sus compañeros.

Sandoval pide que se moderen, que no falten el respeto. Llegan los guardias de seguridad y les exigen que se replieguen, que vuelvan a sus quehaceres. Un interno entrega a EL DEBER un papel doblado, escrito a mano con un lapicero azul. Es una carta que pone énfasis en que a sus familiares no les permiten ingresar con mucha comida, sabiendo que en este lugar no existen muchos alimentos. Al pie de la página dice: Atte: Personas que se sienten alejadas de sus familias.

Para el comandante departamental de la Policía, Rubén Suárez, el hambre puede afectar la seguridad en el interior de Cenvicruz, puesto que no hay que olvidar que muchos cometen delitos en la ciudad a causa del hambre que les aqueja. “Todo lo que pueda impedir el desarrollo normal de las actividades afecta la seguridad. Por un pan cualquier persona se desespera”.

El comandante dice que él, en lo personal, no está de acuerdo en que sus efectivos policiales, que son entre cinco y ocho por turno, se encarguen solo de velar por la seguridad externa y que no se comprometan de lo que sucede adentro. 

Los que están encargados de la seguridad interna son los del Gobierno Departamental, pero lamentablemente estos jóvenes que cometieron delito no respetan. Prueba de eso es que el año pasado quemaron un pabellón en un amotinamiento interno y que recientemente se dio la violación de un interno y se produjo una fuga. Incluso se corre el riesgo de que atenten contra los funcionarios de adentro. “Es importante que adentro los tengan con actividades y que no los miren como a niños bonitos”, dice.

Los policías que controlan el perímetro exterior habitan en una infraestructura ubicada donde duermen y tienen una cocina donde se preparan los alimentos. La administración de Cenvicruz les hace llegar el desayuno, el almuerzo y la cena, pero los uniformados también optan por cocinar. Algunos funcionarios de Cenvicruz dicen que los policías no quieren comer la comida que se les da debido a la historia de cuando en este lugar operaba la ex granja de Espejos, sobre la que se denunció torturas, malos tratos a los reos de entonces y a los que se les daba alimentos mezclados con azufre para que pierdan el deseo sexual.  

Jacob tiene 23 años y es uno de los internos de mayor edad. En noviembre de este año cumplirá cuatro años de encierro y recuerda cuando era gordito y que ahora está sufriendo un poco por la alimentación. “Pero se puede aguantar”, dice emocionado, ahora que sabe que el director Roberto Sandoval ha prometido mejorar la cantidad de alimentos y tomar en cuenta el proyecto que él ha presentado para desarrollar dentro del centro en beneficio de los internos, para que tenga actividades capaces de generar recursos económicos a efectos de costear gastos en salud, educación y alimentación. 

Fuente: eldeber.com.bo